Ciudades, carreteras, teatros, prostíbulos

Publicado el 28 de diciembre de 2021, 21:05

Roma enviaba a sus provincias hispánicas numerosos colonos y funcionarios. Por otra parte, muchos soldados romanos se casaban con españolas, y los guerreros hispanos se alistaban por decenas de miles en el ejército romano: comida sana y abundante, soldada segura, un porvenir. La Península terminó por aceptar las costumbres y el modo de vida romano. Quizá sea más exacto denominarlo helenístico, porque los romanos, a su vez, habían imitado los modelos griegos, unos pueblos de cultura superior a los que también habían conquistado.

El estilo de vida romano-helenístico, que se extendía por todo el Imperio, se basaba en la ciudad (civitas) como elemento civilizador. La ciudad era un núcleo urbano independiente, regido por un ayuntamiento o senado, sujeto a leyes precisas, con territorio y recursos propios de aprovechamiento comunal, con una estructura económica compleja y una organización social que integraba a los ciudadanos en un marco jurídico avanzado, superando las limitaciones del marco tribal anterior.

Los romanos habían encontrado en España pocas ciudades dignas de tal nombre: sólo las de la costa mediterránea, casi todas de origen fenicio. Augusto concedió títulos de coloniae (colonias) y municipia (municipios) a muchas otras. La colonia era ciudad de nueva creación, cuyos primeros pobladores eran a veces colonos llegados de Italia, generalmente soldados veteranos a los que se recompensaba con lotes de tierras. Los municipios, por el contrario, eran poblaciones indígenas que recibían la consideración de ciudad. En los dos casos, el gobierno municipal dependía de una asamblea de ciudadanos con derecho a voto, entre los que se elegían los dos alcaldes (duumviri) y los concejales (aediles y quaestores). Los cargos eran anuales, y sus aspirantes debían cortejar al electorado con banquetes y promesas. Un poco como ahora.

Las ciudades romanas de nueva planta presentaban un trazado racional. Eran cuadradas o rectangulares, con una serie de calles que se cortaban en ángulo recto, con sus plazas y espacios públicos. Las dos calles principales, más anchas, se cruzaban en el centro, sobre la plaza mayor porticada (forum maximum), en torno a la cual se alzaban los edificios públicos, templos, termas, mercado, etcétera. En las ciudades importantes había un teatro semicircular, al aire libre, y un anfiteatro, elíptico, cerrado, donde luchaban los gladiadores.

La casa romana, a la que todo ciudadano acomodado aspiraba, era un edificio cuadrangular, sin ventanas a la calle, con estancias abiertas a un patio central columnado del que recibían luz y ventilación. A menudo había otro patio trasero, más amplio, ajardinado. Es lo que hoy vemos en la casa andaluza con patio, de Córdoba o Sevilla, a veces erróneamente llamada casa árabe. Los árabes se limitaron, como en tantas otras cosas, a reproducir los modelos romanos que encontraron en las tierras que conquistaban.

La decoración de la casa romana resultaba un poco abigarrada para el gusto moderno. Las paredes solían decorarse con pinturas murales de vivos colores o con tapices, y los suelos se cubrían de mosaicos formados por diminutas piedrecitas de colores. En contraste, no había más muebles de los necesarios: camas, mesas, sillas. Los hispanos acomodados aprendieron a comer a la griega, recostados en una tarima de tres plazas (triclinium), con el codo apoyado en un cojín.

En la ciudad romana había tiendas, almacenes, posadas, bibliotecas y todos los servicios necesarios. No faltaban médicos, boticarios, carpinteros, abogados, alfareros, profesores, herreros, músicos y artistas, ni tabernas y prostíbulos, cada cual con el indicativo propio de lo que ofrecían. Y recaudadores de impuestos.

El equivalente al casino o al club social moderno eran las termas. Además de su higiénico cometido, estos baños públicos (a menudo, construidos y decorados con gran lujo, para prestigiar la ciudad) eran mentidero, casino, barbería, sala de masajes, centro cultural y polideportivo. El usuario de las termas pasaba por cuatro salas sucesivas: la primera era una especie de sauna en la que sudaba (sudarium); en la segunda, se daba un baño caliente (caldarium); a continuación, rebajaba su temperatura en la sala templada (tepidarium), antes de bañarse en agua a temperatura normal en el frigidarium. Las termas, y algunas casas especialmente lujosas, disponían de ingeniosos sistemas de calefacción, que hacían pasar el aire caliente procedente de las calderas por canalizaciones dispuestas bajo el suelo y a través de los muros.

Los excelentes ingenieros romanos no se arredraban ante las dificultades técnicas. Todavía nos admiramos ante obras como el puente de Alcántara (Cáceres), el acueducto de Segovia y el faro de La Coruña, llamado Torre de Hércules. Una de las grandes ventajas del carácter autonómico del municipio romano era que los políticos que querían contar con el favor de sus votantes tenían que embarcarse en ambiciosas obras públicas: fuentes, plazas, cloacas, letrinas, calzadas, sistemas de irrigación, puertos e incluso complejos sistemas de drenaje para desecar zonas pantanosas. También el poder central sabía financiar las obras necesarias cuando era menester.

Las ciudades estaban unidas por una considerable red de carreteras, tan excelentemente construidas que algunos tramos todavía se usan como caminos vecinales. Todo el Imperio, hasta sus últimos confines, estuvo recorrido por estos caminos, que favorecían el tráfico de viajeros y mercancías y permitían el rápido desplazamiento de tropas. Una idea copiada por el plan de autopistas de Hitler, aunque su «Imperio de los mil años» fue más efímero que el romano. El viajero que recorría una calzada romana encontraba una piedra miliar con su número cada 1470 metros. Si no iba provisto del itinerario (equivalente a nuestro mapa de carreteras), podía calcular la distancia hasta la siguiente venta (mansio).

La Vía Augusta, que remontaba el Guadalquivir para enlazar con Levante y proseguir la costa mediterránea hasta Roma, estaba adornada con monumentos tan espléndidos como el arco de Bará, en Tarragona. La llamada Vía de la Plata enlazaba Galicia con Cádiz, pasando por Salamanca y Mérida. De ella partía un ramal que discurría por León, Castilla y el valle del Ebro hasta Tarragona, y otro que pasaba por Toledo y enlazaba con la Vía Augusta a la altura de Valencia. Finalmente, la Vía Hercúlea, bordeaba la costa de toda la Península, de Galicia a Levante, donde enlazaba con la Vía Augusta. Consecuencia del centralismo imperial: todos los caminos conducían a Roma.

Augusto, además de impulsar la red de carreteras, organizó nuevamente la Península y dividió en dos la provincia Ulterior: la Bética, con capital en Córdoba, y la Lusitana, con capital en Mérida. La antigua Citerior mantuvo su capital en Tarragona.

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