En la realización de sus sueños arquitectónicos, pocas veces Herodes el Grande se había equivocado. Había querido transformar una pequeña y
antigua ciudad fenicia en el mayor puerto de Samaria y ahora, a unos sesenta años de la plasmación de aquel proyecto, Cesarea era precisamente esto. Un gran muelle, con macizas torres de piedra calcárea que parecían querer rivalizar con el Faro de Alejandría, acogía un tráfico continuo procedente de Italia y de Grecia, de Licia y de Iliria, que luego se distribuía por vía terrestre de Palestina a Siria y a Egipto, o simplemente iba a llenar hasta los topes las gradas del gran hipódromo, con capacidapara veintiún mil espectadores, donde se celebraban carreras de bigas y cuadrigas famosas en todo el Imperio.
En Cesarea, que el tiempo y los azares de la historia habían elevado también a sede de los prefectos imperiales, desembarcaban los pasajeros procedentes de las numerosas colonias judías que se habían formado en todos los grandes centros comerciales de las costas del Mediterráneo. Venían de Alejandría, donde se aseguraba que había más que en la propia Palestina y donde el Pentateuco se leía en griego, traducido por encargo de Tolomeo Filadelfo por setenta doctores hebreos, y de Éfeso, la capital de la provincia de Asia que había cambiado mil veces de amo. Venían de Corinto, donde hablaban latín porque eran una parte importante de la colonia que julio César había fundado sobre las ruinas de la antigua ciudad griega, y venían de Roma, donde al principio ocupaban todo un barrio de más allá del Tíber, pero habían comenzado ya a pasar el río, para concentrarse en torno al gran pórtico que Augusto había dedicado a su hermana Octavia y en los alrededores del teatro que recordaba a su sobrino Marcelo.
Pilatos y Afranio se dirigieron al muelle caminando entre la gente. Los soldados de la escolta, incluido el centurión Marco, se habían quedado en palacio. El prefecto, pese a saber que no era en absoluto querido, estaba convencido de no correr ningún riesgo. Perfectamente disimulados entre el gentío, casi invisibles, los hombres de la policía secreta vigilaban con mayor conocimiento de causa, y los puñales que llevaban en la manga de la túnica eran ciertamente más rápidos y eficaces que las espadas cortas y las lanzas de los legionarios.
Aquella mañana se esperaba la llegada de una nave de Rodas. El comercio de la isla de las rosas iba recuperándose de la crisis debida a la competencia de Delos, a la que los romanos dos siglos antes habían concedido el estatuto de puerto franco. Las estatuas y el vino de Rodas gozaban aún de gran demanda: el mismo Pilatos esperaba algunas reproducciones a escala reducida de grandes esculturas, como la Victoria de Samotracia, obra de Pitocritos, o incluso monumentales, como el Coloso que Cares de Lindos había puesto de guardián en el puerto de la isla. Afranio, en cambio, quería simplemente hacer su trabajo: no perder de vista nada ni a nadie.
Dos de las sillas que un tabernero había puesto al aire libre, las que estaban en mejor posición para observar el tráfico del lugar, quedaron libres como por ensalmo, y los dos hombres tomaron asiento en ellas. La varilla de hierro de un reloj de sol, en la pared del edificio que albergaba las oficinas del puerto, indicaba que había pasado hacia poco la hora de cuarta: el barco que esperaban aún tardaría en llegar, y los dos hombres pidieron vino y aceitunas. Afranio se las comía con cuidado, mordisqueándolas con dientecitos de ratón, y luego se ponía los huesos en un pliegue de la túnica como si hubiera decidido pasar por la vida sin dejar el más mínimo rastro. Bebía apenas y a sorbos mínimos, contrariamente al prefecto que pronto se sirvió un segundo vaso. Lo vació de un sorbo y dijo:
—Me debes un relato, Afranio.
Este volvió la cara al sol, cerró los ojos y juntó las yemas de los dedos. Permaneció unos instantes en silencio como para poner en orden los recuerdos y luego comenzó su informe.
Jesús, hijo de José, carpinteros ambos. La familia es de Gamala, pero dice ser descendiente del rey David, que era de Belén. La reivindicación es ciertamente infundada, pero para nosotros resulta igualmente peligrosa.
Cualquiera que se enorgullezca de esta descendencia puede utilizarla como elemento legitimista para ponerse a la cabeza de una revuelta, y si el orgullo es indebido resulta más sospechoso todavía. José murió hace veintitrés años, crucificado por haber participado en la revuelta de los zelotas de Judas el Galileo. Jesús tenía entonces unos catorce años. La familia se refugió en Hebrón en casa de parientes, uno de los cuales, de la misma edad que Jesús, se ha hecho posteriormente famoso con el
nombre de Juan el Bautista.
El prefecto no pudo dejar de sobresaltarse, ligeramente pero lo suficiente para hacerle derramar algunas gotas de vino en las vendas que recubrían sus manos.
—Así que —exclamó— no solo Judas de Gamala, sino también Juan el Bautista. ¡Está loco, ese Caifás!
Afranio, que había abierto los ojos y los tenía muy fijos en Pilatos, estaba evidentemente a punto de atreverse a hacer una pregunta, pero el prefecto meneó la cabeza:
Aún no, Afranio, aún no. Prosigue tu relato.
