5 Londres, 1948 (142-155)

Publicado el 31 de diciembre de 2021, 20:03

El portero me saludó, como siempre, con una sonrisa en sus labios cuando crucé el lujoso vestíbulo del edificio de apartamentos de Fleet Street, donde vive Ann, frente a los Royal Courts of Justice. Faltaban diecisiete minutos para las cinco y media.

Conocí a Ann Crawford el día que cumplí los cuarenta, de eso hacía algo más de tres años, en una fiesta privada que se celebraba en un apartamento de Upper Brook Street, entre Hyde Park y Grosvenor Square, unos meses después de que yo regresara a Londres. El director del Daily Telegraph había decidido que, transcurridos nueve meses del desembarco de Normandía, con la guerra casi resuelta a nuestro favor, yo pintaba poco en El Cairo.

Ann me dijo que le gustaba mi proporcionada estatura, las canas que aparecían en mi pelo negro, el hoyuelo de mi barbilla y mi curtida piel que todavía conservaba algunos de los efectos del tiempo pasado en Egipto. Yo le confesé que sus piernas y su boca eran perfectas, y no exageraba. Cuando me comentó que otro de mis atractivos era mis artículos en el Telegraph yo le susurré al oído, torpemente, que tenía unos ojos bellísimos. Lo hice por añadir algo de romanticismo a mis preferencias físicas, ya que todavía desconocía la extraña actividad a la que se dedicaba. Los hombres pensamos, estúpidamente, que las mujeres no se dedican a esas cosas y, si lo hacen, uno no se las cruza en su camino. Un mes después nos acostamos por primera vez. No la decepcioné y, por mi parte, puedo asegurar que lo ocurrido en aquella cama jamás podré olvidarlo. Desde entonces es la única mujer en mi vida, aunque vivimos separados y ninguno de los dos hayamos planteado hacer una visita al vicario.

Durante la guerra Ann había trabajado para el servicio de inteligencia, en el equipo que desde Bletchley Park, un apartado lugar a ochenta kilómetros al norte de Londres, descifraba los mensajes del alto mando alemán, que utilizaba una máquina bautizada con el nombre de Enigma. Ann me explicó que la reclutaron por sus conocimientos de matemáticas y que se trataba de un trabajo agotador. Descifraban los mensajes porque habían conseguido varias máquinas Enigma y, lo que era más importante, el código de claves utilizado por los alemanes. Desentrañaban unos dos mil mensajes diarios con todo tipo de información militar y civil. Ann fue una de las responsables del funcionamiento de la llamada Diosa de Bronce, nombre con que bautizaron la máquina receptora de los mensajes, como si estuviesen en el mismísimo cuartel general de Hitler.

Relacionado con esa actividad había pasado una temporada en Roma, pocas semanas después de que la ciudad fuese liberada. Más tarde, estuvo en París haciendo funciones similares; de su estancia en la capital francesa le había quedado el uso de las elegantes boinas que utilizaba con frecuencia.

Terminada la guerra, Ann había encontrado trabajo en un instituto de enseñanza media, aunque me había confesado que mantenía contactos con el MI6, el departamento de asuntos externos del servicio secreto. Cuando algunas tardes aguardaba en la esquina de Holland Street con Charlotte Street, en el elegante barrio de Bloomsbury, a que saliera de sus clases y la contemplaba acercarse con su andar cadencioso y sugerente, me la imaginaba mucho más en tareas de espionaje que resolviendo sistemas de ecuaciones con adolescentes.

Consulté la hora, solo para confirmar que iba con el tiempo justo; si no quería llegar tarde, tendría que caminar muy deprisa.

Al salir a la calle alcé el cuello de mi gabardina y abrí el paraguas, ya caían las primeras gotas de la anunciada tormenta en los boletines meteorológicos que cerraban invariablemente los informativos. Según los pronósticos, una fuerte tormenta caería sobre Londres y duraría entre cuatro y cinco horas.

Dejé atrás el desafiante dragón que, encaramado en su elevado pedestal, marcaba el límite del barrio del Temple y no pude evitar —como me ocurría siempre— leer la placa de cerámica, colocada en el edificio marcado con el número sesenta y dos, donde se indicaba que allí estuvo la sede de la logia The Devil Tavern. Crucé la puerta de acceso al callejón de Middle Temple y bajé a toda prisa la cuesta flanqueada por los jardines que rodean la vieja iglesia de los templarios, donde todavía eran visibles los efectos de los bombardeos soportados por la ciudad durante las batallas libradas en el cielo de Londres.

La lluvia se había convertido en un diluvio cuando llegué a la ribera del Támesis para cruzar el río por el puente de Blackfriars y enfilar la larga calle bautizada con el nombre de los monjes negros que me condujo hasta la estación de metro de Southwark. A la espalda, en la pequeña Isabella Street, estaba el coqueto club que había tomado el nombre de la calle, donde todos los miércoles celebrábamos la tertulia. Llegué con cinco minutos de retraso, algo lamentable, pero no imperdonable. El mayordomo del Isabella Club me saludó con la circunspección de siempre, aunque percibí su reproche al observar cómo miraba de forma elocuente el antiguo y siempre ajustado reloj que colgaba de la pared.

—Buenas tardes, señor Burton. ¿Me permite?
Se hizo cargo de mi paraguas, que chorreaba como una fuente, y me ayudó a quitarme la empapada gabardina.
—Todos los demás han llegado ya, señor —añadió para remachar mi impuntualidad.
Cuando entré en el pequeño saloncito donde nos reuníamos todos los miércoles, salvo en las fiestas de guardar que desplazábamos la tertulia a los jueves, mis contertulios estaban ya enfrascados en una acalorada conversación que desdecía mucho de la conocida flema de los londinenses. Mi disculpa fue apenas un murmullo que ninguno de los presentes se tomó la molestia de responder.
—Perdonad mi retraso.
El juez Robert Simpson, cuya imagen pública era la más acabada representación del cuidado en las formas y la ponderación, hablaba tan alto y con tanta vehemencia que estaba casi gritando:
—La contradicción resulta tan evidente que, solo prohibiendo a la gente leer la Biblia durante siglos, fue posible mantener el engaño tanto tiempo.
—Tampoco hay que exagerar.
Quien replicaba con un tono mucho más sosegado era Alfred Best, profesor de Historia del Mundo Antiguo en el Trinity College. A pesar de sus casi setenta años tenía un aspecto magnífico, que sin duda envidiarían hombres más jóvenes que él, aunque sus piernas empezaban a gastarle malas pasadas. Su figura enjuta, de metro ochenta, no se había encorvado todavía, y su abundante cabellera blanca le daban notable atractivo. Estaba considerado uno de los más cualificados especialistas en el mundo copto, la civilización alumbrada por los cristianos de Egipto. Sus libros El mundo de los manuscritos coptos del Alto Egipto o San Pacomio y los orígenes del monacato habían causado un fuerte impacto en los ambientes académicos y universitarios.

—Durante esos siglos —el tono de Best era sosegado, casi profesoral—, la mayoría de la gente no sabía leer. Además, no debemos perder de vista que se trata de una parábola y ése fue un recurso utilizado con frecuencia tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.
Best tenía un programa en la BBC el primer y tercer martes de cada mes, dedicado al análisis de pasajes bíblicos susceptibles de interpretaciones diferentes. El programa, iniciado hacía un año, por la misma fecha en que nació la tertulia, alcanzó en pocas semanas unos altísimos niveles de audiencia. El profesor de Oxford se había convertido en una especie de celebridad radiofónica.

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