10 Los últimos maquis

Publicado el 17 de enero de 2022, 22:14

En un lateral de la plaza de abastos de La Felguera se encuentra una tienda de fotografía que, por las relaciones entre Pichi y el dueño, es de una familiaridad absoluta para todos los exconvictos del valle. «Fotos Benito», reza el letrero.
—Beni, tráigote a un cliente —dice Pichi a un señor bajito con gafitas redondas que se encuentra divisando un negativo al trasluz.
—Hola, Pichi. Hace tiempo que no saco una foto a tu jeta.
—Rediós, porque nun m’han deteníu desde que salí del talego. Amás, ¿los maderus no se ha compráu aún cámara de retratus?
—Sí, ya tienen una. Pero me siguen llamando para revelarlas —él revela las fotos de la policía, un dato interesante, lo que indicaba que el señor Beni debía poseer los mismos archivos que ellos, piensas—, aún no tienen laboratorio. A ver, ¿qué quieres?
—Aquí, el paisa, que quiere hacerte una compra.
—Usted me dirá —dice con mirada interrogativa, el bajito escuálido con una camisa de cuadros cubierta por un chaleco negro.
—Quisiera una cámara con objetivo. Que permita sacar fotos a una distancia de unos cincuenta metros aproximadamente.
Se queda mirando hacia la estantería que se encuentra en un lateral de la tienda. En silencio abre una de las puertas de cristal extrayendo una cámara. Le acopla un objetivo con un simple ajuste de una pieza lateral, y te la muestra.
—Creo que esta le puede servir. ¿Le explico cómo funciona?
—No, explíqueselo a Pichi. Él la va a utilizar.
—Ah —exclama el bajito—, pues entonces esta es muy complicada. Necesitamos otra que sólo sea sota, caballo y rey.
—Eeoohh, Beni, ¿qué crees, que soy fatu? —dice Pichi, enfadado.
—No, idiota no eres. Pero las cámaras son como los sombreros, hay una para cada cabeza.
El señor Beni pone toda la buena voluntad del mundo en explicarle a Pichi que ya le ha colocado el objetivo a cincuenta metros, que él no tiene ni que tocarlo. Que lo único que hay que hacer, es mirar por un agujerito y, cuando vea la cara de la persona que quisiera fotografiar, apretar un botón de color rojo. «Si la cara de la persona no la ves, debes asegurarte de que has quitado el tapón del objetivo» —le repite insistentemente—. Luego tiene que girar una manecilla, hasta que hiciera tope, que es el indicativo de que el rollo de fotos está de nuevo dispuesto para repetir la operación. El Pichi atiende a las explicaciones, como si de un alumno de colegio muy aplicado se tratara.
—¿Crees que lo has entendido? —pregunta el canijo.
—Chupáu —y Pichi se cuelga la cámara del cuello.
—¿Carretes de color o blanco y negro?
—¿Los de color los revela usted? —preguntas.
—No, sólo los de blanco y negro.
Los de color hay que enviarlos al laboratorio.
—Pues, entonces, carretes en blanco y negro.
Otra vez el de las gafitas se explaya en múltiples explicaciones sobre cómo se cambian los carretes, y el cuidado que hay que tener en la operación para que no se vele ninguna foto.
—¿Y, agora, qué hago con la cámara? —pregunta Pichi, cuando os encontrabais en el exterior de la tienda.
—En cuanto me dejes a mí, en el lagar, te diriges a casa de la hermana del Lejía. Te escondes detrás de un árbol o del coche, o de donde te salga de los coj…, el caso es que nadie te vea. Me vas sacando fotos de todo bicho viviente que vaya a dar el pésame. El día del entierro, vas hasta el cementerio, te escondes detrás de una lápida o te metes en una tumba, lo mismo da. Y vuelves a fotografiar a todo el mundo.
—¿Por la noche, podré ir a dormir?
—A partir de ahora, tú ya no duermes.
—¿Cómo yé, oh? ¿Y si me niego?
—Pues quedas despedido.
—Paisa, usté tiene un discursu que convence a cualquiera.
