Habitualmente se dice que el fenómeno electoral es el principal rasgo característico de la democracia, como si la democracia consistiera casi exclusivamente en la celebración periódica de elecciones. Sin embargo, una sucinta revisión de la historia del siglo XX y mirada a la actualidad demuestran que eso no es exactamente así. Porque pueden existir regímenes políticos con procesos electorales, y hasta celebrados con regularidad, sin que por ello se pueda hablar de que haya democracia. El sistema soviético o el nazi, mantuvieron procesos electorales, en el vecino Portugal, la Dictadura de Oliveira Salazar (1926-1974) también celebraba elecciones presidenciales cada siete años, que siempre ganaba Oliveira Salazar.
Y es que los procesos electorales, cuando no existe la libertad y cuando los derechos individuales no están garantizados, sólo sirven para revestir de legitimidad a formas de despotismo y tiranía que, en ocasiones, son terribles. Los regímenes partitocráticos dominantes en la Europa actual, de los que la Monarquía española es un caso singular entre otros varios, también han establecido su legitimación y su predominio, mediante el recurso sistemático a procesos electorales, si bien falseados y trucados por ausencia de libertad.
En la democracia, las elecciones se han configurado como el medio adecuado para la consecución de dos finalidades:
1º.- Para el nombramiento de los gobernantes, sobre la base de que la mayoría
debe gobernar
Así, la forma de determinar la mayoría que ha de gobernar en cada ocasión, sea en el ámbito nacional o en el municipal, se dilucida en procesos electorales. En este caso, el del nombramiento de los gobernantes, nos encontramos con lo que se ha denominado en la teoría política el Principio Electivo del Gobierno, que es el más idóneo para que la ciudadanía designe a la persona que ha de ejercer la función ejecutiva de gobierno en el Estado, en una Democracia.
2º.- Para determinar la representación de los ciudadanos en las instituciones
En Democracia, ha de ser la ciudadanía la que elija de modo personal y directo a sus representantes, en los consistorios y en los parlamentos. En este caso, el del nombramiento de los representantes de los ciudadanos, nos encontramos ante lo que se llama el Principio Representativo, por el que se instituye un colegio de legisladores y de controladores del poder ejecutivo, o por el que se designa un consistorio municipal para la representación de los ciudadanos en los ayuntamientos y el control del gobierno municipal.
Pero el hecho de que en ambos casos el medio utilizado sea la realización de procesos electorales, no significa que se trate de uno y el mismo tipo de elección. En realidad ambos procesos son procesos heterogéneos, con objetivos distintos y sometidos a principios claramente diferenciados. En uno se decide quien deba gobernar y en el otro quien debe dictar las normas y controlar los actos del gobierno. Se trata, pues, de dos tipos de procesos electorales diferentes que responden a bases y a finalidades diferentes.
En Democracia, la elección directa del jefe del poder ejecutivo por los ciudadanos es una consecuencia directa de la libertad, en tanto que capacidad para nombrar y deponer a sus gobernantes. Por el contrario, la elección directa de representantes de los ciudadanos en los órganos Parlamentarios del Estado responde a la necesidad de que la sociedad civil esté representada en las instituciones, a efectos de asegurar la base de la legitimidad de la obediencia a las leyes, y para asegurar la existencia de un control efectivo sobre los actos del poder ejecutivo. La legitimidad de las leyes deriva de que sean elaboradas por los representantes de los ciudadanos, y el control político sobre el gobierno sólo se puede ejercer desde instancias independientes del poder ejecutivo.
La tradición democrática que inauguró la Constitución de los Estados Unidos de
América, de 1787, estableció de modo claro y separado ambos procesos electorales: la elección del gobernante es una y diferenciada de la elección de los representantes de la ciudadanía en el Congreso, aunque ambas puedan celebrarse el mismo día.
Por el contrario, la tradición del liberalismo doctrinario, por razones históricamente conocidas, que apuntan más al afán en limitar el despotismo que al deseo de establecer la libertad, mezcló ambos procesos electorales para eludir la democracia, mediante la creación de los llamados regímenes parlamentarios, en los que los ciudadanos eligen un Parlamento que, a su vez, designa al gobierno, como sucede en Inglaterra. De ese modo, en una única elección, se decide la representación de los ciudadanos y la jefatura del gobierno.
Posteriormente, las modernas partitocracias, con el propósito de eludir la libertad y sus consecuencias, han buscado y conseguido mezclar ambos tipos de procesos electorales hasta hacerlos indistinguibles uno del otro. Para ello se ha utilizando como medio privilegiado los llamados sistemas electorales proporcionales.
