CONTRADICCIÓN 4 APROPIACIÓN PRIVADA Y RIQUEZA COMÚN

Publicado el 14 de enero de 2022, 22:09

LA RIQUEZA COMÚN creada por el trabajo social aparece en una variedad infinita de valores de uso, desde cuchillos y tenedores hasta tierras roturadas, ciudades enteras, los aviones en que volamos, los automóviles que conducimos, los alimentos que comemos, las casas en que vivimos y las ropas que vestimos. La apropiación y acumulación privadas de esa riqueza común y del trabajo social coagulado en ella se produce de dos modos muy diferentes. En primer lugar, existe un vasto conjunto de lo que ahora consideraríamos actividades extralegales, como el robo, hurto, fraude, corrupción, usura, violencia y coerción, junto con diversas prácticas turbias y dolosas en el mercado (monopolización, manipulación, arrinconamiento del mercado, alteración de los precios, pirámides de Ponzi, etc.). Por otro lado, la gente puede acumular riqueza mediante intercambios legalmente sancionados en condiciones comerciales no coercitivas y en mercados de funcionamiento libre. Los teóricos de la circulación y acumulación de capital suelen excluir las actividades del primer tipo como excrecencias externas al funcionamiento «normal» y legítimo del mercado capitalista, y construyen sus modelos de circulación y acumulación de capital sobre la suposición de que sólo el segundo modo de apropiación y acumulación privada de riqueza social es legítimo y relevante.

Creo que ya es hora de desmontar esa ficción benevolente pero profundamente engañosa promovida por los manuales de economía y de reconocer la relación simbiótica entre ambas formas de apropiación del trabajo social y de sus productos. Planteo este argumento basándome en parte en la simple razón empírica de que es estúpido tratar de entender el mundo del capital sin tener en cuenta los cárteles de la droga, los traficantes de armas y las diversas mafias y otras formas criminales de organización que desempeñan un papel tan significativo en el comercio mundial. Es imposible dejar de lado como excrecencias accidentales ese vasto conjunto de prácticas depredadoras tan fácilmente reconocibles en el reciente crac del mercado inmobiliario en Estados Unidos (junto con las recientes revelaciones de sistemática defraudación bancaria –como la falsificación de las valoraciones de activos en las carteras de los bancos–, blanqueo de dinero, pirámides de Ponzi, manipulación de los tipos de interés y demás hallazgos de la ingeniería financiera).

Pero más más allá de esas razones empíricas obvias, existen sólidas razones teóricas para creer que la esencia misma del capital alberga una economía basada en la desposesión. La desposesión directa del valor producido por el trabajo social en el lugar de producción no es más que un eslabón (aunque primordial) de la cadena de desposesión que nutre y sostiene la apropiación y acumulación de grandes porciones de la riqueza común por «personas jurídicas» privadas (esto es, entidades legales entre las que se encuentran las grandes corporaciones).

Los banqueros no se preocupan en principio, por ejemplo, por averiguar si sus beneficios e ingresos privilegiados provienen del préstamo de dinero a terratenientes que extraen rentas exorbitantes de labradores oprimidos, de comerciantes que estrangulan con sus precios a sus clientes, de las tarjetas de crédito y compañías telefónicas que estafan a sus usuarios, de compañías hipotecarias que desahucian ilegalmente a sus inquilinos o de fabricantes que explotan salvajemente a sus trabajadores. Aunque los teóricos de la izquierda política, inspirados por su lectura de la economía política de Marx, han privilegiado siempre la última de esas formas de apropiación como más fundamental en cierto sentido que todas las demás, la evolución histórica del capital ha mostrado una inmensa flexibilidad en su capacidad de apropiarse de la riqueza común mediante todas las demás formas mencionadas y mediante muchas otras. Los altos salarios obtenidos por los trabajadores gracias a la lucha de clases en el lugar de trabajo les pueden ser fácilmente sustraídos por sus caseros, las empresas emisoras de tarjetas de crédito o los grandes comerciantes, por no hablar de los recaudadores de impuestos. Los banqueros incluso construyen sus propios juegos de trileros, de los que obtienen inmensos beneficios, e incluso cuando resultan descubiertos es casi siempre el banco (esto es, sus accionistas) el que soporta el golpe y no los propios banqueros (sólo en Islandia fueron a la cárcel durante un tiempo estos últimos).

En el centro de ese proceso de apropiación privada de la riqueza común está la forma contradictoria en la que, como hemos visto, el dinero representa y simboliza el trabajo social (valor). El hecho de que el dinero, como polo opuesto al valor social que representa, sea intrínsecamente apropiable por personas privadas, significa que (con tal que funcione bien como medida y depósito del valor) puede ser acumulado sin límite por estas. Y en la medida en que el dinero es un depósito de poder social, su acumulación y centralización por un conjunto de individuos resulta decisiva, tanto para la construcción social de la codicia personal como para la formación de un poder de clase capitalista más o menos coherente.

El conocimiento de sus peligros para la convivencia social llevó a las sociedades precapitalistas a erigir barreras frente a la apropiación privada desmedida y al uso de la riqueza común, al tiempo que se resistían a la mercantilización y monetización de todo. Percibieron con gran perspicacia que la monetización disolvía otras vías de constitución de la comunidad de modo que, como decía Marx, «el dinero había destruido la antigua comunidad convirtiéndola en la comunidad del dinero» 1 . Todavía cargamos con las consecuencias de aquella transición. Que aquellas antiguas sociedades perdieran en último término esa batalla no debería disuadirnos de considerar formas de contener esa apropiación privada de la riqueza común, ya que todavía encierra inmensos peligros en términos de apropiaciones e inversiones despiadadas sin tener en cuenta las consecuencias medioambientales o sociales, amenazando incluso las condiciones para la propia reproducción del capital.

Aunque todo esto debería ser evidente de por sí, en el cálculo monetario hay algo aún más siniestro que imprime realmente su sello sobre la política y práctica de la acumulación por desposesión como característica distintiva del núcleo dinámico del capital. En el examen del funcionamiento del dinero vimos que la distinción entre valor y precio abría una brecha entre las realidades del trabajo social y la capacidad de adherir una etiqueta con un precio ficticio a cualquier cosa, sin importar si se trata de un producto del trabajo social o no. ¡Tanto la tierra sin cultivar como la conciencia se pueden vender por dinero! La brecha entre valores y precios es, por lo tanto, no sólo cuantitativa (los precios pueden subir o bajar instantáneamente como respuesta a cualquier desequilibrio entre oferta y demanda), sino también cualitativa (se podría poner un precio incluso a cosas tan inmateriales como el honor, los compromisos o las lealtades). Esa brecha se ha convertido en un ancho y profundo abismo a medida que el capital expandía su ámbito y penetración con el paso del tiempo.

De todos los autores que conozco fue quizá Karl Polanyi, un historiador de la economía y antropólogo socialista de origen húngaro que acabó trabajando en Estados Unidos en el momento álgido del macartismo, quien vio más claramente la naturaleza de este fenómeno y los «peligros para la sociedad» que plantea. Su influyente obra La gran transformación fue publicada originalmente en 1944 y sigue siendo hasta hoy un texto de referencia. Tal como señalaba, los mercados para el trabajo, la tierra y el dinero son esenciales para el funcionamiento del capital y la producción de valor. 

 

1

Karl Marx, Grundrisse, Harmondsworth, Penguin, 1973, p. 223 [ed. alemana: Grundrisse, en MEW Band 42, Berlín, Dietz, 2005, p. 149; ed. cast.: Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, Madrid, Siglo XXI, 1972, p. 157 del vol. 1].

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