Se recortaban ya contra el desierto las largas sombras de los montes a su izquierda, sobre los que se erguía la ciudad de Gerasa, cuando Jesús atravesó el lecho de uno de los arroyos que descendían hacia el Jordán y encontró en la otra orilla numerosas huellas humanas. Siguió el curso de agua, aún escasa porque apenas estaban a comienzos del otoño. Los bancos de arena de las orillas iban haciéndose cada vez más altos, de modo que, cuando llegó a divisar a Juan y al grupo de jóvenes que siempre le seguían, se encontraba respecto a ellos en una posición elevada. Se detuvo, sentándose sobre los talones y apoyado en su cayado, a observar sonriendo las abluciones de algunos de los jóvenes, incapaces de mantener la actitud de concentración casi hierática que su maestro pretendía en el acto de la purificación. El resto del grupo permanecía en la orilla, extremadamente atento a las palabras del hombre que se hallaba sentado en el centro. Iba descalzo, despeinado, recubierto por una burda piel de camello, y hablaba con voz excitada y agitando un brazo: mirando a su primo, Jesús se acordó de la descripción que había hecho de él su hermana y no pudo dejar de sonreír de nuevo.
Se levantó, y su sombra se proyectó sobre el pequeño grupo. Inmediatamente, uno de los jóvenes alzó los ojos, le vio, y olvidando toda discreción corrió hacia él gritando, riendo y levantando con sus pies grandes rizos de arena en la difícil escalada de la ribera.
—¡Es Jesús —gritaba—, es Jesús!
Y tras llegar a su lado, después de un momento de duda entre echarse a sus pies o abrazarlo, optó resueltamente por la segunda opción y fue alegremente correspondido.
Luego bajaron para reunirse con los demás en la orilla, donde todo el grupo se recompuso, y hasta la cara de Juan, siempre surcada de arrugas, se había distendido en una expresión de afecto. Los dos hombres se dieron un apretón de manos, luego todos volvieron a sentarse en la arena.
Preguntaron a Jesús si había comido y él dijo que no con la cabeza:
—He caminado casi toda la noche para encontraros a tiempo. —Y luego,
mirando hacia su primo, añadió—: Te andan buscando, Juan, les he visto.
—¿Los hombres de Herodes? — preguntó este.
Jesús asintió, mientras se comía el pan untado con miel silvestre que los discípulos del Bautista le habían traído.
—Era de noche y resultaba difícil distinguirlos —dijo acto seguido—, pero eran bastantes y probablemente se presentarán aquí en breve. He caminado sin detenerme y sin el peso de las armas, pero no puedo haberles sacado mucho.
Los jóvenes se entrometieron en la conversación con una serie de preguntas y de exclamaciones de preocupación, pero bastó con un gesto de la mano de Juan para restablecer el silencio.
—¿Y qué debería hacer, según tú? —preguntó desdeñosamente a Jesús—. ¿Debería escapar ante el tetrarca como si yo fuera el culpable y él un juez? El sacrílego es Antipas, no Juan, y él lo sabe. ¿Por qué manda a los soldados a buscarme, en vez de arrepentirse de su unión incestuosa con Herodíades? ¿Por qué quiere encarcelarme, en vez de sumergirse él en las aguas de la purificación?
Mientras hablaba, el Bautista había ido paulatinamente levantando el tono de voz, y luego él mismo se había puesto en pie y había empezado a dar vueltas, mientras agitaba un brazo con la mano cerrada como si la ira fuera demasiado grande para no permitirle cualquier posible desahogo, aunque fuera el simple movimiento.
—¿Acaso no se lo advertí? — gritaba—. ¿Acaso no le dije que se arrepintiera y que lo hiciera rápido, porque el reino de Dios se acerca? ¿Acaso no le anuncié que un gran castigo caerá sobre él así como sobre todos los impuros, y que el hacha está a punto de abatir el tronco, y que el tronco será pronto entregado a las llamas?
