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Publicado el 9 de enero de 2022, 21:59

—Si no vencemos, la Iglesia, mi Iglesia, poderosa y universal, desaparecerá. Tú y yo nos convertiremos en predicadores mendicantes y acabaremos por contentarnos con el rescate de un prisionero cristiano en manos sarracenas. No. Sería el fin.

—Quizá no sea más que nuestro fin, Lotario.

—Pero has visto lo que ocurrió dos siglos atrás cuando un error llevó a Roma, a la guía de la Iglesia, a vuestro humilde Gerberto de Aurillac, el papa Silvestre II. Prácticamente había perfeccionado el mecanismo perverso que calculaba el tiempo… Con agua. ¿Qué habría ocurrido si lo hubiese conseguido? Que cada país habría tenido su propio sistema de medición. Ninguna ciudad, ningún pueblo, necesitaría nuestras campanas, con las que se regulan las costumbres, la vida y la fe. Alrededor de Gerberto se apiñaban estudiantes que procedían de todas las partes de la cristiandad. A sus disputas y alocuciones acudían siempre multitudes considerables. Jamás se había visto un florecimiento intelectual y artístico como aquél. Había aprendido matemáticas con los infieles y había comenzado a difundir las cifras arábigas. Y Dios quiso que desconociese el cero. ¡No tenía conciencia de la enorme fuerza del conocimiento! Por eso se creó la leyenda que lo suponía un mago y un hereje. La Divina Providencia hizo que su pontificado durase apenas cuatro años, tras los cuales se dio un gran impulso a las obras litúrgicas con las que se apagó el fuego que había encendido de modo tan incauto.

Arnauld abrió los ojos:

—La que tú llamas Divina Providencia, en el caso de Silvestre II, fue Estefanía, cuya mano vertió el veneno, aunque creo que más vale no seguir por ahí. A ti te corresponde, Lotario, decidir y escoger si deseas que el futuro quede en manos de Juan de Mata o bien en las de Domingo de Guzmán. O la esperanza o la certeza. El amor o el terror. Nuestro fin o nuestro imperio. Las matemáticas o la teología.

—Sabes que los tiempos que nos toca vivir y la gravedad de las circunstancias no me permiten tomar otro camino. Credere iubemur, discutere prohibemur. Se nos ha mandado creer y prohibido discutir. No puedo conceder libertad alguna al pensamiento humano.

—Me hago cargo. Se trata de tu imperio. Y tuya será la decisión. Estoy preparado para colocarme a la cabeza de un ejército —su cicatriz volvió a agitarse.

El papa escuchaba sin expresar ninguna emoción. Sus ojos claros eran impenetrables. Apenas los movía, al igual que las pestañas. Su voz débil y clara rompió el silencio.

—Al sentarme en el trono de Pedro he recibido el poder de abatir, dispersar, destruir, eliminar, edificar y plantar, pero no puedo declarar una guerra y proclamar una cruzada sin que ocurra nada grave.

La voz cavernosa pareció consagrar aquella atmósfera tan grave lograda durante aquellos instantes de silencio sepulcral:

—Ocurrirá.

El papa cerró las manos y se acarició el grueso anillo con la piedra roja. Volvió a posar los dedos sobre los brazos del asiento. Pero no dijo nada.

La voz cavernosa continuó sin mostrar ningún viso de emoción:

—Lotario, las guerras siempre han necesitado mártires. Aunque se haya vertido mucha sangre inocente entre el bando adversario. Por ejemplo, hace unos treinta años, en Reims, el arzobispo de la ciudad y algunos clérigos paseaban por el campo. Uno de ellos, un tal Gervais Tilbury, vio a una bellísima joven, Rémoise, que estaba trabajando en la viña. El sacerdote se le acercó y, entre galanterías, comenzó a acariciarla, intentando tener comercio carnal allí mismo, entre los racimos de uva. La joven, atemorizada y sin apenas atreverse a mirarle a la cara, le respondió que no podía entregársele. «Si pierdo la virginidad —le dijo—, mi cuerpo estará tan corrompido que me precipitaré sin remedio hacia la condenación eterna». El clérigo, molesto al verse rechazado, la llevó a empellones ante el arzobispo. ¡La joven Rémoise actuaba como una hereje! ¡Sus palabras revelaban el veneno de la herejía! La doncella fue enviada a la hoguera y quemada viva mientras oraba a Dios.

