Capítulo 8 El mapa 145-159

Publicado el 9 de enero de 2022, 22:28

España ha quedado dividida en dos bloques. Los rebeldes han triunfado en los territorios africanos, en Galicia, en Castilla la Vieja, en medio Aragón, en Andalucía occidental, en Cáceres, en Mallorca y en Ibiza (y muy pronto en Menorca). Del lado del gobierno legítimo están la cornisa cantábrica, Cataluña, Madrid, casi toda Castilla la Nueva, las mitades orientales de Cáceres y Badajoz, la costa mediterránea hasta Málaga y Andalucía oriental.
España partida por gala en dos. Sobre el papel, rebeldes y republicanos parecen casi equilibrados: los golpistas dominan 230 000 kilómetros cuadrados de territorio con diez millones y medio de habitantes; el gobierno los supera en cuarenta mil kilómetros y en tres millones y medio de habitantes. En términos económicos, el gobierno controla las regiones industriales y mineras, pero los sublevados tienen las zonas cerealistas y ganaderas. En principio parece que la situación es favorable para el gobierno, pero en términos de abastecimiento el resultado es preocupante: la República deberá alimentar a más del cincuenta por ciento de la población con menos de un tercio del trigo nacional, con una quinta parte de las vacas y con una décima parte de las ovejas.
—Esto va mal —le confía el escribiente Bernardo a su primo, el ujier.
—Nos apretamos el cinturón y en paz. Los fascistas son pan comido.
Anselmo se muestra optimista porque, sobre el papel, la proporción de las fuerzas armadas que han quedado del lado de la República parece favorable. El gobierno cuenta con ocho de cada diez soldados y con tres de cada cuatro agentes de la Guardia de Asalto o de la Guardia Civil. De los 303 aviones militares existentes, 207 quedan en el bando republicano y 96 en el rebelde. En lo que atañe a la Marina, casi todos los barcos de guerra se mantienen fieles a la República [12] .
Bernardo no lo ve tan claro. Sospecha que esa desproporción es más aparente que real porque las mejores tropas han quedado del lado rebelde. Los soldados peninsulares, tropas de reemplazo, mal entrenadas y deficientemente armadas, no pueden compararse a las tropas de choque africanas, guerreros de colmillo retorcido, profesionales fogueados en una cruel guerra colonial, ni con las aguerridas Brigadas Navarras, los requetés que alista el general Mola, cuya tradición militar se remonta a las guerras carlistas del siglo XIX. Creo que fue Prieto el que definió al requeté como animal de cresta roja que después de comulgar ataca al hombre: «Bien confesadico, bien comulgadico, a morir por España, pues».
En cuanto a la Marina, el mando republicano la infrautilizará porque los buques están en mano de subalternos inexpertos, como queda dicho.
El gobierno desconfía de los militares que han quedado en su lado. Recela, no sin razón, que muchos se pasarán a los rebeldes en cuanto se les presente la ocasión. En esa tesitura, los aparta del mando o los relega a la función de consejeros militares a las órdenes de los jefes y oficiales improvisados por los milicianos.