La bella voz estentórea del Bautista parecía colmar la inmensidad del desierto, despertando múltiples ecos que le conferían una resonancia fantástica. Sus jóvenes discípulos y el mismo Jesús, pese a temer que su sonido sirviera de orientación a los soldados, estaban fascinados por ella y eran incapaces de hacer otra cosa que seguir escuchándole, deseando que el mensaje no cesara nunca hasta hacerse realidad.
Pero de improviso, Juan enmudeció, permaneció inmóvil mirando fijamente la escasa agua que le rozaba los pies y proseguía su lenta carrera hacia el Jordán. Entonces su primo se apartó del grupo de jóvenes, se le acercó, y le puso una mano en un hombro.
—Vete a casa, Juan —le dijo—, vuelve a Hebrón. ¿Recuerdas nuestros paseos entre las ruinas de los anaquitas? ¿Recuerdas nuestras discusiones sobre Hillel y Shammai? También en Hebrón hay mucha gente que tiene necesidad de escuchar tu mensaje, de comprender que Hillel tenía razón y Shammai estaba equivocado. Y allí Herodes Antipas no puede hacerte ningún daño.
El Bautista calló unos instantes, como si estuviese meditando sobre las palabras de Jesús, pero en realidad estaba solo mirando el agua que corría hacia el Jordán y se convertía en instrumento de purificación. Habló sin esquivar la mirada:
—La de Herodes es una familia maldita, y para lo único que conoce la Ley es para violarla, y Antipas es el peor de todos. Él sabe que es culpable ante Dios, y por este pecado, del que se le acusa públicamente, me odia y me teme, y odia y teme a la gente que viene a mí para que yo la bautice. Paga a los sacerdotes y a los escribas para que digan que soy un loco, para que me desprecien en público, pero la gente sabe discernir la verdad y se da cuenta de todo, y acude cada vez en mayor número a escucharme a mí, que le acuso.
Calló de nuevo, luego dirigió la mirada a su primo y dijo:
—Tengo a Dios de mi parte, Jesús. ¿Qué debería hacer? ¿Escapar ante Herodes Antipas y sus soldados cuando a mi lado luchan los ejércitos de Dios?
Volvió al lado de los demás y recogió del suelo una pequeña alforja.
Alguien podía pensar que también Juan el Bautista, Juan el asceta, Juan el esenio, poseía propiedades terrenales, y, por pequeñas que estas fuesen, conservaba su posesión, pero Jesús sabía que aquella alforja estaba vacía, y que así, vacía, había estado y estaría siempre: un aviso para quien la llevaba, el recuerdo de que no había ya tiempo ni razón para poseer cosa alguna, por pequeña que fuese. Dio un paso adelante y estrechó a su primo entre sus brazos.
—Ven conmigo, Jesús —le susurró Juan al oído—, uniremos de nuevo nuestros entusiasmos y nuestras esperanzas, como cuando viniste por primera vez y me pediste que te bautizara. Juntos podremos romper el círculo de la incredulidad, podremos abolir las falsas creencias con las que incluso nuestro pueblo humilla a nuestro Dios, el único verdadero, el único que existe. Desenmascararemos a los ricos sacerdotes y a los falsos doctores de la Ley, con sus sacrificios rituales y sus ceremonias. La gente acudirá cada vez en mayor número, y nosotros ofreceremos la purificación y les señalaremos el camino que deben seguir en esta ya breve espera.
Conmovido, Jesús le estrechó con más fuerza contra sí, pero solo por un instante, luego se desprendió del abrazo negando con la cabeza.