La mirada del papa se volvió más sombría, aunque no tardó en desvanecerse gracias a la nitidez de su voz:

—A su Dios.

La voz sepulcral de Arnauld añadió, lacónica:
—Cierto. Su Dios.
—Mi fiel Arnauld, no tenemos otra opción.

—No, Lotario, ninguna. Como decía aquel pagano tan simpático, simul fiare sorbereque haudfacile est: no se puede beber y silbar a la vez.

El papa pareció acordarse de algo.

—¿Quién dijo eso?
—Titus Mauccius Plautus. Plauto. ¿Por qué?
—He recordado que debo hacerte otro encargo. ¿Llevas contigo las dos llaves del abad Rainiero?

Poco a poco me di cuenta del horror de sus palabras. En mi interior se había desencadenado un furor desconocido. Con el cuerpo completamente entumecido —se me había dormido el brazo—, no me atreví a hacer ni el más mínimo movimiento. Pero al mencionar a Plauto, se me avivó la mente. Me di cuenta de que estaban abriendo el dichoso armario. El papa se volvió al hombre de cabellos rojos:

—Mira, Arnauld. Aquí se encuentra destilada toda la ciencia profana, el saber que puede poner en peligro el futuro de nuestro reino.

Sacó tres libros del armario.
—¿Es posible que sean tan importantes, Lotario? —tronó la voz cavernosa.

—Tus cátaros no valen nada en comparación. Aquí hay tanto de aquel saber, que podría cambiar el curso de la historia. Te los entrego para que los dejes personalmente en manos del hermano Elias.

—De acuerdo, aunque no siento mucha simpatía por él —dijo Arnauld mientras intentaba echar una ojeada a los textos—. Disculpa mi ignorancia pero, si son tan revolucionarios, ¿no sería mejor destruirlos?

El papa observó a Arnauld con una mirada cargada de conmiseración:
—Nunca hay que deshacerse de la ciencia. Debe ser estudiada, asimilada, conocida y celosamente conservada. También hay que acrecentarla, aunque sólo cuándo, cómo, dónde y a quien se lo indiquemos. Y sólo si permite conservar un reino tan inmenso. Por el bien de la humanidad. Por los siglos de los siglos.

—Amén —dijo Arnauld, mientras continuaba hurgando en los libros.
En vista de aquella curiosidad, el papa añadió:

—Se trata de tres textos en apariencia corrientes. ¿Ves? Cartas de un desconocido Teofilato Simocata… pero con algo al final. ¿Comprendes? Sí, está en griego y no puedes entenderlo. ¿Ves este otro? Comedias de Plauto. Pero fíjate, al final. Sí, estas páginas también están en griego. Y observa este otro. Siempre Plauto.

En aquel momento se oyó un ruido y, poco después, entró el abad Rainiero, que se dirigía hacia los dos para avisarles de que se había servido la comida. Al ver los libros, se dio ánimo:

—Disculpadme, Santidad. ¿Ha ocurrido algo? Yo mismo me encargué de esas páginas en griego hace años. Las extraje de aquel precioso palimpsesto del Antiguo Testamento y las coloqué en este otro manuscrito de Plauto, rescatado de la destrucción del museo del cardenal Orsini, tal como vos me sugeristeis, si bien éste es un poco más pequeño. El palimpsesto lo conservo en la biblioteca de San Anastasio, en Roma. Santidad…

El papa miró primero a Arnauld, quien —aún con la curiosidad reflejada en su rostro— no parecía querer inmiscuirse. Después, muy serio, se volvió hacia el abad alargándole un pequeño manuscrito que había mantenido a su lado desde el comienzo de la conversación. El abad Rainiero lo tomó para examinarlo.