—Otra cosa, Pichi, de noche no saques fotos. No quiero que nadie vea el flash. Limítate a anotar la matrícula de los coches que lleguen, y me haces una descripción de los sujetos que bajen de los vehículos.
—Con este sombreru y la cámara de retratus parezcu el James Bond, el 007.
—Lo que pareces es el tonto de los cojones.
—Sin faltar, paisa —protesta Pichi, ofendido.
Presientes que la comedia ha tocado a su fin. Ya has comenzado a obsesionarte con la misión, a subordinarlo todo al logro de un objetivo, ya no conocerás el descanso si algo queda sin hilvanar. Te has dado cuenta porque comienzas a eliminar lo superfluo, ya no admites nada que no tenga relación con lo que verdaderamente interesa. Y cuando eso ocurre, la adrenalina se apodera de ti, la sangre fluye sin desmayo por tus venas y el mundo comienza a ser un gran acertijo que suplica que lo desentrañes. Era lo que necesitabas para recuperar fuerzas y olvidar la enfermedad.
Han asesinado al Lejía, o mucho te equivocas o tiene que ver con la investigación que le encargaste. Pero ¿es el miedo de Jordán y Camilo a ser descubiertos? Aquí hay algo más, decides. ¿Qué será lo que tienen que esconder? ¿El asesinato de Tuco? No, eso no lo ocultarían, más bien se enorgullecerían. No. Algo se masca en el ambiente, no sabes lo que es, pero vas a averiguarlo. ¿Y si tiene que ver con l Operación Midas? El inspector Buenaventura también los va a buscar, deseas que él no termine como el Lejía. Es policía —reflexionas—, sabrá cuidarse.
Pichi te ha dejado a la puerta del lagar de Lobedu. Le recuerdas de nuevo en qué consiste su misión. Asegura que sí, que lo ha entendido. Y le das la paga del día: mil pesetas.
En el lagar, como si hubieses traspasado la barrera del tiempo, te encuentras con los miembros de la antigua partida: Lobedu, el jefe; el Andaluz, que había engordado de una forma desmesurada; Kiko, que no quiere separarse de ti mientras te abraza; y Floro, vuestro enlace, el hombre invisible para las fuerzas de represión.
—Qué bien te veo, Mayor —dice Floro, el único de vuestro grupo que no tuvo necesidad de huir, al ser un simple enlace al que nadie conocía. Él permaneció en el pueblo, oculto a todos.
—A ver —vocea Lobedu, que ha comenzado a escanciar sidra para todos—, ir pasando el vaso.
Os contáis lo ocurrido estos veintiséis años, vuestras aventuras y desgracias, y vuestros amores. La sidra va circulando, al igual que los tacos de jamón y las rodajas de embutido. Es una pequeña fiesta que os merecíais, que no es más que la celebración de que sobrevivisteis a lo ocurrido.
—Cuando vosotros conseguisteis escapar —comienza a relatar Floro—, aún quedaron partidas por el valle: Peque y Tranquilo en Turón, pero los mataron en el otoño del 51; el Rubio y su gente cayó en febrero del 52; la del Gitano aún resistió en la montaña de Santa Bárbara hasta el verano del 52.
—¿Qué fueron, los últimos? —pregunta Kiko, colocando un palillo entre los labios. Sonríes. Te has acordado de que el palillo era el símbolo que distinguía categorías sociales en los chigres: quien lo llevaba no era bebedor de sidra o vino, bebidas plebeyas; lo era de vermúes y otros licores más sibaritas a los que acompañaba un noble oliva.
—Huy, los últimos, dices. Qué va —asegura Floro—, yo creo que el último fue José Castro Veiga, O Piloto. Estuvo dando guerra a la Guardia Civil hasta el 65, que fue cuando lo acribillaron en la ribera de Cantada, cerca del embalse de Belesar. Creo que fue el último, pero claro, no lo sabemos. Por los montes de Aragón, de Andalucía, de Cataluña, quién sabe lo que habría.
—O Piloto —exclama Lobedu—, qué personaje. Había sido miembro de la CNT, y se contaban historias sobre él para todos los gustos. Yo creo que el único que le superó, en las aventuras que le achacaban, fue El Pote.
