E inmediatamente, después de esta rigurosa parrafada, había añadido con gran tranquilidad:
—Por el contrario, infringiré la ley sobre los nombramientos de los magistrados, y tú serás mi praefectus urbi.
Ahora Adunco aprovechaba la travesía para adquirir elementos de análisis que le serían útiles en su misión. Aparte de su vaga relación con el desterrado Herodes Filipo y con su antojadiza mujer y sobrina Herodíades, aparte de intervenciones profesionales para sofocar los desórdenes que la turbulenta comunidad judaica causaba de continuo, de modo que a menudo algunos de sus elementos eran expulsados de la capital, el viejo comisario no sabía gran cosa de los judíos con los que se mezclaría. Les observaba para tratar de comprenderles y no se hacía ilusiones de que fuera cosa fácil, en vista de que ni siquiera calculaban el tiempo del mismo modo que el resto del mundo: absolutamente indiferentes a la reforma del calendario que Julio César había introducido en 708 y que hacía coincidir casi perfectamente el año con el curso del sol, ellos lo calculaban con la luna, de suerte que de tanto en tanto tenían que añadir un mes para poner de nuevo las cosas en orden. Pretendían saber no solo cuándo había sido fundada una ciudad o nacido un rey, sino también cuándo Dios había creado el mundo, día y mes incluidos. Y contaban naturalmente desde esa fecha, de modo que el que para los romanos era ahora el año 783 era para ellos el 3789.
También sabía poco del país. Había estado en él una sola vez, veinticinco años atrás, para acompañar a Cayo César a Oriente en la que había de ser la última campaña del desafortunado joven. Recordaba el blanco esplendor de los nuevos edificios de Cesarea y el gentío en las antiguas callejuelas de Jerusalén; recordaba las sonrisas escépticas de los griegos y los ojos ardientes de una bellísima judía que le había maldecido y le había lanzado una piedra. Quién sabe por qué precisamente a mí, se preguntó Adunco, de todos los seis mil hombres de la legión.
Su prodigiosa memoria conservaba también muchas palabras en arameo, y trató de entablar conversación con el grupo de judíos para aprender otras. Mi edad, se consolaba suspirando, quizá no es la más indicada para aprender una lengua, pero Catón tenía diez años más cuando se puso a estudiar griego.
Este idioma, por suerte, lo había estudiado y amado desde muchacho en Córdoba, lo había perfeccionado estudiando en Atenas con Ovidio y su hermano Lucio, y todavía lo hablaba con fluidez y con perfecto acento ático, de manera que fue un mercader del Pireo, que había asistido a los inútiles esfuerzos de Adunco para relacionarse con los judíos y que hablaba perfectamente el arameo, el que le dio largas y provechosas clases. Pagando, se entiende.
En el Pireo, donde habían desembarcado los jóvenes romanos deseosos de adquirir cultura y sobre todo de divertirse lejos de sus familias, la nave se había llenado de mercaderes griegos rumbo a Cesarea y a Alejandría, de mercaderes fenicios que volvían a Tiro y a Sidón y de mercaderes judíos que iban y venían de una colonia a otra de sus compatriotas en Grecia, Egipto e Hispania, pero también de mercaderes romanos que iban de guarnición en guarnición esperando encontrar una buena acogida a sus mercancías por amor a la patria. Continuamente asaltado por todos aquellos mercaderes, que no abandonaban durante un solo instante el intento de cerrar un negocio y de enredarse mutuamente, Adunco sentía que se ahogaba y pensó que ahora ya eran aquellos los verdaderos ejércitos invasores.
Él, en cualquier caso, estaba totalmente decidido a defender el espacio que, a la partida de Brindisi, el joven marinero de Sorrento había ganado para él: su aire tranquilo y decidido, su físico aún robusto, la daga de excelente acero que llevaba sin ostentación pero tampoco sin esconderla, le garantizaban un cierto respeto. A pesar de ello, se alejaba lo menos posible del jergón que se había traído del carro, y nunca abandonaba la pequeña cesta cilíndrica en la que guardaba, cada uno en su estuche de piel, los rollos de papiro que le había pedido al amanuense de Tiberio.
