Capítulo 9 ¿Es facha el sombrero? 160-180

Publicado el 16 de enero de 2022, 0:01

Con el avance de la guerra (y de las tropas nacionales por todos los frentes), los anarquistas se dejarán de zarandajas y acabarán acatando las tesis comunistas («Renunciaremos a todo excepto a la victoria», dirá Durruti). Entonces, las inoperantes milicias revolucionarias, cansadas de ceder terreno al adversario, acatarán el modelo militar del Quinto Regimiento comunista hasta constituir un verdadero ejército, el Ejército Popular. Para eso faltan todavía algunos meses y algunos desengaños. Mientras tanto, cunde el entusiasmo revolucionario. Las calles se llenan de paisanos vestidos con mono de trabajo o en camisa, el pañuelo rojo y negro al cuello, tocados de gorrillo con puntas y armados de fusiles, correajes, cartucheras, pistolas y otros atrezzos militares obtenidos en el reparto. El sombrero y la corbata quedan desprestigiados por sus connotaciones burguesas como prendas propias de los explotadores del obrero. En Solidaridad Obrera, un artículo establece que «el sombrero es una pieza indumentaria antiestética, innecesaria, reveladora de la presunta superioridad de la mollera que lo sostiene (…) mientras en la calle no se vean monteras la revolución será nuestra». El honrado gremio de los sombrereros se siente agredido y replica en defensa de su medio de vida: «Afirman reputados doctores que de ir sin sombrero con la cabeza descubierta se derivan males como el reblandecimiento de la masa encefálica por influencia del sol y el perjuicio de la vista falta de la protección del ala del sombrero o visera de una gorra. Todo el mundo debe cubrirse la cabeza». A lo que Solidaridad Obrera, comprendiendo las implicaciones laborales de la prohibición del sombrero, modifica su postura inicial y reconoce que el sombrero y la gorra son buenos e incluso aconsejables para la salud. No obstante, el uso del sombrero decae bastante en la zona republicana. De hecho, al terminar la guerra, la sombrerería madrileña Brave, que vuelve a abrir sus puertas tras el paréntesis bélico, anunciará: «Los rojos no usaban sombrero». Un estímulo eficaz para los ciudadanos de conducta tibia o dudosa que intentan desesperadamente distanciarse de los vencidos en el momento que los tribunales depurativos pintan bastos.

En 1936, en la zona republicana, cunden las siglas libertarias y sindicales (FAI, CNT, UGT, POUM…) y el símbolo universal de la hoz y el martillo. El tuteo se generaliza. Se suprimen las jerarquías y clases. Se abole el degradante «usted» que marca la distancia social del explotador y el explotado. También es abolida la palabra «jefe», de connotaciones humillantes para el obrero. A partir de ahora, el jefe se llamará «responsable». Todo el mundo es «camarada» o«compañero» y el adiós se sustituye por el «salud». Los policías y guardias civiles que hasta ayer guardaban el orden público y la propiedad privada se abstienen de intervenir ante los atropellos de los grupos revolucionarios, tan armados como ellos, pero más numerosos. En la Gran Vía de Madrid, en las Ramblas de Barcelona, los milicianos (y las milicianas) se pavonean por los cafés, por los cines, van a todas partes con su recién conseguido fusil, luciendo gorrillos de puntas y brazaletes. Al socaire de la revolución se ocupan y saquean las casas de los derechistas, que, en vista del cariz que toman los acontecimientos, han puesto pies en polvorosa. Se arrojan muebles por los balcones para luego quemarlos en medio de la calle, se requisan víveres y objetos en nombre de la Revolución. Los distintos comités de milicias o sindicatos ocupan los palacios, las iglesias y las residencias de los barrios lujosos. Confiscan los automóviles particulares.

