76-81 Capítulo IV

Publicado el 15 de enero de 2022, 21:43

—Ojalá sea así, hermano Rainiero.
Temblaba. Tampoco podía dejar de pensar en Girolamo. Y continuaba sudando, buscando el mejor lugar para esconderme entre los libros. Pareció transcurrir una eternidad hasta que volví a escuchar al abad Rainiero:
—No encuentran a ninguno de los dos, Santidad. A ninguno de los dos…
En aquel momento se oyó el gorjeo.
No pude verlo, aunque seguramente se trataba de un gorrioncillo. Había entrado por la rendija que había al lado del nicho donde me encontraba. Intenté estirar una pierna para cazarlo o, al menos, rozarlo. Pero sólo conseguí que piase más fuerte. No me atrevía a mirar. Después oí al abad Rainiero:
—Debe de ser un gorrión, Santidad. Tal vez se haya colado por una de las grietas de la torre. Las cornejas suelen refugiarse en ellas.
—¿No puede liberársele?
—Por supuesto, Santidad. Estará dentro de un mueble. Lo haremos después de vuestra partida. No temáis.
Estaban a punto de marcharse cuando el papa se detuvo.
—No, hermano Rainiero. Hemos de liberarlo ahora. ¡Al menos habremos hecho hoy una buena obra!
El pajarillo continuaba piando. Cada vez lo hacía con más fuerza y yo me daba por perdido. Oí cómo se acercaban. Las fuertes manos de Arnauld Amaury apartaron el mueble. Por un instante, sólo pude ver su cicatriz en forma de cruz al lado de la boca. Desplazó el mueble aún más.
También me encontré con los ojos claros y fríos.
Todos se quedaron paralizados por la sorpresa. Poco después, el abad Rainiero exclamó:
—¡Giordano!

Fue como si me hubiese dado una orden. Me lancé al cuello de Arnauld. Apenas pude escuchar su grito sofocado mientras volaba por las escaleras. La voz cavernosa volvió a tronar. Salté por una ventana del primer piso y comencé a correr por el tejado, a lo largo de las almenas. Volaba, saltaba, me lancé al vacío. Al final, pude llegar a la parte posterior del castillo, a poniente. Me deslicé entre dos bastiones. Apenas tuve tiempo de ver cómo el viejo ponía en práctica cuanto le había dicho. Y volé para caer sobre el grueso lecho de heno. Tras un matorral encontré a Girolamo:
—Ten. Un cuchillo y un poco de comida. ¡Vete! ¡No te hagas el héroe!
¡Que Dios te proteja! —Y me dio una pequeña alforja.
Me despedí mientras corría por el sendero hacia el espejo de Diana. No sé cuántas veces me caí. Me pareció oír gritos a mis espaldas. Pero no me detuve ni por un momento. Corría cerca del lago. Llegué a la desembocadura del afluente que atravesaba la montaña hasta dar en el valle.
Tan sólo cuando me hube adentrado en la oscuridad del canal subterráneo me paré para recuperar el aliento. Me puse de nuevo en marcha, entrevi una
débil claridad y, finalmente, la luz del sol me indicó el final del pasadizo.

 

Capítulo IV

«Dado un número abe, se divide en dos partes, a saber: ab y c. El producto de ab y c es d, y el cuadrado de abc, e. El cuádruplo de d es f y g sea el resultado de la resta de f y e. Entonces, g es el cuadrado de la diferencia entre ab y c sea h la raíz cuadrada de g. En tal caso, h es la diferencia entre ab y c. Puesto que conocemos h, pueden determinarse c y ab».

Había releído en voz alta mientras gesticulaba, en un intento de fijar en el aire, con una mano, conceptos que había comprendido pero que no acertaba a expresar con claridad en el pergamino. Dejé el cálamo sobre la mesa y tomé los Elementos, traducidos del griego al árabe —y del árabe al latín— gracias a los hábiles traductores judíos de Toledo. Se trataba de un ejemplar de mi amo, judío también y amante de las ciencias.

Si las traducciones eran realmente fieles al original, el propio Euclides se había encontrado con las mismas dificultades que yo, sobre todo en lo que se refiere al uso de las letras. Tenía el libro inclinado para recibir toda la claridad de la luz. Hojeaba y releía algunas páginas. En mi mente las letras y los segmentos se materializaban con nitidez. Los ponía sobre la mesa, tomaba mí De numeris datis… y al final sucedía el mismo fenómeno. Sin embargo, no estaba satisfecho por completo.

