11 En busca de indicios

Publicado el 23 de enero de 2022, 22:11

Como cada mañana en la pensión, nadie es capaz de dormir más allá de las siete. El ajetreo es constante: todos pugnan por llegar los primeros al único baño. Y desterrando sus inhibiciones, han encontrado la fórmula de socializarlo: uno se ducha, mientras otro defeca y un tercero, simplemente, imita a los gatos en el lavabo. Es cuestión de quince minutos, y regresa el silencio, pero tú ya no eres capaz de recuperar el sueño.

Son las siete y media, todo el baño es para ti: con pelos en el lavabo, agua en el suelo, hojas del periódico El Alcázar colgadas en un clavo, sustituyendo al papel higiénico.

A las ocho estás preparado para iniciar la investigación, colocarte el sombrero es el gesto que lo indica. Coges un taxi, después de desayunar en la primera cafetería que encuentras abierta.

—A la plaza Requejo, en Mieres — indicas al taxista.

Tienes una sospecha: el asesinato del Lejía no tiene nada que ver con su pasado, sino más bien con la investigación que le encargaste. Debes de acudir al lugar del crimen, tal vez allí encuentres algunas respuestas. Sé que no tienes el olfato de un policía, pero cuando se trataba de localizar a alguien, eras el mejor. Los asesinos nazis que conseguiste sentar en el banquillo, después de la contienda mundial, dan fe de tu habilidad para las búsquedas.

Observas desde el taxi el camino que asciende al alto de Santo Emiliano. Todavía no han conseguido eliminar sus curvas opacas en una pendiente que los mulos emprendían con asfixia. Llegáis casi a la cima que separa los dos valles, las dos ciudades, pero que confluyen en una misma historia. El río se ha hundido en el fondo, ya casi no lo detectan tus ojos.

—Detenga el coche, por favor —ordenas al taxista—. Espéreme un momento, quiero ver una finca —en realidad no le mientes, pero el terreno que quieres contemplar no tiene relación con la instalación de esa supuesta empresa para la que andas buscando ubicación.

Quieres alcanzar la cumbre. Hace años hubieses llegado en un instante. Hoy es distinto, has de empujar por una pierna medio lisiada en un cuerpo que se desgasta ante tus ojos. Llegas, y sujetas el sombrero para que el nordeste no lo arranque de tu cabeza. Contemplas la cordillera, los valles, recordando las fuerzas acantonadas en ellos: el Tercio y las Banderas de Lugo y Valladolid, famosas por sus desmanes. Y todavía crees ver a los guerrilleros huyendo de sus batidas, reagrupándose luego en el llano para desaparecer entre la maleza.

Sigues caminando hasta una pequeña vaguada, en la que la felonía se transformó en muerte. Ahí mataron al grupo del comandante Zapico, El Boger. El anhelo de adquirir armas nuevas para el Maquis los derrotó. Aquí os mataron —piensas—. Llevaron vuestros cadáveres a la Casa Socorro de Sama, dos encima de una mesa, pero a Boger y David los dejaron en el suelo. Permitieron que los enterraran, pero sin caja. Los malhechores no tienen derecho más que a descansar en una fosa común, sin nombre —dijeron—. Y se terminó para ellos vagar por montes y ciudades, cruzando lomas y fronteras, durmiendo en cuevas o en refugios bajo el suelo. Pero fallecieron como habían vivido, caminando con la cabeza erguida y la mirada al frente —colocas una rodilla en la tierra mientras recuerdas todo.

—¿Le ocurre algo? —es el taxista, que, al ver el tiempo que tardabas en regresar, se ha acercado hasta donde te encuentras.

Estás removiendo la tierra con tu mano, la misma que guardaste en tus bolsillos el día en el que todo se había terminado. Un día que puso fin a vuestra épica, permitiendo que naciera el mito, y la gesta se transformara en epopeya, y los hombres en leyenda.

—No. Gracias por preocuparse — respondes. Muerdes el labio inferior, lo aprietas con fuerza, para paliar el nudo que ha surgido en tu garganta y que siempre te traiciona.

Te deja en la plaza Requejo. «Vaya tipo más extraño», seguro que ha pensado el taxista.

Deambulas por la plaza, los dueños de las sidrerías están regando el asfalto delante de sus fachadas. Ha llegado el calor y, si las aceras no están bien limpias, la sidra seca en el suelo desprenderá un olor desagradable. O por lo menos eso fue lo que me contabas sobre tu tierra en verano. Miras alrededor, debes encontrar el lugar exacto en el que asesinaron al Lejía.