—No, Juan —dijo—, sabes que no puedo, que no podemos. Admiro tu fuerza, admiro tu fe, y el tiempo que he pasado contigo (en Hebrón, hace muchos años, y luego esos meses en el desierto) ha sido el más importante de mi vida, pero ahora he de caminar solo. Aunque nada nos divide, hermano mío, algo nos separa. Algo…
Retrocedió un paso, y al hacerlo la mano se le quedó enredada en el cordón de la alforja de Juan. Entonces la cogió y la mostró a su propietario:
—Esta misma alforja —dijo— que habla de renuncias absolutas y de sacrificios absolutos, y tus anatemas en contra de todo el que rechaza las unas y los otros. A mí, Juan, poco me importan los ayunos, y pienso más bien que una buena comida compartida en alegría nos vuelve mejores. No creo que una piel de camello nos acerque al reino de Dios, ni que un aceite oloroso derramado sobre la cabeza nos aleje de Él. Creo que descansar el sábado es algo bueno para el cuerpo y para el espíritu, pero que no hacerlo no entraña ningún perjuicio para el alma. Y no quiero que vengan a pedirme el bautismo solo los publicanos y los herejes, sino también los paganos de Tiro y de Sidón, los cananeos y los samaritanos, y hasta los romanos que pretenden sustituir el dominio de Dios por el suyo. Yo creo, Juan, que el perdón está abierto a todos, incluso a las clases poderosas, y que también Herodes Antipas merece un poco de tu indulgencia. Los dos hombres se quedaron parados así un largo instante, fijos los ojos de uno en los del otro, luego Juan extendió la mano y tocó la que su primo le alargaba, se volvió y se adentró en el desierto. Inmediatamente, los discípulos le siguieron, todos menos dos, que se quedaron con Jesús: el que había corrido a su encuentro a su llegada y otro que luego se había sentado a su lado. Siguieron con la mirada a los amigos que se alejaban, y luego se volvieron y echaron a andar a lo largo de la orilla del arroyo de escasas aguas, hacia el Jordán.
De camino, los dos jóvenes exteriorizaron finalmente toda su alegría por la vuelta de Jesús, a quien habían dado por muerto. Uno de ellos, con el fuerte acento de los galileos, decía:
—Te esperamos durante dos días delante de la cárcel, y luego nos fuimos porque el guardia nos dijo que no te dejarían salir hasta el día siguiente. Cuando volvimos, ya era tarde: nos dijeron que ya no estabas, que te habían liberado, pero no sabían nada más, y nadie te había visto. No sabíamos si buscarte o darte por muerto, estábamos desesperados. ¿No es cierto, Juan?
El otro asintió y metió baza también en la conversación:
—Así es, Andrés. —Y luego, dirigiéndose a Jesús, añadió—: Ni siquiera mi familia, pese a pertenecer a la clase sacerdotal de Jerusalén, logró saber más. Al final decidimos reunirnos con los otros, en la esperanza de que tú te hubieras adelantado aquí en el desierto. Al no encontrarte, temimos que te hubieran matado.
—No fue tan dramático —dijo Jesús sonriendo—, en el fondo los jueces del Sanedrín no son tan estrictos en la administración de la justicia como en la observancia de la Ley. Uno de ellos, creo que Caifás, me hizo algunas preguntas, y luego no pasó nada más. Me metieron en una celda solo, me dieron de comer y de beber con cierta abundancia, y cuando la fiesta de las Tiendas estaba a punto de terminar me dejaron en libertad.
Al salir a colación el nombre de Caifás, a Juan se le escapó un gesto de sorpresa.
—¿Quieres decir —preguntó— que te interrogó el sumo sacerdote en persona?
—Creo que sí, querido mío — respondió Jesús adoptando en broma una actitud altiva.
Pero el otro no reía.
—¿Y qué te preguntó?
Jesús hizo un gesto con la mano.
—Las tonterías de siempre —dijo—, no vale la pena ni hablar de ellas.
Estaban ya fuera del desierto, la arena iba cediendo espacio a la hierba y a los arbustos, y el Jordán estaba ya a la vista. El sol se hallaba en su cenit. Jesús aminoró el paso, se quitó de la cabeza el pañuelo y se secó con él el sudor de la frente.
—Tomémoslo con calma —dijo—, busquemos algo de comer y descansemos en las horas de más calor, y luego reanudaremos la marcha. De todos modos no llegaremos antes de dos días, tenemos casi trescientos estadios que recorrer.
