Capítulo VII 187-198

Publicado el 29 de diciembre de 2021, 0:57

Una vez más, Adunco calló la verdad a Tiberio y, en vez de embarcarse hacia Sorrento, en una nave que le llevara directamente a Palestina, navegó aguas arriba de la Península hasta Capua y desde allí tomó la vía Appia hacia Apulia y el puerto de Brindisi. No era para evitarse, al menos en parte, los inconvenientes de los viajes por mar, donde toda posible comodidad era sacrificada a las necesidades de la velocidad, ni por el peligro de desafiar la furia imprevista de Escila y Caribdis, sino por razones personales que no habría aceptado nunca discutir con el emperador. Este le conocía muy bien, y podía aceptarlas solo a condición de ignorarlas.
Junto con el joven marinero que en Capri se había encargado de su equipaje, y que se había mostrado contento de acompañarle a cambio de comida abundante y una buena retribución, el anciano se había montado en un cómodo carro tirado por dos mulas y provisto de un toldo y de jergones, para evitar las paradas en las poco recomendables posadas que se alzaban al lado de las estaciones de posta. En pocos días, habían ya atravesado los Apeninos, pero luego abandonaron el camino real para alcanzar el promontorio del Gargano.
Allí, Adunco había pagado a un pescador para hacerse llevar a la isla de Tremetis, que antiguamente se llamaba Diomedea porque la leyenda afirmaba que estaba enterrado en ella el héroe griego. Pero la tumba que el viejo comisario se dirigía a honrar era muy otra: bajo la lápida más modesta y anónima posible yacía, en efecto, Julia Menor, hija de la hija de Augusto y condenada, como su madre, al exilio perpetuo.
Pero al menos un lujo le había sido concedido a aquella mujer que muriera el año anterior, después de veinte de exilio, y a la que su abuelo, en el testamento, había desterrado incluso de la tumba familiar: reposaba en la falda de una colina y ante su tumba se abría el ancho mar, que para siempre la aliviaría con el aura salobre a la que ahora Adunco exponía el viejo rostro, para que le secara algunas gotas sospechosas.
El hispano se había jurado llevar a cabo aquella visita antes de abandonar Italia y volver a Córdoba, para esperar allí serenamente la muerte consolado por la correspondencia elegante y erudita de su viejo amigo y coterráneo Anneo Séneca y por la elegante e ingeniosa prosa de su propio hijo, Lucio, que estaba en Roma ganándose todos los honores de la fama y que ciertamente no tendría que afrontar los riesgos que él había corrido. La visita era ahora tanto más obligada, dado que a la edad se sumaba la perspectiva del viaje por una tierra de facinerosos en la que Adunco no gozaría ni siquiera de la protección de un cargo oficial, y el regreso estaba todo menos garantizado.
Finalmente llegaron a Brindisi, cabeza de puente de la expansión romana hacia Oriente y puerto natural de embarque hacia Palestina, aunque también en este caso se trataba sobre todo de una cita con viejos fantasmas.
Allí, en Brindisi, en el año 734 de la fundación de Roma, Adunco había llegado junto con Virgilio, pues volvían juntos de Atenas en el séquito de Octavio Augusto, y la muerte imprevista del gran poeta, apenas desembarcados, había transformado en annus horribilis el que hasta entonces las crónicas habían calificado de mirabilis, porque Augusto había sido proclamado cónsul vitalicio y habían sido publicados los tres libros de los Amores de Ovidio. Allí, en Brindisi, en una fría mañana de febrero de 761, Adunco se había despedido también por última vez de su amigo Ovidio —el hombre que al igual que él había amado a Julia Mayor, el hombre que quizás era el padre de Julia Menor—, que, caído en desgracia, partía para un viaje desde la capital del mundo hasta los confines de la nada. El refinado poeta erótico, el galante esteta, iba a cerrar su vida en el destierro de un pequeño presidio militar junto al Mar Negro, donde la gente usaba una lengua bárbara y el clima era inclemente, donde no se bebía el agua cristalina del Aniene sino un líquido de sabor salobre, donde la comida era muy rústica y muy poco refinadas las mujeres.
En aquel día de febrero, para Adunco y quizá para Roma había terminado una época, en la que el amor y la poesía habían podido hacer frente a la razón de Estado. La única opción que le quedaba ahora, para no faltarse al respeto a sí mismo y a sus propios recuerdos, era continuar sirviendo fielmente a los antiguos ideales que tantos pisoteaban.
«He vivido demasiado tiempo», concluyó Adunco, tan abstraído en sus pensamientos que no podía siquiera oír la llamada del joven marinero que, en el pandemónium del puerto, había identificado su nave y le llamaba para embarcar. Su compañía terminaba allí, el muchacho o encontraba quien le contratara o tendría que volver a casa. Un encuentro útil y superficial, pensó Adunco, una vez más.
Había tanta gente a bordo que los marineros se las veían y se las deseaban para llevar a cabo la maniobra de braceo: jóvenes romanos que iban a estudiar a Atenas, mercaderes griegos que volvían a Creta para comerciar en vinos, soldados que iban a reforzar las guarniciones de Acaya y de Judea, y varios judíos —descendientes de aquellos que un siglo antes Pompeyo había llevado forzadamente a Roma junto con el derrotado rey Aristóbulo, tras la conquista de Jerusalén— que habían obtenido, corrompiendo a algún funcionario, el permiso para un viaje a su tierra de origen.
Estos grupos raramente se mezclaban, y el único sentimiento que de vez en cuando unía por breve rato a los tres primeros era reírse de los judíos porque no comían pan y jamón, cosa de la que también Augusto un día se rio. En contrapartida, todos bebían vino en abundancia y sin discriminación, ya fuese italiano, o griego o de Safed.

Adunco observaba y casi siempre callaba, una actitud muy propia de él, reforzada por quince años a la cabeza de la policía de la Urbe, y era capaz de recordar a la perfección, a pesar de los setenta años ya próximos, todo cuanto oía. A la muerte de Augusto, había acudido a Tiberio, su antiguo comandante y ahora emperador, con la intención de pedirle que hiciera volver del destierro a Ovidio y a Julia Menor (para su madre, Julia Mayor, era demasiado tarde: había muerto pocos días después que su padre, y también en aquel caso Adunco había sido el único testigo, el único amigo presente). Tiberio le había mirado fingiendo asombro y le había dicho: «No te olvidas de nadie, Lucio Valerio, ni siquiera de los amigos, tienes realmente una memoria prodigiosa. Diría casi la memoria de un espía. ¿Qué dirías si te nombrara praefectus urbi?».

Adunco hizo un gesto de reprobación con la cabeza:

No puedes, Claudio Tiberio Nerón: ese cargo requiere el rango de senador, y yo soy apenas un legatus legionis, un simple soldado. Pero no obstante mi bajo rango, me atrevo a pedirte que perdones a ambos. El emperador había ignorado la
impertinencia de Adunco, que no le había llamado Tiberio julio César como le correspondía después de la adopción por parte de Augusto, y también él hizo un gesto de negación con la cabeza:
—No puedo, Adunco. Es cierto que ninguna ley lo prohíbe, pero yo creo que Augusto tenía razón. Aquel hombre y aquella mujer, así como su madre antes que ella, armaron un buen escándalo con sus escritos y con su conducta: dejarles volver sería una muestra de debilidad, un mal ejemplo para todos los romanos que confían en el derecho.

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