¿Pompeyo o César?

Publicado el 25 de diciembre de 2021, 15:45

El vencedor de Sertorio fue Pompeyo. Era un hombre magnánimo e inteligente este Pompeyo. En lugar de crucificar a los caudillos indígenas derrotados, les devolvió la libertad y los trató con magnanimidad. Ellos, vivamente impresionados por tan inesperada generosidad, le quedaron agradecidos de por vida. Cuando Pompeyo regresó a Roma, dejaba atrás una fidelísima clientela, que iba a necesitar más adelante.

Quizá Pompeyo las veía venir. Porque el viejo y enconado contencioso entre optimates y populares distaba mucho de quedar zanjado con la derrota de Sertorio. Al poco tiempo, se reprodujo, esta vez con un formidable campeón al frente del bando popular: Julio César.

Nuevamente, la Península representó un papel esencial en el conflicto. Los indígenas —quizá ya va siendo hora de que los denominemos hispanorromanos- tornaron a dividirse en dos bandos, los unos por César, y otros, los más numerosos, por Pompeyo.

La guerra se riñó por todo el Imperio, en Grecia, en África y en España. César derrotó por doquier a los pompeyanos, pero no pudo disfrutar largo tiempo de su victoria: un grupo de senadores conjurados lo asesinó en Roma en -44. Es la famosa escena en que el gran César, al ver que entre sus asesinos figura su presunto hijo Bruto, de cuya fidelidad nunca se le hubiera ocurrido dudar, le reprocha «Tú también,
Bruto, hijo mío», y asqueado del mundo, renuncia a defenderse. Se cubrió romanamente la cabeza con la toga y se entregó dócilmente a los puñales.

César murió, pero su magna obra perduró porque su heredero y sucesor, el emperador Augusto, realizaría sus ambiciosos planes.

Augusto no era hombre de guerra, sino, más bien, un oficinista bajito y enfermizo, propenso a los enfriamientos, pero en la invencible Roma, regida desde hacía casi un siglo por generales victoriosos, se esperaba que el heredero de César revalidase su nombramiento con alguna hazaña militar. Augusto, en el trance de cumplir con el trámite, escogió la zona de Hispania que faltaba por conquistar, la cornisa cantábrica, aquel húmedo y montuoso territorio de los astures y los cántabros. No era lerdo el perillán: a cambio de un simulacro de guerra, que sería más bien una operación de policía, se adueñaba de una comarca cuyas riquezas auríferas cubrirían sobradamente los gastos de la campaña. La guerra duró diez años y, contra todo pronóstico, fue tan sangrienta que se zanjó con el virtual genocidio de los nativos. «Clavados en la cruz, morían entonando himnos de victoria», escribe Estrabón de aquellos bravos e irreductibles cántabros (y astures, no quisiera herir el ego patriótico de ninguna autonomía dejando razas en el tintero; si alguna se me pasa, considérese incluida).

Roma impuso la paz de los cementerios. Durante los siglos siguientes se dedicó a extraer oro tan concienzudamente que alteró por completo el paisaje en la región leonesa de las Médulas de Carucedo, donde el mineral se explotaba a cielo abierto, a veces por el expeditivo procedimiento de desviar ríos para que inundaran las galerías, y arrastraran la tierra y dejaran al descubierto el mineral.

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