—Buenos días —abordas a una mujer, embutida en unas botas altas de goma, que riega el frontal de la sidrería —, ayer asesinaron por aquí a una persona. ¿Me podría indicar dónde ocurrió exactamente?

—¿Otro curioso? —pregunta sin mirarte.

—No, soy de la prensa.

—Ah, la prensa —deja el escobón apoyado en la pared, cierra el grifo y, secándose las manos en el delantal, se acerca hacia ti—. Si van a sacar fotos, no me gustaría que saliera la fachada de la sidrería —dice, mientras se retoca su cabello, atándoselo con una goma.

—No se preocupe, sólo quiero ver el lugar exacto en el que se produjo el asesinato.

—Es en la calle de atrás —señala con la mano—. Le acompaño.

La mujer no desea que le fotografíen la fachada de su sidrería, pero no puede ocultar los deseos de que su nombre aparezca en los periódicos. Te conduce a un callejón sin salida, que enlaza con una de las calles adyacentes. Aún se conserva la cinta colocada por la policía, que impide la entrada en el callejón.

—Fue ahí —dice la mujer, colocando las manos en jarras, esperando alguna pregunta.

—¿Me puede decir su nombre?— extraes una pequeña libreta y un bolígrafo de tu bolso. Esta señora desea ver su nombre inmortalizado en una hoja de periódico.

—Ay, ¿por qué? —dice sorprendida, pero sin poder ocultar un cierto rubor.

—Es para el artículo del periódico. Siempre es mejor citar a los testigos o
personas que han visto algo. A la gente
que lo lee, siempre le gusta conocer
quién es el protagonista de las historias que se cuentan.

—Me llamo Catalina Usera— pronuncia su nombre con seguridad, remarcando las sílabas para que lo escribas bien—, soy la dueña de la sidrería el Pegoyu.

—¿Vio usted algo relacionado con el asesinato?

—No. Sólo oí un tiro. Y, de repente, la xente de la sidrería comenzó a salir para la calle.

—¿Sólo un disparo? —preguntas, un poco extrañado.

—Yo sólo oí uno. La xente dice que fueron dos, pero yo, con el ruido, dentro del chigre no me enteré del otro disparo.

—Por lo que usted dice, a esa hora había mucha gente por aquí.

—Siempre hay mucha en los chigres de la plaza, pero por esta parte de atrás no hay nunca nadie. En estos callejones sólo encontrará usted algún desgraciáu, endrogándose.

—¿Conocía usted al que murió?

—De vista, alguna vez entró en la sidrería. Pero venía poco por mi casa.

—¿Qué amistades frecuentaba?

—Xente de mala calaña. De esa que siempre está de bronca.

—Ayer, ¿lo vio alguien con alguno de esos amigos?

—La xente comentaba de todo, ya sabe que somos muy malos. Pero nadie vio nada.

Tres preguntas más de rutina para que la señora Catalina se sienta importante. Poco ha aportado la mujer. Se aleja del lugar, no sin antes recordarte su nombre y el de su sidrería.

Traspasas el precinto hasta la zona supuestamente prohibida. Aún permanecen las marcas de tiza que realizaron alrededor del cadáver. El charco de sangre seca sigue sin limpiar, las moscas acuden al banquete y algún que otro insecto no conocido. Miras alrededor, dos círculos pequeños en el suelo, marcados con tiza. Sospechas que se trata del lugar en el que encontraron los casquillos, debieron ser dos. Todo eso te da una idea de cómo estaba colocado cada uno en el momento del asesinato. Simulas la escena, colocándote en el supuesto lugar del asesino. Miras a tu espalda, quieres saber desde qué vivienda de las de enfrente se le pudo divisar. Un visillo se entorna, alguien detrás de una ventana que no quiere ser identificado. Te diriges hacia la casa, es de planta baja, con dos ventanas hacia la calle. Tres golpes en la puerta.

—¿Quién es? —una voz femenina al otro lado. Observas cómo el visillo se vuelve a mover. En la casa hay dos personas, como mínimo.

—Policía —respondes, en tono cortante. La puerta se entreabre, la cara redonda de una mujer de unos cincuenta años te recibe.

—¿Qué quiere? —pregunta. El visillo sigue desplazado, alguien observa tus movimientos desde el interior.

—Quería hacerles algunas preguntas sobre lo que sucedió ayer.

—Ya le dije todo lo que sabía a los otros policías.