La división del territorio nacional entre los dos bandos, derecha e izquierda, desencadena incontables tragedias personales. Los izquierdistas atrapados en la zona rebelde y los derechistas de la republicana se convierten automáticamente en ciudadanos sospechosos y enemigos del orden establecido en un momento en que la fiebre cainita desatada en el país no vacila en exterminar al adversario. Incluso a nivel personal, los amigos que ayer bromeaban sobre su pertenencia a bandos políticos opuestos se convierten de pronto en irreconciliables enemigos. La escisión afecta también a las familias.
Mario Rey, un carpintero falangista escapado de la matanza del cuartel de la Montaña, narra su experiencia: «… Compañeros de la escuela, amigos del barrio y de toda la vida iban a buscarme a mi casa (para detenerme). Amigos con los que había jugado al fútbol, con los que había hecho novillos y travesuras de estudiante pocos años antes ahora querían matarme…» [13]
Afloran los odios reprimidos durante mucho tiempo. Comienzan las detenciones, los encarcelamientos y los fusilamientos sin formación de causa o tras una pantomima legal.
En los primeros meses de la guerra, muchos españoles intentan pasarse al otro bando para alinearse junto a los suyos o, simplemente, para salvar la vida. En los lugares limítrofes entre las dos zonas, donde se produce un intenso trasiego de «pasados», los sospechosos se sienten vigilados. En Porcuna, una pintada sobre el bardal de la última corraliza del pueblo advierte: «Se pone en conocimiento del público en general que todo el que cague a más de 50 metros de esta tapia será considerado faccioso». O sea, sospechoso de retirarse excesivamente del pueblo porque pretende pasarse al enemigo [14] .
Ante la eventualidad de una guerra civil, las izquierdas se plantean si es conveniente realizar la revolución social o si es mejor aplazarla hasta que se sofoque la rebelión. Los comunistas creen que las reformas deben aplazarse hasta ganar la guerra y después ya hablaremos; los anarquistas, por el contrario, piensan que guerra y revolución proletaria deben ser procesos paralelos y aprovechan el poder que les otorgan las armas para imponer sus utópicas reformas sociales.
Ése es el fin de la República. De pronto existe un poder nominal, el del gobierno, y un poder paralelo, efectivo, el de las milicias armadas. La autoridad del gobierno legítimo se diluye en manos de comités y consejos dependientes de sindicatos, partidos y grupúsculos. En vista de la locura que se ha desatado, muchos republicanos de orden, políticos, diplomáticos e intelectuales abandonan el país y se instalan en el extranjero. Azaña acusa amargamente esta desbandada y se lo reprocha, en 1937, al historiador Claudio Sánchez Albornoz, que después de ser, poco tiempo, embajador en Lisboa se marchó a París: «Tener miedo es humano y, si usted me apura, propio de hombres inteligentes. Pero es obligatorio dominarlo cuando hay deberes públicos que cumplir».

Azaña, bastante miedica, se obliga a permanecer en su puesto, por dignidad y por fidelidad a la República.
«Si alguno de los republicanos que han huido le dice a usted que se fue de España por consejo mío —se lamenta ante su amigo Ángel Ossorio y Gallardo —, dígale que miente (…) Todos se han ido sin mi anuencia, sin mi consejo y algunos engañándome (…) a muchos los saqué de la nada y a todos volví a ponerlos a flote y los he hecho diputados, ministros, embajadores, subsecretarios. Todos tenían con la República la obligación de servirla hasta última hora».
Hasta última hora, sí; pero no hasta la última sangre, dirán ellos. Se han exiliado huyendo del desgobierno y de la revolución homicida. Los que quedan, incluso los líderes de masas, tienen que soportar más de una insolencia de la chusma que arrebató el poder al gobierno. A la famosa líder comunista la Pasionaria, que viaja a Francia con pasaporte diplomático, en misión oficial, para recabar ayudas para la República, la detienen en la frontera unos milicianos de la FAI y le exigen un visado firmado por un medio analfabeto del pueblo.
El Frente Popular no reacciona como un bloque unido. Ante la eventualidad de la guerra muestra su diversidad. «Es una verdadera hidra revolucionaria —escribe Salvador de Madariaga— con una cabeza sindicalista, otra anarquista, dos comunistas y tres socialistas (amén de las cabezuelas burguesas) mordiéndose la una a la otra».
Hay partidos enemistados y hay facciones irreconciliables dentro del mismo partido. Unos socialistas están con Prieto, moderado, y otros con Largo Caballero, revolucionario; entre los comunistas los hay de la cuerda de Stalin y los hay trotskistas del POUM (que en su momento serán convenientemente purgados); por otra parte están los anarquistas, que no comulgan con nadie, especialmente con los comunistas. A ese guirigay hay que sumar las voces discordantes de los separatistas catalanes y vascos.
Mala forma de encarar el conflicto.

 

[12] El ejército español de 1936 mantiene en la Península ocho divisiones de infantería, una de caballería y tres brigadas de montaña. Otras dos divisiones africanas (Ceuta, Melilla y el protectorado marroquí) corresponden a la Legión Extranjera y a los Regulares (moros mercenarios).

[13] José María Zabala, Los horrores de la guerra civil, Plaza y Janes, 2004, p. 56.

[14] Manuel Barberá Saborido, Impresiones de un año, apuntes de un testigo del frente Sur, M. Álvarez, Cádiz, 1937, p. 130.

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