—Debe de tener un gran valor tu cesta —le dijo una vez el mercader griego después de una clase.
—Solo para mí —contestó Adunco mientras le ponía en la mano la moneda de su retribución—, pero cuidado: no la valoro lo bastante para pagar un rescate a quien consiga robármela, pero sin duda estaría dispuesto a matar a quien lo intentase.
El mensaje corrió por la nave y fue recibido, y al viejo comisario le pareció que el merodeo en torno a su jergón, que se había vuelto demasiado asiduo para no resultar sospechoso, se fuera espaciando paulatinamente. La daga permaneció de todas formas asegurada a su antebrazo izquierdo, apenas retenida por la funda corrediza, apenas cubierta por el faldón de la capa con la que Adunco se protegía del viento de la travesía marítima.
Aquellos rollos eran copias de informes llegados a Roma de todos los procuradores y prefectos del Imperio, que se hacían para Tiberio desde que este residía en Capri. Los originales continuaban llegando al archivo imperial de la Urbe, que era un modo diplomático de no decir que estaban destinados a Sejano, pero muchos de los funcionarios con tareas de gobierno —también Pilatos, desde que tenía indicios de que el prefecto del pretorio, su protector, contaba con enemigos no menos poderosos que él— habían empezado a enviar simultáneamente una copia a Tiberio, en señal de deferencia, y una al archivo romano.
En la isla partenopea, Adunco había pedido que le entregaran, tras un breve examen, informes firmados por los varios prefectos que habían gobernado Judea —Coponio, Marco Ambivio, Annio Rufo, Valerio Grato y actualmente Poncio Pilatos— desde que el tetrarca Arquelao, uno de los hijos entre los que Herodes el Grande había dividido el reino, había sido depuesto. Eso había sucedido en el año 750, y entonces Judea, Samaria e Idumea habían pasado a formar una sola provincia romana bajo un prefecto de rango ecuestre que dependía, para los asuntos más importantes, del gobernador de Siria.
Obviamente, Adunco conocía los hechos más destacados de aquel período, iniciado poco antes de que él naciera y de los que había sido a veces testigo directo. Conocía, por haberlos estudiado, los pormenores de la intervención de los romanos en el año 689, reclamada por los asmodeos para dirimir las luchas fratricidas de aquella dinastía y concluida con la entrada de Pompeyo Magno hasta la celda secreta del Templo de Jerusalén. Sabía que julio César, tras ganar la guerra civil contra Pompeyo, había nombrado al idumeo Antípatro procónsul de Judea y le había autorizado incluso a reconstruir las murallas de Jerusalén que Pompeyo había hecho demoler. Sabía que los dos hijos de Antípatro habían sido nombrados el uno, Fasael, gobernador de la capital y el otro, Herodes, gobernador de Galilea, pero que solo el segundo había conseguido sobrevivir a la invasión de los partos, para volver posteriormente, con la ayuda de Marco Antonio, al mando de la provincia.
En esto, poco a poco, los recuerdos personales de Adunco reemplazaban a las nociones de un buen colegial de provincias cuya familia había estado muy atenta a las vicisitudes de la República. Recordaba la dolorosa emoción —tenía entonces diez años— con que Córdoba había recibido la noticia de la victoria de Octaviano sobre Marco Antonio y la reina egipcia Cleopatra en la batalla naval de Accio. La gente tenía escasa simpatía por la gens Julia, porque estaba aún fresco el recuerdo del saqueo con que julio César había castigado a la ciudad hispana por haberse alineado del lado de su adversario Pompeyo, y algún año después también Augusto iría —con violencia, naturalmente— a pacificar la provincia.
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