—El Pote, buf. Fue como Atila —recuerdas a Pote, su base de operaciones siempre estuvo en la zona de Peña Ubiña, cerca del Pajares y en el límite con León—. A mí, me contaron —prosigue Floro— que en cierta ocasión se refugió en un pajar. Fue descubierto por el dueño, un antiguo excombatiente nacional. Pero este, le invitó a comer y a descansar. Pote sabía que el dueño no era de su cuerda, pero aceptó el reto. Y mientras Pote dormía, el excombatiente se dirigió hasta el pueblo a avisar a la Guardia Civil. Creo que había un trecho largo, tiempo que fue aprovechado por su mujer para darse un revolcón con Pote, y después ponerle en alerta. Cuando llegó la benemérita, Pote ya no estaba, y la mujer del excombatiente lucía una de sus mejores sonrisas.
Nunca se sabrá si de todo lo que circuló sobre el Maquis fue verdad o la
realidad se mezcló con los años en un halo de misterio, heroísmo y aventura. De lo único que tienes la certeza es que ningún día era igual al anterior, que se vivía de minutos extras que se robaban a la muerte. Y que nadie subió, ni escapó de las montañas sin cicatrices, tanto en el cuerpo, como en el alma.
—Los que tuvieron unos cojones como pelotas, fueron los que desembarcaron en el Valle de Arán. ¡Qué lástima! Si hubiésemos estado conectados todos, otro gallo cantaría, como dice la canción. Pero aquello fue un desastre, si no hubiera sido por la radio y nuestros enlaces, nunca nos habríamos enterado de nada —se lamenta Lobedu.
—Er problema no fue de comunicasiones —replica el Andaluz—. Lo que ocurrió es que se equivocaron al desembarcar en el valle de Arán.
—¿Cómo que se equivocaron? Tenían la frontera al lado, por si tenían que refugiarse —Lobedu intenta imponerse, ha tenido la impresión que alguien cuestiona su capacidad táctica en el monte.
—No me habéis entendido —dice de nuevo el Andaluz, con una sonrisa—. Se equivocaron porque debieron desembarcar por Covadonga, entonces hubiésemos ganado.
La carcajada es general.
—Los de la CNT siempre fuisteis muy raros —asegura Lobedu, con una sonrisa, dirigiéndose al Andaluz.
—No te jode, y vosotros los comunistas, ¿no erais raros, verdad? —responde el Andaluz.
—Menos que vosotros —asevera Lobedu—. Mira que la preparasteis en el 37, en Barcelona.
—¿Qué preparamos? ¿Qué preparamos? —pregunta insistentemente el Andaluz, que muestra un incipiente enfado.
—La repera, eso es lo que preparasteis. Pero a quién se le ocurre, en plena guerra, liarse a tiros con nosotros.

—Empezasteis vosotros, asesinando a nuestros camaradas. ¿Te recuerdo a Andreu Nin? Los comunistas queríais el monopolio del bando republicano en la guerra. Y os estorbaban los anarquistas y el POUM.
—¡Qué va, hombre! Estás equivocado. Lo primero era ganar, luego ya veríamos. Pero vosotros, no. Primero era la revolución, luego la guerra. Nada más había que ver a vuestras tropas, todos milicianos, nadie mandaba, con lo cuál, nadie obedecía. Por eso perdimos.
—Hay una cosa en la que tiene razón el Andaluz —interviene Kiko—. Los comunistas quisisteis presentaros ante el mundo como que erais los únicos que peleabais por la República, por eso negasteis que también estábamos en el Maquis militantes del PSOE.
—¡Cagüen mi manto! Lo que me faltaba por oír —replica Lobedu—. ¿Cuántos del PSOE estabais en las montañas? Yo creo que tú eras el único.
—Eso es mentira —Kiko está ofendido—. Estaba también…
Y comienza a recitar nombres de los que tú nunca habías oído hablar.
—Vale, de acuerdo. Estabais una docena. Pero en las montañas de Asturias éramos cientos.