«Algunas veces nos atrevemos a salir Margot y yo a dar un paseo —recuerda Felicidad Blanc—. Bajamos hasta Recoletos. En las mesas del Café Gijón todavía vemos amigos, pero no nos saludamos, hay como un temor hasta de reconocernos. En Colón, a la puerta del palacio de Medinaceli, hay unas sillas isabelinas fuera, y milicianos sentados en ellas. La calle ha cambiado totalmente. Miro el paseo de la Castellana desierto. Los milicianos pasan con sus monos azules y sus pañuelos rojos. (…) Se oyen tiros por la noche: son los “pacos”, como los llaman. Tiran desde las terrazas y los milicianos contestan. Todas las noches se organiza un pequeño combate. No nos atrevemos a encender las luces, andamos a tientas por la casa. En el silencio de la calle se oyen pasar las patrullas: “Camarada, la documentación”. Son sus voces las que oímos, lo demás son sombras. De cuando en cuando un tiro: es una ventana en la que se ha encendido una luz.» [15]

Las ciudades republicanas se llenan con un trajín de coches, camiones y autobuses con las siglas de los sindicatos y los partidos escritas en grandes brochazos blancos. Menudean los accidentes provocados por neoconductores sin carnet. En el trajín circulatorio no faltan las camionetas cargadas de lujosos enseres procedentes del saqueo, cuadros, sillas rococó,
sartenes, vajillas, pianos de cola, cortinajes de damasco que dejan ver la lámpara de Murano que envuelven… Arden algunas iglesias y conventos. Otros se escapan de la quema porque los requisan para instalar en ellos los cuarteles y dependencias de las distintas taifas sindicales. Los milicianos inmortalizan el momento retratándose con casullas y roquetes mientras sostienen el fusil en una mano y la botella de vino de misa en la otra. En la madrileña iglesia de San José visten de miliciano, mono azul y pistola, a la venerada imagen del Niño de la Bola. En la iglesia del Carmen, el anarquista José Olmeda y sus secuaces violentan las tumbas en busca de tesoros escondidos y sacan momias de antiguos canónigos a las que disponen en postura sexual sobre momias de abadesas y señoras. Cobran entrada por ver la exposición [16] .

Se asaltan las cárceles y se libera a los presos víctimas de la opresión capitalista. Muchos liberados, maleantes, vagos, ladrones, gente de la peor calaña, aprovecharán la confusión para pescar en río revuelto, se afilian a milicias de izquierdas y realizan sus fechorías bajo la propicia coartada revolucionaria.
«El veinte de julio —recuerda el capitán Uribarri— a los que se ofrecían a luchar no se les pedía un carnet ni sindical ni político, de ésos que luego se han prodigado tanto a los que no se ofrecieron para nada en aquellos días críticos (…) firmaban su hoja de enganche, su compromiso de cumplir el reglamento de las milicias y… ¡al combate! Se me presentó uno que tenía la ficha de ladrón desde hacía unos años. Yo lo conocía bien. ¡Lo había llevado a la cárcel en cierta ocasión! No sabía leer ni escribir. Tenía veintiocho años.

»—Camarada Uribarri, yo quiero pelear al lado de usted contra los fascistas… ¿Sabe quién soy?
»—Sí, me acuerdo…
»No pareció quedar muy convencido y añadió:
»—El de las gallinas de Burjasot…
»Y sonreía.
»—… el Fede, Federico Pérez Margarit.
»—Sí, que las afanaste del chalet del catedrático Gozalbo. Pasa a la oficina y que te filien…

