Tal síntesis es típica en la actitud a la defensiva del interlocutor acorralado que no le queda más remedio que reconocer la existencia en nuestro sistema partitocrático de un déficit democrático real manifestado en síntomas evidentes que identifica fácil e incluso instintivamente, tales como la imposible representación ciudadana a través del sistema actual de listas o la inaceptable suprarepresentación que la elección proporcional otorga a los partidos de corte nacionalista.
En tal situación, la respuesta al problema, en lugar de la aceptación intelectual de la necesidad de emprender las reformas constitucionales destinadas a sustituir la actual oligarquía de partidos y sus instrumentos por una verdadera democracia, suelen ser dos: El cambio del sistema de listas cerradas y bloqueadas por otro de listas abiertas, y la instauración de elecciones primarias dentro de los partidos.
Ambas soluciones, sin embargo, no solventan el problema del control ciudadano sobre el representante, ya que, en ambos casos, y aún aplicadas ambas medidas conjuntamente, no resuelven el problema de la representación y responsabilidad del elegido frente al elector, resultando que, en cualquier caso, para ser elegido, habría forzosamente que pertenecer a la lista de un partido concreto.
Efectivamente, para poder ser elegido, el partido, verdadero y único sujeto de la acción política, seguiría diseñando el “menú” de elegidos a incluir en dichas listas a través de sus cúpulas, por lo que la separación entre la sociedad civil y política se mantendría de igual forma que en el actual sistema de listas cerradas, ya que el poder último, la mal llamada “soberanía”, residiría en última instancia en el partido y no en el ciudadano. Exactamente igual que ahora.
Si merece explicación tal razonamiento a gente inocente, de buena fe, que equivocadamente ve en las listas abiertas la solución al déficit democrático, más fácil resulta la destrucción de la tesis que propone como alternativa la elección primaria dentro del partido, por gruesa y torpe cuando no interesada, ya que tal postura supone expreso reconocimiento de que el sujeto político sea el propio partido y no el ciudadano, que únicamente puede ejercer la acción política a través de aquel, quedando de nuevo a merced de una clase política generada por la oligarquía de partidos, donde la promoción dentro y fuera del grupo partitocrático se consigue con instrumentos tan característicos como el servilismo y el pactismo.
Ello no viene a significar la maldad intrínseca de los partidos políticos, cuya utilidad vehicular de las ideas y aspiraciones ciudadanas es evidente y asumida por cualquier demócrata, sino que lo sancionable es su posición como titulares del monopolio de la política insertándose en el estado como verdaderos órganos administrativos gestores de la “cosa política”.
La oligarquía de partidos, ya sea con listas abiertas o cerradas, con primarias en los partidos o sin ellas, se caracteriza por la configuración del partido como tentáculo del estado que establece su relación con el ciudadano de arriba hacia abajo, saliendo del Estado hacia el ciudadano y no al revés como verdadera asociación ciudadana de orden político destinada a proponer una determinada acción de gobierno que es precisamente su función.
El carácter cuasi-administrativo de los partidos en el régimen partitocrático queda de manifiesto en otros aspectos sintomáticos como es la subvención estatal, pesebre perpetuo y premio a su papel en el sistema que instituye (de Institución) a los partidos en el mayor enemigo de las aspiraciones democráticas de los ciudadanos, que ven como aquellas siglas que han votado son diferentes en el poder que fuera de él, produciéndose la quiebra entre la sociedad civil y la sociedad política.
Pero como al principio señalaba, lo cierto es que la síntesis que aquí se ataca no es más que un ejercicio de defensa propia de los partitócratas, que así reconocen prima facie la existencia de un déficit democrático en España como problema cierto y tangible.
