Contradicción 3. La propiedad privada y el Estado capitalista

Publicado el 31 de diciembre de 2021, 19:08

Pero para ser propiedad privada, un objeto o un proceso tienen que estar claramente delimitados y tener un nombre y rasgos identificativos (en el caso de la tierra, esto se logra mediante el catastro y la confección de un registro de la propiedad). No todo es susceptible de esa condición. Es casi imposible imaginar que el aire o la atmósfera puedan dividirse en entidades de propiedad privada que se puedan comprar y vender. Lo que es notable, en todo caso, es cuánto ha avanzado el capital a la hora de extender el régimen del derecho de propiedad privada individualizado al centro de los procesos biológicos y otros aspectos del mundo social y natural en los que se va estableciendo firmemente. Por poner un ejemplo, está en marcha una feroz contienda sobre el derecho de propiedad del conocimiento de los procesos naturales; el campo de los derechos sobre la propiedad intelectual está particularmente erizado de controversias y conflictos. ¿Debería ser el conocimiento universalmente accesible para todos o por el contrario debe ser propiedad privada de unos pocos?

El régimen de los derechos de propiedad privada individualizada se halla en la base misma del núcleo dinámico del capital. Es una condición y construcción necesaria, en el sentido de que ni el valor de cambio ni el dinero pueden funcionar tal como lo hacen sin esa infraestructura legal. Pero ese régimen de derechos está plagado de contradicciones. Como en el caso del dinero, las contradicciones son múltiples más que singulares, y es así debido al desbordamiento sobre el régimen de los derechos de propiedad privada individualizada de las diversas contradicciones entre el valor de uso y el valor de cambio y entre el dinero y el trabajo social que representa.

La primera y más obvia línea de fractura es la que existe entre el ejercicio supuestamente «libre» del derecho de propiedad privada individual y el ejercicio colectivo del poder coercitivo del Estado para definir, regular, codificar y dar forma legal a esos derechos y al vínculo social que los une tan estrechamente. Con la proliferación de las relaciones de intercambio, el desarrollo de formas monetarias y la evolución del Estado capitalista surgieron definiciones legales de lo individual y con ellas una cultura individualista. Todos estarán de acuerdo, no obstante (excepto quizá los libertarios de derechas más rabiosos y los anarquistas más extremistas), en que debe existir alguna apariencia de poder estatal para mantener los derechos de propiedad individualizados y estructuras jurídicas que, según teóricos como Friedrich Hayek, garantizan la máxima libertad individual no coercitiva. Como garante de esos derechos se apela al Estado, con su monopolio del uso legítimo de la fuerza y la violencia, para evitar o reprimir cualquier transgresión del régimen de los derechos de propiedad privada individualizada. El Estado capitalista debe usar el monopolio adquirido sobre los medios de violencia para proteger y preservar ese régimen tal como se articula en el funcionamiento «libre» de los mercados. Se emplea el poder centralizado del Estado para proteger un sistema descentralizado de propiedad privada. Sin embargo, la extensión del estatus de persona jurídica individual a poderosas corporaciones e instituciones corrompe obviamente el sueño utópico burgués de un mundo perfecto de libertad personal individual para todos, basado en la propiedad democráticamente dispersa.

En el ámbito del intercambio mercantil hay muchos problemas que inducen al Estado a ir mucho más allá del papel de un «vigilante nocturno» como guardián de la propiedad privada y de los derechos individuales. Para empezar está el problema de la provisión de bienes y servicios colectivos y públicos (tales como las carreteras y autovías, puertos y aeropuertos, agua y alcantarillado, educación y sanidad). El campo de las infraestructuras físicas y sociales es muy vasto y el Estado debe implicarse necesariamente, bien en la producción directa o en la subcontratación y regulación de la provisión de esos bienes. Además, el propio aparato estatal debe ocuparse, no sólo de administrar, sino de asegurar las instituciones que tiene que proteger (de ahí la creación de cuerpos militares y policiales y la financiación de sus actividades mediante los impuestos).