»—Tres meses a la sombra, pero fue la primera vez que no me pegaron los guardias. Estic agraït!
»—¡Bien venido seas!
»Le tendí mi mano. Me miró un poco asombrado, antes de estrecharla como extrañado… Volvió a reír y apretó contra la mía, de capitán de la Guardia Civil, su mano de ladrón profesional.» [17]
Es la revolución. Es el pueblo en armas. Incluso hay más armas que pueblo.
En la fachada del madrileño palacio de Bellavista, requisado y convertido en
sede de la Liga de Intelectuales Antifascistas, el joven Camilo José Cela lee una pintada: «Compañero, fomenta la indisciplina».
«Es más que razonable suponer que con estas consignas no se puede ganar una guerra.» [18]
En Barcelona, los victoriosos anarquistas imponen la revolución más drásticamente que en Madrid. Florecen asociaciones utópicas y benéficas como El Ateneo Ecléctico, la Liga de Esperantistas Antiestatales, la Asociación de Naturalistas Pentálficos o la Federación Estudiantil de Conciencias Libres. El anarquismo preconiza la vida sana y natural, la pureza de las costumbres, especialmente en lo relativo al sexo y al alcohol. Los prostíbulos son «liberados» de la tiranía de los proxenetas y madames que explotan a las chicas. «El anarquista debe merecer los besos, no comprarlos». Cuando, a pesar de todo, las putas insisten en ejercer su profesión, se intenta humanizarla. En algunos prostíbulos pueden leerse estos avisos: «Camarada, trata bien a la compañera que elijas. Piensa que puede ser tu hija, que puede ser tu hermana».
En los primeros días, los libertarios más ortodoxos intentan cerrar las tabernas —«pozo inmundo donde los padres de familia gastan el jornal y arruinan su salud»— y proponen su sustitución por visitas a museos y bibliotecas.
Los alquileres se rebajan a la mitad, la semana laboral a cuarenta horas, los jornales se aumentan un quince por ciento. El comercio se interviene para suprimir intermediarios que cobran sin producir. Se intenta imponer el salario
único que iguale a todos los trabajadores de la empresa, desde el ingeniero hasta el portero pasando por el fresador y por el chófer. Al poco tiempo tendrá que modificarse por las razonadas protestas de muchos afectados, ninguna tan razonada y eficaz como la de la vedette mejicana Margarita Carvajal, que trabaja en un teatro y cobra lo mismo que la señora que atiende los retretes. Un día se planta: «Como cobramos lo mismo, hoy he pensado que la señora de los retretes salga al escenario mientras yo atiendo los retretes».
Se cambian los nombres antirrevolucionarios: Ciudad Real pasa a llamarse Ciudad Libre de la Mancha; Talavera de la Reina se llamará en adelante Talavera del Tajo; Olías del Rey, Olías del Teniente Castillo; San Lorenzo de El Escorial, El Escorial de la Sierra; San Fulgencio del Segura, Ucrania del Segura… Con las calles ocurre algo parecido: la madrileña avenida del Conde de Peñalver se denominará Avenida de Rusia, la barcelonesa Rambla de Santa Mónica será Rambla de la Revolución de Julio; la Vía Layetana será, en su momento, Vía de Durruti.
La utopía muestra en seguida sus fisuras. Aunque los libertarios suprimen la cárcel, ese horrible invento capitalista para encerrar al obrero díscolo, la infame jaula que no redime al criminal, pronto se demuestra que, como se siguen produciendo delitos, las condenas y las cárceles son imprescindibles. El problema se soslaya cambiándoles el nombre. A partir de ahora se llamarán «preventorios» y las condenas de tantos años y un día se denominarán «separación de la convivencia civil».
Mientras tanto, en el río revuelto de la revolución, criminales y maleantes hacen su agosto y los ajustes de cuentas y las venganzas se disimulan fácilmente como ejecuciones de enemigos políticos.
Las personas de orden sienten una íntima desazón cuando ven a la República en manos de indeseables. El 30 de julio un grupo de intelectuales firma un manifiesto redactado por José Bergamín declarándose «al lado del Gobierno de la República y del pueblo, que con heroísmo ejemplar lucha por sus libertades». Entre los firmantes figuran Ortega y Gasset, Ramón Menéndez Pidal, Gregorio Marañón y Antonio Machado. Año y medio después, en diciembre de 1937, Ortega y Gasset, ya exiliado, repudia los manifiestos que «los comunistas y sus afines obligaban a firmar (en Madrid) bajo las más graves amenazas».

En el bando opuesto también hay intelectuales políticamente correctos que comulgan con ruedas de molino para salvar el pellejo. Al mayor de los Machado, Manuel, la guerra lo sorprende en Burgos, a donde había ido a visitar a una monja hermana de su mujer. Manuel, más liberal, rebelde y republicano que su hermano Antonio, se hace perdonar pasadas veleidades, se adhiere al Movimiento y llega a escribir versos en alabanza de Franco.

[15]
Blanc, op. cit., p. 94.

[16]
Meses más tarde este José Olmeda será acusado de éste y otros delitos ante un tribunal republicano que lo condenará a muerte.

[17]
Rafael García Serrano, Diccionario para un macuto, Planeta, Barcelona, 1979, p. 416.

[18]
Camilo José Cela, Memorias, entendimientos y voluntades, Plaza y Janés, Barcelona, 1993, p. 133.

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