Hasta aquel momento los dos jóvenes no se habían preocupado lo más
mínimo en preguntarle a Jesús a dónde se dirigían, confiando totalmente en su guía, y, aunque tampoco Andrés se lo preguntó, Juan el Sacerdote hizo no obstante un rápido cálculo y en seguida se detuvo.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—A un lugar que tú conoces muy bien —dijo Jesús prosiguiendo su camino.
El otro le alcanzó.
—¿Es realmente necesario? — preguntó.
—Nadie nos reprochará el haberles abandonado —dijo Jesús— y, si alguien lo hace, nos aguantaremos. Su visión ha parecido estrecha a los ojos de nuestro espíritu y nos hemos ido, pero estamos en deuda con ellos, Juan. Nos han acogido y nos han enseñado muchas cosas, es mérito suyo el que podamos hacer el bien a los enfermos expulsando de su cuerpo a los demonios de que están poseídos. Y además, tenemos también amigos en Qumrán que nos están esperando.
En uno de los infinitos y estrechos recodos que dibuja el Jordán en el hondo valle que se extiende del mar de Galilea al Mar Muerto, un pescador había construido un pequeño embarcadero para su barca y una casita a escasa distancia de la orilla. En aquel espacio jugaba un niño de pocos años, mientras su madre, que estaba calentando el horno construido al aire libre, lo vigilaba con el rabillo del ojo. Los tres caminantes la saludaron y pidieron permiso para sentarse allí en el suelo, pero la mujer les pidió que la siguieran y les invitó a sentarse en unos bancos y una mesa junto al huerto que había detrás de la casa.
Se sentaron y aceptaron el pan y los dátiles que la mujer les ofreció. Luego se oyó el ruido de la barca al ser amarrada en el embarcadero y pocos instantes después el pescador tomó asiento con ellos.
—Te conozco —dijo a Jesús—, te vi en el desierto con Juan el Bautista. —Y luego, señalando con la mano a la mujer que estaba de pie a su lado, con el niño entre sus faldas, sobre cuyos pequeños hombros apoyaba ligeramente las manos, añadió—: Todos nosotros —dijo con orgullo— hemos sido purificados por él con el agua del Jordán.
Estaban los hombres así hablando cuando el niño se separó de la madre y se acercó a Jesús, lleno de curiosidad por lo largo de aquellos cabellos intonsos desde hacía muchos años. Alargó una manita para tocarlos, pero el padre le gritó que no molestara al huésped y la madre corrió a cogerlo. También Andrés y Juan se habían levantado para evitar que el pequeño molestase a Jesús, pero este les hizo un gesto para que se detuvieran y extendió las manos al niño, que en seguida se fundió en aquel abrazo. Levantado y sentado sobre una rodilla, se aprovechó de la libertad que le era concedida y aferró un mechón de los cabellos tentadores, empezó a tirar de él con una fuerza infantil que no hacía ningún daño.
Jesús reía.
Ved —decía—, es así como hay que tratar de entrar en el reino de Dios, sabiendo lo que se quiere y exigiéndolo con fuerza, con un poco de esta suave violencia.
Descansaron un rato sobre la hierba del huerto, luego se despidieron de sus huéspedes y reanudaron el camino por el sendero que corría a lo largo del río. Aquella tarde y la sucesiva fueron unas familias de campesinos las que les ofrecieron una comida y una yacija de paja en el establo; al amanecer del día siguiente, partieron de nuevo y pronto iniciaron el descenso hacia la gran depresión del Mar Muerto. Cruzaron el Jordán y, después de media jornada, llegaron a la vista de Qumrán, al borde del desierto de Judá.