—Pero no todos eran comunistas —interviene el Andaluz.
—Joder, ni todos eran santos. ¿Cuántos socialistas había? Cuatro gatos. La mayoría escapó en cuanto le pusieron el barco en Tazones.
—La posibilidad de que muchos escaparan en los barcos que les esperaban en Tazones fue un triunfo del gobierno de la República en el exilio —prosigue Kiko, defendiendo sus tesis.
—¿Un triunfo? Ja, permíteme que me ría, —replica Lobedu, terco en su posición—. Tus amigos los socialistas negociaron con Franco la huida. A Franco le vino bien, se libraba de muchos que le estaban molestando por aquí. Y al gobierno en el exilio le sirvió para presentarse ante todos como que servía para algo. ¿Acaso crees que nadie se dio cuenta de los cientos de personas que recorrían los caminos en dirección al puerto? Ese día, ¿qué pasó? ¿La Guardia Civil y todos los falangistas estaban borrachos? Fue una negociación para que escaparais todos.
—Lobedu, no olvides de que yo estaba en los montes contigo —Kiko retorna a la carga en el debate.
—¿Te recuerdo cuál era vuestra postura? ¿Quieres? —Lobedu casi le desafía.
—Vamos, adelante. ¿Cuál era nuestra postura? —Kiko no se amilana.
—La consigna de tu partidito: la resistencia pasiva. ¡Hala!, a esperar en las montañas a que nos mataran como a conejos —Lobedu se escancia otro vaso. Está librando una batalla que habían dejado pendiente.
—Tenía su explicasión —es el Andaluz el que interviene.
—¿Qué explicación? —el debate se calienta.
—¡Joder! Pues presentarnos ante la poblasión de forma diferente a la contraguerrilla. Sabes de sobra que todos los falangistas y guardias que andaban por los montes disfrazados de guerrilleros cometían atrosidades para echarnos la culpa. La guerrilla tenía que distansiarse de ellos en sus métodos. ¿Cuántas muertes provocó la contra que nos las adjudicaron al Maquis?
—Todas —Lobedu prosigue con más violencia—. Pero la gente del pueblo sabía quiénes éramos unos y quiénes eran los otros. ¿O no te acuerdas? El olor nos distinguía. Nosotros olíamos a monte, a humo. Ellos iban limpitos, y hasta olían a colonia. Que no me convences, la resistencia pasiva no servía más que para que tu partidito se congratulara con el régimen.
—Lo que me faltaba por oír —Kiko incrementa la vehemencia en sus tesis—. ¿Y vosotros? ¿Qué me dices cuando al señor Stalin se le ocurrió decir que debíamos convertirnos en educadores de hombres? ¿No fue eso una forma de terminar con nosotros?
—Eso es distinto —Lobedu baja la mirada.
—¿Distinto? —ahora es Kiko quien coge la delantera—. ¿Qué tenía de diferente?
—Cuando el partido comunista lanzó esa consigna fue porque estábamos casi derrotados. La guerrilla ya no tenía salida. De ahí que lo que se pretendía era cambiar la táctica: dejar las armas y comenzar a organizar la resistencia en las fábricas, en las minas.
—¿Quieres que enumere los errores de tus amigos los comunistas? —Kiko se ha envalentonado.
—Claro que tendríamos errores —Lobedu eleva el tono de su voz—. Pero no eran comparables a los que cometisteis vosotros o esa banda de la CNT o la mierda del POUM.
—Cuidadito, Lobedu —intervienes —, Tuco simpatizaba con el POUM. A lo mejor era el único, pero valía más que todos nosotros juntos.
Silencio. Tuco ha sido nombrado, el único que resultó asesinado de vuestra partida.
¡Qué ironía! —piensas—, habíais estado unidos durante años. Todos frente a un enemigo en común. Vuestras filas nunca se resquebrajaron. Murió Franco hace dos años, y ya habéis comenzado a dividiros. El fascismo consigue con su muerte lo que no fue capaz en vida.