Por encima de todo, el Estado tiene que encontrar una forma de gobernar y administrar poblaciones diversas, a menudo insumisas y levantiscas. Muchos Estados capitalistas han acabado haciéndolo mediante la institución de procedimientos democráticos y mecanismos de gobierno que apelan al consenso en lugar de recurrir a la coerción y la fuerza, lo que ha llevado a algunos a sugerir, erróneamente a mi juicio, un lazo intrínseco entre democratización y acumulación de capital. Aunque es innegable que una u otra variante de democracia burguesa ha demostrado en general ser la forma más eficaz y eficiente de gobierno en el capitalismo, ello no ha sido necesariamente consecuencia del ascenso del capital a la posición dominante como motor económico de esas formaciones sociales, sino a dinámicas políticas más amplias y a intentos de largo alcance de hallar formas colectivas de gobernanza que atenúen efectivamente la tensión entre la arbitrariedad potencial del poder autocrático del Estado y el deseo popular de libertad individual.

Luego está el problema siempre presente de qué hacer con los fallos del mercado. Éstos surgen debido a los llamados efectos de externalidad, definidos como costes reales que no quedan registrados (por alguna razón) en el mercado. El campo más obvio es la contaminación, en el que ni empresas ni individuos pagan por los deletéreos efectos en la calidad del aire, el agua y la tierra debidos a sus acciones. Existen otros tipos de externalidades, tanto positivas como negativas, que típicamente exigen una acción colectiva más que individual: el valor de cambio de una vivienda, por ejemplo, está sometido a externalidades, dado que la inversión o desinversión privada en una casa o un barrio determinado tiene un efecto (positivo o negativo) sobre el valor de las vecinas. Una forma de intervención estatal destinada a afrontar problemas de ese tipo es la zonificación del uso del suelo.

La mayoría de la gente acepta la legitimidad de la intervención del Estado u otras instancias de acción colectiva para controlar y regular las actividades que generan fuertes externalidades negativas, aunque ello suponga invadir el terreno de las libertades individuales y los derechos de propiedad privada. La contradicción entre valor de uso y valor de cambio se desborda y tiene profundos efectos sobre las relaciones entre el poder estatal centralizado y el libre ejercicio de los derechos de propiedad privada individuales y descentralizados. La única cuestión interesante al respecto es hasta dónde llegará el Estado y hasta qué punto puede recurrir en su intervención a la coerción más que a la construcción de un consenso (proceso que desgraciadamente implica el cultivo del nacionalismo). En cualquier caso, para ejercer tales funciones el Estado debe tener el monopolio del uso legal de la violencia.

Ese monopolio también se hace explícito en la forma en que el Estado, tanto en sus encarnaciones precapitalistas como en la capitalista, es ante todo una máquina de guerra inmersa en rivalidades geopolíticas y estrategias geoeconómicas en la escena mundial. En el marco de un sistema global interestatal emergente en perpetua evolución, el Estado capitalista persigue ventajas y alianzas diplomáticas, comerciales y económicas para asegurar su propia riqueza y poder (o con mayor precisión, la riqueza, estatus y poder de sus dirigentes y de ciertos sectores de la población), robusteciendo la capacidad de los propietarios de amasar cada vez más riqueza en el territorio en el que residen. Al hacerlo, la guerra –clásicamente definida como la prolongación de la diplomacia por otros medios– se convierte en un instrumento crucial de posicionamiento geopolítico y geoeconómico en el que la acumulación de riqueza, de poder competitivo y de influencia dentro de los límites territoriales del Estado se convierte en un objetivo prioritario.

Pero para librar guerras y comprometerse en tales maniobras, el Estado necesita recursos económicos suficientes. La monetización de sus actividades guerreras está en la raíz de la construcción de lo que los historiadores económicos conocen como Estado fiscal-militar desde el siglo XV en adelante. En el núcleo de ese Estado se sitúa lo que yo llamo el «nexo Estado-finanzas», claramente simbolizado en el caso británico por la alianza entre el aparato estatal, por un lado, y los comerciantes capitalistas de Londres, por otro. Estos últimos financiaron eficazmente la maquinaria bélica del Estado mediante la deuda nacional a cambio de los derechos exclusivos de monopolio y gestión del sistema monetario atribuidos en 1694 al Banco de Inglaterra, que fue el primer banco central del mundo y que se convirtió en modelo para el resto del mundo capitalista.

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