Acostumbrado desde que era chico a interpretar, analizar y transformar conceptos matemáticos y geométricos, yo me entendía, pero no escribía aquel libro para mí. Debía ser comprensible para todo el mundo. Mis conocimientos elementales de matemática buscaban nuevos caminos. Cuando completé la Aritmética, estaba convencido de haber realizado una obra importante. Al utilizar letras en lugar de cifras, podía fijar conceptos generales y formular teoremas algebraicos. Era plenamente consciente de la importancia que tenía el hecho de definir y establecer lo que significaba una cantidad o, por lo menos, una de las tantas cantidades que, variando, formaba el conjunto de un elemento… Mi amo me había permitido consultar también el texto de Mohamed ben Musa, si bien no había encontrado allí ninguna respuesta a mis muchas preguntas. Apreciaba su obra, tan clara, aunque era sólo una exposición ordenada de nociones que ya conocía, como las ecuaciones cuadráticas. Sabía que el simbolismo habría podido llevar a grandes metas, pero mi mente era como un laberinto en llamas, un dédalo de luces, aunque de altos y gruesos muros. Seguía una pista y otra y otra más… pero nunca conseguía encontrar la estela luminosa que me llevase al final de la galería.
Las letras de la página que tenía bajo los ojos se fundieron hasta convertirse en una mancha oscura. Mi mente se abismó en el recuerdo de la huida. El valle Aricina, la carrera desenfrenada hacia poniente, el sol que se reflejaba en el mar, incendiándolo de rojo, la noche sobre aquella arena que conservaba el calor del día y, después, el alba, el cielo límpido, Ostia, la galera que se dirigía a Génova y, desde allí, a Marsella para cargar y descargar mercancías. Y, por fin, Arles. Mi temor de enfrentarme con un mundo desconocido y una lengua distinta. Mi carrera para salir del bosque al aproximarse el ocaso. Unirme a un grupo de peregrinos que más semejaban una pequeña banda de maleantes. Vivir de las limosnas. Ponerme en marcha siempre al lado de clérigos errantes, monjes viajeros, campesinos, vagabundos y mendigos de la más diversa procedencia. Las noches pasadas siempre bajo el cielo en compañía de grupos de peregrinos. Rezar con ellos para no quedarme solo. El temor que se apoderaba de mí cuando se aproximaba un caballo o una carroza. La angustia de ser siempre perseguido. El recuerdo de la voz cavernosa de Arnauld.
Béziers… El río Orb… La vista de la catedral de Saint Nazaire… El trabajo en el molino… El encuentro con Yolanda.
Los oscuros trazos de los recuerdos se disiparon. La mancha que tenía bajo los ojos volvió a la página escrita. Añadí un poco de aceite de linaza a la candela, casi seca. En el hogar ardía un madero que daba un poco de calor a la pequeña y fría estancia. El humo lo engullía una enorme chimenea, completamente ennegrecida, por donde resonaba el ulular del viento.

Yolanda bordaba al lado del fuego. Los cabellos castaños ondulados, partidos con una raya en medio y anudados en la nuca, descendían en una perezosa cascada sobre sus delicados hombros. Tenía los ojos fijos en la labor. Sus mejillas, con sendos hoyuelos, parecían arder por la cercanía del fuego. Sus labios rojos apenas estaban entreabiertos. Un indefinible halo de dulzura emanaba de su joven figura.

Había insistido en que yo fuese a la ciudad de Béziers para trabajar con su
amo cuando se dio cuenta, en el molino, de que se me daban bien las cuentas y los números.

Verás —me dijo—, verás que bueno es mi amo. Se llama Simón. Es comerciante. Judío, pero muy bueno. Es sobrino de Salomón Chalphata y de José, hijo del rabino Nataniel. Necesita alguien que sepa de cuentas. Tendrás un techo y mucha comida. Verás cómo te gusta.
Y así fue. Hacía ya cinco meses que era el fámulo y el contable del amo de Yolanda. Me encargaba un poco de todo pero, en compensación, volvía a disfrutar de un techo y de un poco de tiempo para dedicarme a mis números. Cuando nuestro amo no nos necesitaba, permanecíamos en aquella habitacioncilla, donde Yolanda me había enseñado el occitano, si bien le sorprendía que a un catalán de Barcelona —de tal guisa me había presentado— le costase tanto. En aquel refugio intentaba ahogar tanta rabia y dolor.
Dolor por Girolamo, mi viejo. Rabia por aquel pajarillo. Y desesperación por haber fracasado en la tarea encomendádame por Aser. De ahora en adelante, si quería recuperar aquellos libros, debía ser más paciente y, sobre todo, prudente. Pero ¿cómo? ¿Cómo entrar en la biblioteca de la abadía de Cîteaux? ¿Cómo evitar que asesinasen a Pierre de Castelnau? ¿Cómo evitar aquella guerra ya decidida desde hacía tantos años? Me encontraba solo y en un país extranjero. Pero allí, en Béziers, en la cueva del diablo, como la
llamaban los sacerdotes —de los que me mantenía bien alejado—, me sentía bastante seguro. Y proseguía con mi pequeña batalla.
En un solo día la vida se me reveló en todo su horror. La realidad, desolada como la ceniza, se había hecho añicos. Sus restos me envolvían hasta sofocarme y apagar incluso la luz de mi mente. Con el estudio no lograba conseguir nada, a pesar de que era la única arma que tenía y de que el papa y Arnauld Amaury afirmaban que podría cambiar el mundo.
Yolanda alzó los ojos. Eran clarísimos. Un dulce encuentro entre un azul limpio y un verde transparente. No tuve tiempo de bajar los míos. Me acerqué para echar un vistazo a su labor. Se ruborizó.

—Yolanda, no hago más que estar siempre callado, pensando en mis dichosos números. Bonito modo de agradecerte que me hayas procurado este refugio…

Alzó de nuevo la vista sobre mí.
—¡Tienes que pensar en eso! Una vez me dijiste que la matemática podía dar a todo cuanto rodea a la belleza de verdad y a la verdad de belleza.

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