—Pero yo soy el comisario Belarmino, y he llegado hoy de Madrid para continuar la investigación. Por eso le rogaría que me dijese todo lo que vio ayer, o tendrá que acompañarme a testificar a comisaría —la mujer abre la puerta del todo y sale al portal, hasta que sus pies se colocan encima del felpudo.

Ay —piensas—, qué inocencia o, mejor dicho, cuánto han tenido que sufrir, para que nada más que oyen la palabra policía, no pidan la acreditación y se limiten a creerlo.

—No vi nada. Cuando sonaron los disparos, yo estaba en el patio trasero lavando la ropa en el fregadero, como ya les dije. Y cuando salí a la calle, a ver que era lo que había ocurrido, me encontré que todo el callejón estaba lleno de gente.

—Y la otra persona que le acompaña en la casa, ¿qué vio?

—Vivo sola —¿por qué mentía?

—¿Está sola ahora?

—Claro que sí —responde segura, colocándose en mitad de la puerta, como cerrando el paso. La apartas, con un leve empujón, y penetras al pasillo de la vivienda—. ¡Esto no es muy legal! — grita la mujer.

Primera puerta a la derecha, la abres. Un hombre esquelético, con una escopeta en la mano, te hace frente, sentado en una silla de ruedas y cubierto por una manta que oculta sus piernas. Los dos cañones apuntan directamente a tu cabeza, de todas formas no es necesario que apunte, las postas con las que sospechas estarán cargados los cartuchos provocarían un embudo que abarcaría toda la amplitud de la puerta. Si dispara, estás muerto.

Elevas las palmas de las manos, para que las vea. Respira con mucha dificultad, crees conocer lo que le ocurre.

—No voy a hacerle daño. Soy el comisario Belarmino, como ya le dije a
su esposa. Sólo quiero que me responda a unas preguntas —sigue encañonándote.
Un vistazo rápido a la habitación: una radio y un Mundo Obrero doblado encima de una mesa camilla, ya sabes cómo debes de dirigirte a él—. No soy de la Social —dices, consciente de que eso le calmará un poco.

—¿No es usted de la brigada de Ramos? —no sabes quién es Ramos, pero por lo que intuyes no debe ser un amigo muy querido del lisiado.

—No, mi misión en las cuencas es otra —continúas hablando—. Yo sólo investigo crímenes, no los provoco como la gente de Ramos —te mira extrañado.

Tus palabras le están desconcertando. Caminas con las manos elevadas hasta una silla que se encuentra en mitad de la salita, te sientas en ella sin bajar los brazos. Se ha fijado en tu cojera. Baja el arma, sin soltarla.

—¿Quiere decirme que van a sustituir a Ramos? —su respiración sigue agitada.
—Sí —Ramos, intuyes, debe ser el terror de los demócratas en la zona, el paradigma de policía represivo. Tus respuestas te han hecho ganar su simpatía. Aunque no sepas por qué.
—¿Qué le pasó en la pierna? —tal vez se acaba de establecer una complicidad entre lisiados, piensas.
—Me dispararon unos fascistas que pretendían atentar contra Adolfo Suárez, el día que legalizó al partido comunista —bendita habilidad tuya, de mentir con rapidez y frialdad, ¿cuántas veces te ha salvado el pellejo? Muchas. Y esta es otra más a añadir a la lista.
—¿Qué es lo que quiere? —pregunta, apoyando la escopeta en su regazo, desviando el punto de mira de tu cuerpo.
—Que me diga lo que vio sobre el asesinato de ayer.
—Le digo lo que quiera saber, pero no pienso acompañarle a comisaría.—No se preocupe, esto quedará entre usted y yo.
—Eran dos individuos, y estaban discutiendo a grandes voces. De repente, uno sacó una pistola y le pegó dos tiros al otro. Cuando vio que no había nadie en la calle, que nadie le había visto, echó a correr.
—¿Sabe por qué discutían?
—No, sólo oí frases entrecortadas.
El muerto repetía algo de cien mil pesetas —sabes a lo que se refiere—. El otro le decía que no le permitiría que vendiese a ningún camarada. Cuando escuché la palabra camarada, creí que se trataba de miembros del partido comunista, pero yo no los conocía de nada. Hoy me ha contado mi mujer que el muerto era un delincuente habitual.
—No sólo era un delincuente, sino que también fue un matón de la patronal para reventar huelgas —la información aportada por Pichi viene como anillo al dedo—. Cuando hablaba de camaradas, se estaba refiriendo a camaradas de la Falange. Según mis investigaciones, le habían prometido cien mil pesetas si denunciaba a un antiguo camarada, un personaje que hizo mucho daño a esta comarca.
—O sea, que era una discusión entre dos fascistas —su respiración se relaja.