La pequeña ciudad de los maestros esenios se alzaba sobre una terraza rocosa a cuyos pies discurría el curso de agua que le daba su nombre. Detrás del pueblo, se alzaban pendientes cuyas escarpadas laderas escondían numerosas cuevas, en las que, se decía, casi doscientos años antes se había refugiado un grupo de sacerdotes expulsados del Templo de Jerusalén a raíz del violento enfrentamiento doctrinario entre su jefe Judas el Esenio, a quien ellos llamaban el Maestro de justicia, y el sumo sacerdote Jonás, que para ellos sería luego para siempre el Sacerdote Impío. Ellos eran hijos de la luz y de la verdad, los hombres del partido de Dios; los otros eran los hijos de las tinieblas y de la mentira, miembros del partido de Belial.
En tiempos más seguros, habían abandonado las cuevas y construido la aldea, dedicándose sobre todo, además de al estudio de los textos sagrados, a la agricultura y a la artesanía, y formando una comunidad con reglas particulares que la habían hecho famosa. La dinastía de los Asmodeos les había perseguido, obligándoles de tanto en tanto a volver a los refugios del desierto, pero Herodes el Grande había sido su amigo, porque cuando era aún muchacho uno de ellos, Menajén, le había vaticinado que se convertiría en rey. Por eso, bajo su reinado, Qumrán no había sido nunca ocupada; es más, muchos esenios habían vuelto a vivir a Jerusalén, ocupando todo un barrio en el Monte Sión.
Pero los más observantes se habían quedado en aquella comunidad de apenas trescientas almas que se atenía muy estrictamente a las Escrituras, y practicaba el celibato y la comunidad de bienes. Allí se había formado Juan el Bautista, que la había dejado posteriormente para tener con la gente un estrecho contacto que los esenios rechazaban. También Juan el Sacerdote había ingresado en aquella comunidad y asimismo había estado en ella durante un tiempo Jesús: un año entero de duro aprendizaje, que era, según los maestros, el primer paso para darse cuenta de que se estaba cerca de entrar en la Alianza de Dios. A su llegada, se había sometido al examen del que había de ser su tutor, después fue evaluado por todas las personas que formaban el Consejo, y finalmente le admitieron.
Al acercarse a la puerta que se abría en el recinto amurallado, y a cuya izquierda se alzaban los restos de la antigua torre de defensa que un terremoto había abatido sesenta años antes, Andrés sentía solo una gran curiosidad por aquella gente casi inabordable, de la que tanto había oído hablar sobre todo por sus facultades exorcísticas, el conocimiento de las raíces medicinales y las útiles propiedades de ciertas piedras.
En cambio, a Jesús y a Juan la vista de aquellas casitas les traía a la memoria una serie de recuerdos aún frescos, vivísimos. Recordaban los frecuentes baños rituales cotidianos, porque para los esenios el agua era símbolo de vida y portadora de salvación, y era mencionada de continuo en las reglas de la comunidad que los iniciados debían repetir hasta aprendérselas de memoria. Recordaban las lecciones impartidas por un instructor que enseñaba preceptos de sabiduría y el correcto calendario, basado en el sol y no solo en la luna. Las largas horas de exégesis de las Escrituras en las que cada uno, para tratar de encontrar su verdadero significado, trataba de salir de su propia realidad humana para compenetrarse con la divina, y con este fin a veces pasaba en oración toda la noche. Recordaban los ejercicios de concentración para que la fuerza vital se acumulase y luego se desprendiese a través de las manos bajo forma de calor terapéutico.
Recordaban, por último, la reunión diaria en torno a la mesa común, y de la que sin embargo, con los otros novicios, habían sido meros espectadores, porque hasta que no completaran un año de aprendizaje no se les concedería participar en aquel ágape ritual. La mesa era preparada con pocos y sencillos alimentos, se servía el vino en cuencos, pero nadie alargaba la mano antes de que el anciano sacerdote hubiera bendecido la mesa; a renglón seguido, la asamblea de la comunidad al completo repetía la bendición, uno por uno, según la jerarquía de dignidad.
Para Jesús y para Juan el Sacerdote aquel momento no había llegado nunca. El primero había decidido dejar Qumrán porque no conseguía compartir ni la aversión que los esenios alimentaban por cuantos consideraban hijos de las tinieblas, ni la obsesión por la purificación ritual que Juan el Bautista había transformado posteriormente en un poderoso reclamo para el común de la gente. El segundo había decidido seguirle porque las palabras que Jesús le decía le parecían mucho más convincentes: más que las de los esenios, más que las del Bautista.