Los sistemas electorales proporcionales son esos en los que los elegibles dejan de ser candidatos que se presentan personalmente ante el electorado. En los sistemas proporcionales lo que es susceptible de ser votado, son las listas de candidatos elaboradas por los diversos partidos contendientes, que se presentan a votación ante los electores. El elector, en esas condiciones, pierde su carácter de “representado” para pasar a ser mero refrendador de la designación efectuada previamente por cada partido al confeccionar su lista respectiva. El votante deja de ser el representado, pues el representado es el partido político.
Estos sistemas, al actuar de ese modo, no se plantean ni tan siquiera la necesidad de establecer la representación de la sociedad civil, de la ciudadanía, en las instituciones. Se plantean exclusivamente cómo asegurar que los grupos oligárquicos que encabezan los partidos políticos tengan garantizada su respectiva cuota de poder en el Estado. Para lograrlo, sin perder la cara ante la opinión pública, han modificado la idea del principio representativo hasta hacerlo prácticamente irreconocible, y han establecido presupuestos contrarios a la representación de los ciudadanos.
De este modo, la utilización de los sistemas proporcionales en sistema pretendidamente democráticos, ha determinado las siguientes perversiones conceptuales y de hecho que desnaturalizan completamente la democracia:
1) Frente al principio democrático que exige la representación de los ciudadanos en las instituciones, los sistemas proporcionales desplazan el centro desde la ciudadanía hacia los partidos, ya que proponen que lo fundamental está en asegurar la representación de los partidos, con lo que se esfuma el principio representativo que dicen encarnar “mejor”, pues los ciudadanos se quedan sin representantes. El elegido es representante del partido, no de los ciudadanos.
2) Frente al candidato a representante que, en la democracia, ha de lograr el voto para sí en cada distrito mediante una relación directa y personal con los electores a los que ha de representar, los sistemas proporcionales proponen las listas de candidatos elaboradas por cada partido, con lo que el electo queda completamente separado del elector quien ni siquiera lo conoce la mayor parte de las veces. El electo queda, así, sólo en relación con el jefe del partido que le incluyó en la correspondiente lista electoral y, así, sólo servirá y obedecerá a ese jefe.
3) Frente a la relación personal y directa de confianza y de responsabilidad entre el elector y el elegido, propia de la democracia, con el sistema proporcional se pasa a establecer, entre electores y electos, una relación difusa e impersonal, de adhesión incondicionada del votante al ideario que, genéricamente, dice representar el partido votado, aunque frecuentemente el partido, dada su naturaleza jerárquica y no democrática, traicione y degrade dicho ideario.
La elección mediante sistemas proporcionales deja sin la legitimidad de la representación de la sociedad civil a los diputados de los parlamentos, pues estos ya no representan a los ciudadanos, sino a los partidos. De ese modo, el voto se convierte en un rito, en un puro formalismo residual, que se utiliza para decidir qué fracción de la oligarquía partidaria va ejercer su dictadura durante un determinado periodo. El principio representativo queda totalmente destruido y desaparece del Parlamento la representación de la ciudadanía, reemplazada por la representación de los partidos.
Además, y en razón de la subsiguiente elección parlamentaria del gobierno, la sumisión obtenida lograda a favor del jefe del partido de los integrantes de la lista partidaria que salieron elegidos, asegura al jefe del partido correspondiente la completa obediencia de los diputados, instaurándose de ese modo un tipo de “mandato imperativo” de nuevo cuño, pues el electo deberá plegarse a todas las órdenes de su jefe de partido si quiere mantenerse en el cargo.
Y también, en esas condiciones, el diputado deja de tener posibilidades reales para ejercer una labor legislativa independiente, centrada en la defensa de los intereses de sus electores y deja de tener facultades para poder ejercer la labor de control político sobre los gobernantes. Con ello se agrava el problema de la ausencia de representación ciudadana en los órganos legislativos y de control.
En suma, el sistema de elección proporcional, además de todas las críticas que se han esbozado y que se resumen en que no es representativo de los electores, tiene una última nota negativa más que debe resaltarse. Y es que el sistema proporcional dificulta extraordinariamente al elector distinguir cuales son sus intereses reales y qué partido los va a defender mejor, en razón de la relación de adhesión genérica establecida entre el votante y el partido al que otorga su voto. La identificación es de orden sentimental, puramente ideológica en el sentido de “ideología” como falsa conciencia. Si el elector es conservador, tenderá a votar opciones que lleven la etiqueta “conservador”, si es socialista tenderá a votar opciones que lleven la etiqueta “socialista”, con independencia de luego esos conservadores o esos socialistas a los que votan se comporten de un modo acorde con los principios que dicen representar, o no.
(*) Se recomienda a los lectores de este texto la consulta del libro “Frente a la Gran Mentira”, de Antonio García-Trevijano, especialmente los textos contenidos en el Capítulo I, titulado Esto no es Democracia, y muy particularmente las páginas 27 a 42.
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