—Es un pequeño tratado de matemática… Sobre las nuevas cifras, creo.
¿Hay algo que no va bien, Santidad? No acierto a comprender…

—Pues deberíais. Ya que tenéis tanta amistad con el joven y valiente matemático pisano, aquel Leonardo, autor del Liber abad, un libro muy parecido a éste. Realmente, ¿no encontráis nada extraño en este texto?

No, Santidad. Mi pequeño ábaco no es más que un librito de números…

—¿Y el autor? ¿Ni siquiera lo conocéis?
—Jordanus… Jordanus da Nemore —alzó la vista del manuscrito; su mirada era temerosa—. No, Santidad.

En aquel momento sentí que el corazón me estallaba. ¡Los poderes del infierno se rebelaban contra mí! Me pareció que la toba de la torre ya no podría refrenar el calor. La emoción y el miedo me inflamaban. Hacía esfuerzos por mantenerme en calma, pero temblaba.

El papa continuó:
—Hermano Rainiero: Nemore se refiere a Nemi. ¿Me equivoco? Nemore, Nemus, del Bosque Sacro. ¿Quién es Giordano del Bosque Sacro? ¿Quién es Giordano de Nemi? El análisis matemático de este libro procede con absoluta certeza de este texto de Plauto. ¿Como puede ser, si nadie lo ha abierto salvo vos? ¿Hay en Nemi alguien que se llame Giordano, que sea letrado y pueda haber accedido libremente a estos libros? Hermano Rainiero, sed sincero.

El abad había palidecido. Yo sudaba y temblaba.

—Sí, Santidad. Un joven lego que, en compañía del viejo Girolamo, vive aquí todo el año y colabora en las labores del castillo, trabaja en el campo, prepara pergaminos, carda la lana… Se llama Giordano. Pero ambos son analfabetos y apenas hablan la lengua del vulgo. No puede ser él, Santidad, ¡no puede!

—Pero este libro de Giordano del Bosque Sacro, o de Nemi, como quiera llamarse… Este precioso y raro Pequeño ábaco no fue adquirido en ninguna judería de Roma, sino que fue vendido en Ostia, a nuestro amigo Leonardo, hijo de Bonaccio, hace unos siete años, por un jovenzuelo que utilizaba el ábaco como vos las Santas Escrituras. Era de complexión ágil, de breve estatura y con una espesa cabellera negra y rizada.

Al escuchar estas últimas palabras, el abad pareció desmayarse mientras yo intentaba hacerme aún más pequeño, sin respirar.

—Santidad, debo ser sincero. En una ocasión, sólo una, os lo prometo, el abad Bernardo y yo, hace bastantes años, ordenamos al viejo lego Girolamo que limpiase este armario… y lo dejamos a solas durante un rato.

—Deseo creeros. Sin embargo, haced llamar a este joven. Quiero hablar con él. Y traedme también al viejo Girolamo.

—Pero, Santidad, la comida…
—Luego, luego. Esto es mucho más importante. Id… id… Y en el futuro sed más astuto. Vuestra manía por la erudición os lleva a consultar todos los textos que hay aquí cuando queréis, pero tan inmenso saber debe quedarse en vuestra persona. No se puede dejar en manos de cualquiera. Y menos a un laico como Leonardo. ¿Me comprendéis?

—Santidad, estoy seguro de que el Liber abad del pisano es una obra completamente original, pues ha viajado por Egipto, Grecia y Siria… donde ha aprendido matemáticas con los infieles. Por otra parte, si deseáis lo mejor de la ciencia sólo para vos, debéis contar a vuestro lado con alguien que entienda. Y, con toda humildad, me juego el alma para que nuestra, y vuestra, biblioteca sea prestigiosa. De todos modos, no temáis. El joven pisano y sus conciudadanos no cambiarán el mundo. Como mucho, mejorarán la contabilidad de sus negocios. Podéis estar seguro de que no buscarán otras aplicaciones.

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