Era la hora del ocaso, y el sol alargaba delante de los tres caminantes la sombra de las casas bajas y de los escasos árboles. Recorrieron los senderos entre los campos y los huertos que los habitantes de la ciudad habían arrebatado al desierto, entraron, atravesaron un patio y pasaron por delante del taller donde se reparaban los útiles de trabajo y donde también Jesús y Juan habían sido empleados, bordearon el canal que llevaba el agua a la cisterna y penetraron en una gran sala rectangular. En el trayecto, habían encontrado a varias personas, todas ellas hombres, que caminaban con aire absorto y parecían ignorarlos, pero algunos cambiaron de dirección y se unieron silenciosamente al terceto. Otros seguían su mismo camino, de modo que fue una pequeña procesión la que entró en la sala donde se había reunido ya mucha gente, y sin embargo reinaba en ella un silencio casi absoluto, como en toda la ciudad: una atmósfera que a Andrés le pareció irreal, realmente más próxima a Dios, pero a Juan se le antojó aún más opresiva de lo que recordaba.
Jesús se acercó a un grupo que estaba sentado a lo largo del lateral del fondo de la sala y lo ocupaba por entero: eran las quince personas que formaban el Consejo de la comunidad. Se intercambiaron sobrios saludos; luego los quince ocuparon las únicas sillas del local.
—Sabes que no puedes volver — dijo el de más edad.
—No quiero volver —dijo Jesús—, pero tampoco quiero abandonaros. Llevo vuestras enseñanzas conmigo, en mi corazón. Pero creo haber aprendido otras y no quiero guardarlas para mí, como hacéis vosotros. Creo que ha llegado el momento de hacer partícipe de ellas a la gente, porque no consigo odiar a los pecadores como vosotros queríais hacerme jurar. Creo en la amistad y no en la separación, y no creo que sea justo maldecir a los otros judíos, considerándoles a todos enemigos porque no están cerca de vosotros. Tampoco creo que la impureza sea algo exterior que requiere muchas abluciones. Lo que entra en el hombre no puede contaminarle, porque no le entra en el corazón, sino en el vientre, y se expele en la letrina, pero lo que proviene de dentro, de su corazón, eso sí puede contaminarle: los malos pensamientos, la disolución, el latrocinio, el homicidio, el adulterio, la codicia, la maldad, el fraude, el impudor, la envidia, la difamación, el orgullo, la necedad.
Entonces los quince sacudieron la cabeza, y un ligero murmullo llenó la sala, pero bastó con una indicación del anciano para que se restableciera el silencio.
—¿Era necesario que volvieras para decirnos todo esto? —preguntó el viejo —. ¿Acaso esperas escapar así a nuestro juramento de odio?
Jesús negó con la cabeza, y una expresión de desaliento se apoderó de su rostro, pero acto seguido volvió a mirar con fijeza a aquellos hijos de la luz que ignoraban la piedad, y dijo:
—Un hombre, un pagano, se presentó ante el maestro Shammai: «Me convertiré —le dijo— si eres capaz de enseñarme toda la Torah mientras yo me sostengo en equilibrio sobre un solo pie». Shammai le respondió que era una pretensión absurda y sacrílega y le echó. Entonces el pagano fue a ver al maestro Hillel y le hizo la misma pregunta. «No hagas a tu prójimo —le dijo Hillel— lo que no desees para ti». Y añadió: «Esta es toda la Torah, el resto es solo comentario. Ve y apréndelo».
Los quince permanecieron en silencio, e igualmente todos los demás, y entonces Jesús se volvió y fue abriéndose paso entre la gente. Andrés y Juan le siguieron, pero no solo ellos: dos, tres, cuatro esenios salieron hacia la noche que se había hecho ya en el desierto.
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