—Si la discusión es cuántos estábamos en el monte de cada partido —el Andaluz intenta colocar una mota de cordura a la reunión—, creo que la distribusión de fuersas en el comité fundador del Frente de Guerrillas de León es muy significativa: sinco sosialistas, cuatro senetistas, seis ugetistas, cuatro comunistas y cinco independientes. Esa fue la proporsión del comité de mando que representaba a las bases.
—Venga, sidra —dice Floro, quitando tensión al momento—. Lo mejor es ser independiente, como el Mayor y como yo. Así no tenemos que defender a ningún partido, pero estamos con todos los que luchen contra el fascismo. Propongo un brindis, por los que no están con nosotros, pero hicieron posible que hoy se respire libertad en España. Brindáis, pero algo ha cambiado. Antes erais compañeros, camaradas y amigos. Ahora ya no tienes tan claro lo de camaradas, ni siquiera lo de compañeros. Y lo de amigos, aún está por ver.
—Es curioso observar las fases por las que pasó el movimiento opositor a la dictadura después de la guerra —es Lobedu el que habla. Su tono ya no es el mismo—. Primero estábamos los fugados, periodo que duró del 39 al 51, más o menos. A partir de esa fecha, hasta el 75, fue la de los clandestinos.
—Nosotros éramos los leones, y nos sustituyeron los zorros. Leones y zorros, los únicos que hicimos frente al régimen. Un brindis. ¡Por los leones y los zorros! —grita Kiko, en una especie de firma de la paz con Lobedu.
Sí, algo ha cambiado. No puedes precisar lo que es, pero casi lo intuyes. Tal vez sea la situación del país, en la que ya no hay lugar para los leones, pero tampoco para los zorros. Una nueva especie de animal político tiene que surgir, un nuevo fogonero de la locomotora de la historia, pero vosotros no sois más que viejos guerreros a los que se les han terminado las respuestas.
Es tarde cuando dais por terminada la velada. Floro te acerca en su coche hasta La Felguera. Pero le pides que aparque en un lateral del parque, al lado del quiosco de la música. La reunión sólo ha servido para mostrar las diferencias que han provocado en vosotros todos los años pasados. Por eso, el sentido de la supervivencia comienza a agudizarse: ya no te fías de nadie. Ay, la desconfianza, el pilar básico para sobrevivir. De ahí que no desearas que Floro conociera dónde alojas tu cuerpo por las noches. Ni siquiera les has dicho nada de tus años como agente de Tito.
—Floro, tú quedaste aquí, nadie sabía de tu existencia. ¿Nunca oíste pronunciar el nombre del camarada Camilo?

—¿Qué era, comunista?
—No, era un falangista de la contra.
—Pues, no. Nunca oí hablar de él. Si me das alguna pista más, a lo mejor me acuerdo.
—No tengo más datos. Sólo sé que le llamaban Camilo.
—Lo siento. ¿Quieres que pregunte por ahí?
—No, no hace falta. ¿Y un tal Jordán?
—Tampoco. ¿Para qué los quieres?
—Tienen una deuda conmigo. Otra cosa, todas las cartas que le envié a
Adela, ¿te aseguraste de que le llegaran?
—Joder, Mayor. Estuve doce años, una vez por semana, entregando todas tus cartas. Siempre me hiciste esa misma pregunta, conoces la respuesta.
—Sigo dudando de que las recibiera, no tiene sentido que nunca contestara.
—Todas las cartas las introduje yo mismo en su buzón y llevaban escrito con letras mayúsculas el nombre de Adela.
—No sé, Floro. En todo esto hay algo que desafina.
No le dices más. Estás seguro: Floro no ha dicho toda la verdad. El cambio de color en su piel lo ha delatado. ¿Qué tiene que ocultar? Ya no sabes quién puede ser tu aliado, y quién no. Ese ha sido el gran triunfo de Franco.
Otra vez el cielo oscurecido por las nubes oculta una luna enfurecida que pelea por mostrase. No hay estrellas mudas, ni de plata, ni fugaces que iluminen las calles, sólo la sombra provocada por la luz tímida de una farola acompaña tus pasos.
Alguien os ha seguido, estás seguro.

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