Y una sociedad que se proclame avanzada plantea los problemas sólo cuando los pueden afrontar y resolver. Hoy la sociedad se plantea a diario como problema la situación política española y su déficit democrático, situación que es fácilmente reconvertible desde el mismo momento en que asumamos que no es sino la culminación del proceso de Transición que supuso el pacto entre el franquismo, legitimado por unas elecciones sin libertad, y la admisión de los partidos políticos entonces ilegales.
Este pacto queda reflejado en la Constitución de 1978, donde se elimina la separación de poderes, los partidos políticos se constituyen en los únicos agentes políticos y se separa radicalmente la sociedad civil de la sociedad política, concediéndosenos todas las libertades (reunión, expresión...) pero negándosenos la más importante: la libertad política de elegir, controlar y deponer democráticamente a nuestros legisladores y gobernantes.
Es por ello que las libertades existentes pueden ser utilizadas para todo menos para constituir y renovar el poder político del Estado o para controlarlo. Todo este sistema político nacido del pacto entre franquistas y partidos de la oposición, exponente máximo del oportunismo social de una generación, necesita como otro instrumento para mantenerse, además de los referidos (servilismo y pactismo) a la corrupción.
Lejos de listas abiertas (al fin y al cabo, listas) y elecciones primarias en el seno de los partidos (como sociedad política cerrada y separada de la sociedad civil), la única solución para acabar con el déficit democrático es la reforma de la Constitución para eliminar el criterio de representación proporcional (Art. 68.3) en las elecciones generales y locales, paso decisivo para llegar a la Democracia en España.
Y es que, la aplicación del criterio de proporcionalidad a las listas que se presentan en cada una de las circunscripciones hace que los “representantes” elegidos por los ciudadanos no sean más que delegados de los partidos que han elaborado esas listas, basadas en la sumisión a la cúpula del partido y no en la defensa de los intereses de los electores.
El actual sistema electoral convierte al elector en espectador pasivo e impotente ante el pacto y mercadeo de escaños y concejales, elementos fundamentales para la formación de mayorías. La representación deja de existir porque el sujeto del poder político es el partido y no el elector. El “representante” no es responsable ante el elector sino ante la máquina partidista a la que obedece servilmente para repetir en la próxima lista electoral.
La implantación de un sistema mayoritario de distrito uninominal haría que los elegidos fueran verdaderos representantes de los ciudadanos. Éstos, elegirían a un solo candidato, incluido o no en un partido, por cada uno de los distritos electorales en los que fuera divido el territorio por razón de su densidad de población. Así, la Asamblea quedaría formada por la reunión de los representantes elegidos por cada distrito electoral.
Sólo con un sistema mayoritario uninominal los ciudadanos podemos obtener representantes libres de todo mandato imperativo y de toda imposición partidista. La responsabilidad de los representantes sería directamente ante los electores y solamente a éstos correspondería premiar o castigar su actuación política no solo cada cuatro años, sino durante toda la vigencia del mandato al poder revocar cada distrito a su representante en el curso de la legislatura a través del sistema de remoción electoral, si defrauda a las expectativas que le elevaron a la Asamblea.
La posibilidad de exigir responsabilidades no se circunscribiría a la mayoría ya que la minoría tendría un papel fundamental como es el de controlar a aquella, siendo su fuerza suficiente para poner en marcha todo tipo de mecanismos de control. Se daría así una auténtica responsabilidad entre el elector y SU representante.
Por otro lado, supone una ventaja adicional aunque no por ello menos importante, resultante de la supresión de las actuales discordancias entre el número de votos obtenidos y el efectivo equilibrio de poderes, que actualmente favorece un papel excesiva y peligrosamente preponderante a los partidos de tendencia nacionalista que ven como con obtener una cantidad de votos en el territorio de su influencia obtienen un escaño mientras que los partidos de ámbito nacional precisan para ello una cantidad superior. Todo ello se ve superado en el sistema uninominal y mayoritario en el que la votación por distrito electoral otorga una situación de igualdad a todos los ciudadanos independientemente de la localidad o provincia donde se hallen.
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