—Vuelven a Gamala —dijo Afranio— y Jesús se hace cargo del taller de su padre. Estudia un poco y trabaja mucho, porque debe mantener a una madre, dos hermanas y cuatro hermanos. Por otra parte, todos comienzan pronto a trabajar en algo, de modo que no se puede hablar de grandes estrecheces. Es un muchacho de carácter abierto y jovial, le gusta comer y también beber, aunque con moderación. Va con gusto a las fiestas, hace la corte a alguna chica pero no se casa.
—¿Compañías peligrosas?— preguntó Pilatos.
—¿Bromeas, Hegemón? —exclamó Afranio, disimulando la excesiva familiaridad de la frase con el pomposo título griego que equivalía a prefecto—. Es imposible vivir en Galilea sin amistades peligrosas, a menos que no se tenga ningún amigo. Es amigo de los hijos de Judas, y sobre todo de Menajén, el más joven. Y un par de sus hermanos, José y Simón, formaron o forman parte de la banda de los zelotas.
El prefecto esbozó una sonrisa llena de preocupación e hizo una señal al tabernero para que trajese más vino. El gentío iba en aumento, porque ahora había asomado en el horizonte una manchita blanca que unos ojos expertos habían reconocido en seguida como una vela griega, aun así, el espacio en torno a Pilatos y Afranio seguía estando milagrosamente libre, protegido por algunas figuras tranquilas que parecían formar parte de la multitud y en cambio la frenaban, la desviaban. El prefecto admiró aquel trabajo tan bien hecho, y dio gracias tácitamente a su predecesor Valerio Grato por haberle dejado aquella inestimable herencia.
—Pasan los años —prosiguió Afranio— y, en realidad, considerando el nivel de politización de esta gente, cabe decir que nuestro amigo se compromete muy poco. Hasta que cierto día, hará un par de años, mi hombre de Gamala me hace llegar la noticia de que Jesús ha abandonado la pequeña ciudad. Pero ¿para ir adónde? Misterio. Por suerte mi hombre infiltrado en el grupo de discípulos del Bautista me señala su llegada a Betabara, donde ha tenido una larga conversación con su primo. Aunque inmediatamente después desaparece de nuevo.
—Por suerte… —dijo Pilatos.
Afranio sonrió:
—Mi hombre, que está haciendo el noviciado con los maestros esenios, me indica la llegada de Jesús a Qumrán, donde pasa el examen y es acogido en la comunidad.
Ahora la mancha blanca era claramente una gran vela trapezoidal. Los estibadores comenzaron a prepararse, enrollándose un trapo en la cabeza y comprobando las correas con las que iban a tener que sostener su carga. El oficial de la aduana salió del edificio y alzó la cabeza para echar una ojeada al reloj de sol. El comandante del puerto lanzó las últimas maldiciones para que las barquichuelas que se demoraban en el muelle se decidieran a dejar libre el espacio destinado a la nave mercante, y el oficial encargado de la seguridad, suspirando ante la idea del calor, se cubrió la cabeza con el casco de cuero que llevaba bajo el brazo y se aseguró el barboquejo, echando al propio tiempo una mirada de control a sus diez hombres situados en puntos estratégicos: ya en más de una ocasión la llegada de una nave había servido de excusa para desencadenar una trifulca, con el fin de clavar un puñal en la espalda de algún legionario.
—En muchos aspectos —continuó el griego—, se luce. En el estudio de las plantas medicinales, por ejemplo, pero sobre todo en las técnicas exorcísticas. Mi hombre me asegura que incluso los grandes maestros están maravillados por su capacidad de inducir a la gente a seguir sus consejos a fin de encontrar la paz de espíritu. En ciertos casos, por el contrario, provoca una gran crisis de gritos y gestos descompuestos y luego un sueño reparador, del que los lisiados se despiertan sumidos en una gran calma.
Ya —dijo Pilatos despectivamente—, eso que llaman expulsar los demonios.
—Yo en tu lugar no le infravaloraría, Hegemón —dijo Afranio—, pues todos nosotros, quien más, quien menos, tenemos dentro algún demonio que no conseguimos expulsar porque no conocemos su nombre. Si alguno puede liberarnos de él, ¿por qué rechazar su ayuda?
El otro se encogió de hombros.
—Hablas como mi médico —dijo—, se ve que sois griegos los dos.
Pero entretanto una pesada sombra había descendido a su corazón, la de siempre, que nunca conseguía ahuyentar más que por unas pocas horas: la visión de Claudia caminando muda y blanca como un lémur, poseída por un demonio al que Pilatos se negaba a dar nombre.
En aquel momento un hombre se destacó, gritando, de un nutrido grupo que hasta ese momento se había mantenido compacto y silencioso en espera evidentemente de la nave, y echó a correr en una dirección que podía ser la del muelle, pero también, con una ligera desviación en el momento justo, la del prefecto de Judea. Pilatos era un hombre de guerra de gran experiencia, e inmediatamente advirtió la posibilidad del peligro, pero mientras estaba aún pensando cómo reaccionar, un hombre de Afranio se había ya levantado como por casualidad de una de las sillas de la taberna y había dado dos pasos adelante: si el exaltado quería atacar al prefecto, el puñal que le pararía estaba preparado.
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