—Creo que sí. ¿Usted vio la cara del que huyó?
—No muy bien.
—Descríbamelo.
—Alto, delgado, de unos cincuenta y tantos o sesenta, bien vestido… Ah, llevaba un anillo muy grueso en su mano, con una piedra que brillaba como un espejo —el anillo que Carmen había visto en la mano de uno de los dos que asesinaron a Tuco, estás casi seguro de que el camino es el correcto—. Me di cuenta del anillo porque el sol se reflejó y casi me deslumbra.
La tensión del primer momento se ha eliminado, tu interlocutor está confiado, pero su respiración sigue siendo forzada. No le gusta hablar con la policía, pero se sincera contigo. Tal vez piense que está hablando con la nueva policía que alumbraría la democracia.
—¿Qué le ocurrió en sus piernas? —preguntas, intentando ganarte su amistad.
—A mis piernas no les ocurre nada, es a mis pulmones. Ya sabe, la hijaputa de la silicosis que… —le dejas hablar, sospechas que no recibe muchas visitas, salvo el compañero que le trae el Mundo Obrero. Enciende un cigarro mientras habla.
Conociste a muchos como él en el pasado: viejos a los cuarenta, con pulmones llenos de polvo, paseando su tristeza y ahogo por las calles, esperando la muerte. Un día, cuando sus fuerzas no llegaban a las piernas, se sentaban al lado de una ventana a contemplar el paso del tiempo. No solían hablar, ni leer, ni escuchar la radio, ni ver la televisión. Eran como los ancianos del pueblo de los navajos, simplemente se apartaban a esperar la muerte. Casi todos fumaban, como él, aunque lo tuviesen prohibido. Qué importaba si la autopsia revelaba que la muerte la provocó el tabaco o el puñetero polvo del carbón: ellos eran muertos en vida, fantasmas de las calles de los pueblos elevados alrededor de una mina.
—¿No sale usted a la calle? —sabes la respuesta, sin esperarla.
—No, quiero que la gente se quede con la imagen que tenía de mí. Además, me fatigo mucho.
—¿Aceptaría la invitación a una sidra, de otro cojo como usted? —te mira, sonríe. Deja la escopeta encima de la mesita, al lado de la radio y el periódico.
—Si me promete una cosa.
—¿De qué se trata?
—Que haga limpieza de fachas en la policía. Y al Ramos me lo cuelgue por los huevos.
—Haré lo que pueda —sonríes, y le guiñas un ojo.
Le agarras la silla por la parte de atrás y la empujas. La mujer abre la puerta de la vivienda. Allí vais los dos, en dirección a la primera sidrería que encontréis abierta.
—No hay cojo bueno, creo que dice un refrán, pero si está borracho supongo que será peor —dice, nada más que os han colocado la primera botella de sidra.
La mañana ya casi ha finalizado, entre sidra y las historias que te cuenta Raimundo, que así se llama tu acompañante.
Seguías una buena pista: al Lejía lo asesinó alguien relacionado con los grupos de Falange. Pero estaba muy claro que estaban dispuestos a matar, incluso a los suyos, con tal de mantener el nombre y la identidad de Camilo y Jordán a buen recaudo.
¡Qué extraño!, un ventolín danza en la plaza que se sombrea por una nube negra de caprichoso dibujo, como el carru de la muerte, que sin conductor ni caballos sobrevuela las casas de los moribundos. El maldito sincretismo de las montañas, entre mitología y cristianismo, se está apoderando de tu alma, debes desterrarlo, sólo importan los hechos y la razón.
España se está convirtiendo en un país ingobernable, la violencia campa a sus anchas —decía un comentarista por la radio—. Hace escasos minutos la policía ha encontrado el cadáver de un hombre en un pajar de Pola Laviana, Asturias. Según la versión oficial, fue asesinado por disparos de escopeta. Estas mismas fuentes policiales han confirmado que el fallecido era vecino de Laviana y respondía al nombre de Florencio Argüelles San Martín…
¿Qué ha dicho la radio? Florencio Argüelles San Martín era Floro, vuestro enlace. ¿Qué está ocurriendo?

Añadir comentario

Comentarios

Todavía no hay comentarios

Crea tu propia página web con Webador