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Publicado el 1 de enero de 2022, 20:17

El obispo Arce y otras
autoridades fascistas de Zamora.

La naturalidad con que el clero asumió la represión desde el primer momento quedó bien reflejada en el Heraldo de Zamora. Nos cuenta Cándido Ruiz que el 17 de agosto se pudo leer un artículo titulado «Un gesto de humildad del Señor Obispo» en el que se contaba que dos días antes el obispo de Zamora, Manuel Arce Ochotorena, en compañía de dos milicianos, se acercó a pie al Cuartel Viriato «a realizar la obra piadosa de ofrecer los auxilios espirituales a unos sentenciados a la última pena». Y seguía: «Este acto de humilde de religiosidad de nuestro Obispo está siendo muy elogiado por cuantas personas lo conocen, y a nosotros nos satisface en hacerlo público por lo que tiene de ejemplar». No sería la única vez.

Ruiz reproduce el testimonio de Pilar Fidalgo Carasa, quien sitúa al obispo el 13 de diciembre de 1936 en la prisión provincial celebrando una misa para los sesenta detenidos que iban a morir esa noche: «Se encontraban, sin duda, bajo el efecto de una noche de torturas, los cuerpos quebrados, su pobre ropa hecha jirones, mártires sangrantes… Y en estas condiciones y en presencia de sus asesinos les confiesa y les exhorta a bien morir». Arce calificó el golpe militar como «un acto de legítima defensa» [107] .

Para el jesuita Juan de la C. Martínez, «como la sana razón pide entre católicos», los condenados a muerte tenían tiempo «para reconciliarse con Dios y disponerse a una digna muerte». Y añadía: «Conozco a muchos sacerdotes que cumplen esta penosa ocupación apostólica» [108] . Es normal que en este ambiente surgieran curas como Miguel Franco Olivares, que no solo hacía ostentación de la camisa azul bajo la sotana sino que se especializó en confesiones y fue el encargado de dar el llamado tiro de gracia a más de uno [109] . Ejemplo para la juventud fascista vallisoletana el jesuita Sisinio Nevares, que partió al frente a confesar [110] .

Por lo general se ignora cómo fue su actuación en tan grave trance, pero sí se sabe de casos donde no atendieron las últimas voluntades de los condenados. Cuando detuvieron al maestro de Pruna (Sevilla), Francisco Ruiz López, este pidió que llamaran al cura Pedro Albarrán para confesarse. Una vez que lo hizo le entregó una sortija para que se la hiciera llegar a su madre en Badajoz. Pero el cura lo que hizo, a la vista de todo el mundo, fue echarla en una hucha para las milicias. Después sacaron al maestro del cuartel y con una multitudinaria comitiva alrededor donde iban muchos chiquillos a un lado y a otro, algunos cantando el «Cara al sol», lo llevaron al cementerio y allí lo mataron [111] .

Otras veces sí les importó no la muerte, que siempre consideraron un«castigo», sino que se guardaran las formas a la hora de matar. Dolores Salas Guerra, joven costurera de la calle San Luis de Sevilla, fue detenida junto a su madre y sus hermanas en la comisaría de la calle Jesús. Junto a ellas estaba también con su hija en brazos la militante socialista Dulce del Moral, que narró de forma estremecedora la forma en que la sacaron de la celda arrastrándola y rompiéndole la ropa mientras su madre y hermanas, agarradas a ella, peleaban con los guardias para que no se la llevaran en medio de un griterío enorme que se escuchaba desde la calle. Al día siguiente se presentó el cura que solía ir a la comisaría para decirle a la madre de Dolores: «No se preocupe. Yo le doy mi palabra a usted de que yo estuve allí y a su hija no la violaron». Tuvo entonces que soportar los gritos de su madre diciéndole en su cara que a ella no le importaba si la habían violado o no, sino por qué la habían matado [112] .

Esa preocupación por las formas produjo una gran actividad de muchos curas en los centros de detención con el objetivo de ganar todas las almas posibles. En esa misma comisaría donde asesinaron a Dolores Salas, los curas ponían especial celo en que los condenados que vivían en pareja se casaran antes de morir. Conocemos el caso del joven de 20 años Cristóbal Florido Miffsut, al que el jesuita Pedro María Ayala casó el 20 de enero de 1937 por palabras de presente con su pareja Carmen Ruiz Barrera, de 17 años, que había tenido un hijo, y teniendo de testigos a los policías Rafael Zugasti y José Carrasco. De esa forma quedó arreglada ante Dios la situación irregular del joven Cristóbal y
unos días después pudo ser asesinado sin problemas en la tapia del cementerio
de Sevilla. Su matrimonio verdadero y legítimo quedó registrado en la iglesia de San Lorenzo aunque, como era usual, no inscribieron su muerte en el libro de defunciones del Registro Civil. Trece años después su mujer consiguió, por fin, que fuera inscrito [113] .

De siempre, la Iglesia había tenido especial preocupación porque la salida de la vida de los condenados a muerte pasara por sus manos. No era nada nuevo y a ello dedicaron muchos esfuerzos. Como decía San Agustín, «es mayor mal que perezca un alma sin bautismo que el hecho de que sean degollados innumerables hombres, aún inocentes», fiel expresión de cómo siempre la Iglesia prefirió implicarse en la forma en que los asesinados abandonaban la vida temporal antes que en la denuncia de la injusticia.

Obispo de Tuy y autoridades
fascistas en Vigo.

Los obispos eran tan conscientes de lo que estaba pasando que incluso en las circulares que enviaban a los párrocos dejaban traslucir la realidad pese a la reserva con la que siempre se condujeron en estas cuestiones. Véanse las instrucciones que según Santos Moro Briz, obispo de Ávila, debían seguirse ante la represión fascista:

Cuando se trate simplemente del caso (¡tan frecuente como lastimoso!…) de aparecer por sorpresa en el campo el cadáver de una persona afecta —al parecer— a la revolución, pero sin que conste oficialmente ni sea notorio que ha sido condenada a muerte por la autoridad legítima, hágase constar simplemente que «apareció su cadáver en el campo… y recibió sepultura eclesiástica», pero guardándose mucho los señores Párrocos de sugerencia alguna que revele al autor o la causa de esa muerte trágica [114] .

 

El obispo de Teruel, Anselmo Polanco Fontecha, estableció cinco causas de muerte: «natural», «asesinado por los revolucionarios», «en el frente de batalla», «fusilado por orden de la autoridad militar cuando esto conste oficialmente o sea notorio» [cursiva en el original] y «apareció su cadáver en el término de esta parroquia» [115] . Esta actitud quedaría finalmente reflejada en la pastoral de Gomá «Sobre el sentido cristiano español de la guerra», de enero de 1937, en la que se lee: «Nos abstenemos en este punto de enjuiciar el complejísimo fenómeno de nuestra guerra de hoy en el orden de la justicia. Ni podríamos, sin intervenir presuntuosamente en los inescrutables juicios de Dios, concretar méritos ni responsabilidades. Aceptamos el hecho tremendo de la guerra en toda su magnitud, y lo enfocamos tan solo en el aspecto de la providencia general de Dios y como factor de ejemplaridad social» [116] . Obsérvese que, al igual que los militares, los obispos distinguían entre «asesinados» (los de derechas) y «fusilados» (los de izquierdas).
¿Y qué decir de los obispos andaluces, como Eustaquio Ilundain Esteban (Sevilla) o Adolfo Pérez Muñoz (Córdoba), entregados en cuerpo y alma al golpe y lanzando loas y lamiendo los talones a vulgares criminales de guerra como Queipo y Cascajo? ¿Cómo olvidar la visita del primero a uno de los centros de reclusión habilitados por los golpistas y su comentario al ver allí, solo a unos metros, al gobernador civil republicano José María Varela Rendueles, quien lo había visitado unas semanas antes? Lo único que dijo fue: «Está un poco más grueso» [117] .

El «quinteto de la muerte»: Cuesta (a la izquierda tras Franco), Franco, Queipo, Ilundain y Carranza (tras el cardenal).

[107] Ruiz González, C., La espiga cortada y el trigo limpio. La comarca de Toro en la II República y el primer franquismo (1931-1945), El Autor, Oñate, Guipúzcoa, 2011, pp. 275 y 313. La opinión del obispo sobre el golpe la tomo del catálogo La guerra civil en Zamora. Imágenes de la vida cotidiana en una ciudad de retaguardia, UNED-Instituto de Estudios Zamoranos, Zamora, 2006, p. 15.

[108] Martínez, Juan de la C., ¿Cruzada o rebelión?, Librería General, Zaragoza, 1938, p. 202.

[109] De Dios Vicente, Laura, «Control y represión en Zamora (1936-1939). La violencia vengadora ejecutada sobre el terreno», en Historia y Comunicación
Social, vol. 7, 2002, p. 61. Debemos la pista de este caso a Paul Preston. Por su parte, María del Mar González de la Peña, en trabajo aún sin publicar, nos pone sobre la pista de dos curas abulenses adictos a las armas y a los tiros de gracia. Uno Redin, jesuita de escopeta al hombro, que rondaba a las víctimas en sus últimos momentos y se encargaba de dar a los familiares sus últimas palabras y objetos, al menos los que no se quedaba para él (hay constancia de que se apropiaba de relojes, dinero…). El otro era don Justo Sánchez, canónigo, quien años más tarde se jactaría ante sus alumnos de sus andanzas nocturnas con los pelotones de fusilamiento y de dar los tiros de gracia a los que no se habían querido confesar.

[110] Berzal de la Rosa, E., Valladolid…, p. 75.

[111] Entrevista de Josefa López Gomero grabada el 23/6/05 y facilitada por José Montaño.

[112] Testimonio de Dulce del Moral Cabezas en entrevista grabada por el profesor Juan Ortiz Villalba el 27/7/85.

[113] Archivo Histórico Provincial de Sevilla, expedientes de inscripción fuera de plazo, n.º 11994.

[114] Álvarez Bolado, Alfonso, Para ganar la guerra, para ganar la paz, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 1995, pp. 80-81. La circular es de 18/11/1936, cuando ya había pasado lo peor.

[115] Ibíd., p. 221.

[116] Ha hablado la Iglesia, Editorial Española, Burgos, 1937, p. 96.

[117] Varela Rendueles, J. M., Rebelión en Sevilla. Memorias de su Gobernador rebelde, Ayuntamiento de Sevilla, 1982, p. 62.

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