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Publicado el 21 de enero de 2022, 23:50

Entendí que debía de ser una ciencia muy bella, algo importante. Pero si no te tomas un respiro, continuarás amargado y ceñudo, y no creo que consigas captar toda la belleza de esas verdades que buscas…
En esta ocasión no bajó la mirada y yo permanecí allí, en silencio, admirando a aquel rostro tan limpio. Cerré los libros y me acerqué al fuego.
—¿En tu tierra el invierno es tan riguroso como aquí?
—No, Yolanda. Se le parece, pero no tanto.
—¿Qué quiere decir Palis?
Sonreí para mis adentros al pensar en el nombre que había escogido durante la huida: Palis Jordanus.
—Al igual que tú, jamás he conocido a mi familia. El viejo pastor que me recogió pensó en darme el nombre de una diosa, Palas, que velaba por la fecundidad de bueyes, cabras y ovejas y los protegía de la peste y, sobre todo, de los animales feroces.
Las manos, ateridas por el frío y el uso del estilo, comenzaban a reavivarse con el calor del fuego, al igual que los pies. Yolanda continuó bordando mientras el leño se consumía.
Seguía con atención aquellos dedos tan delicados que poco a poco creaban blancos pétalos de lirio sobre la tela colorada. Hice acopio de valor y rocé, con la mirada, las largas cejas negras que enmarcaban los ojos, no conseguí resistirme y me detuve en los labios rojos, entreabiertos, casi en forma de corazón. Y por mucho que me esforzase por mantenerme en calma, no dejaba de temblar. Mis ojos permanecían allí, bebiendo de aquel sueño nunca acariciado, entreabriendo el rojizo temblor de aquella boca.
Dieron las completas. Me levanté, me coloqué la capa y salí mientras los latidos de mi corazón se confundían con las ráfagas heladas de la tramontana.
La pequeña judería, en cuyo centro se erguía la sinagoga, estaba rodeada por una muralla que la separaba a poniente de la catedral de Saint-Nazaire. Tres de las cuatro puertas —que durante un tiempo estuvieron cerradas— solían estar abiertas. La única que había sido tapiada por orden del obispo Emengaud era la que daba a la plazoleta lateral de la catedral. La taberna no quedaba muy lejos y me adentré por el dédalo de callejones que ya conocía de memoria.
La nevisca, arremolinada por las ráfagas del cierzo que silbaban en la calleja, me salpicaba el rostro. De vez en cuando, la tenue claridad de una linterna me permitía proseguir sin tropezar. Siempre atento a no deslizarme sobre aquella capa helada, alcancé la taberna. Era un local amplio, lleno de mesas y de techo bajo. Unas cuantas lámparas de aceite arrojaban más sombras que luces, pero se respiraba un aire despreocupado. Algunos parroquianos jugaban a los dados mientras la mayor parte rodeaba una mesa donde un joven tocaba un laúd y cantaba. Sus chanzas, unidas a las muchas jarras de vino, cerveza y sidra, suscitaban risas ininterrumpidas.
Bernard no había llegado aún, así que, con una jarra de hidromiel, me quedé en una esquina. La mujer del tabernero era como todas: gruesa, de risa fácil y aficionada a las proposiciones más o menos galantes, siempre dispuesta a reír y cantar con todos. En aquel momento pedía al joven músico —que tenía toda la pinta de ser un clérigo errante— que recitase un clásico poema goliardo, en boga por aquel tiempo, La declinación del campesino.
Dos clientes comenzaron a gritar, alzando sus jarras y trasegando sonoramente:
—¡Nominativo singular!
El joven pulsaba las cuatro cuerdas del laúd y, con voz dulce, como si estuviese entonando una canción de amor, respondía en latín y luego en occitano:
Hic vilanus… Este villano…
—¡Genitivo singular!
Huius rustid… De tal palurdo…
—¡Dativo singular!
Huic ferfero… A este diablo…

Intentaba imaginarme la vida de los estudiantes de la universidad de París mientras el joven juglar llegaba al ablativo plural, cuando entró Bernard. Los parroquianos apenas le hicieron caso y —como si quisieran hacerse perdonar las burlas que habían lanzado contra los campesinos poco antes— lanzaron vivas, con un aire mucho menos socarrón, por la revuelta de los labradores normandos ocurrida en 997.
—Los campesinos y los villanos —cantaba el músico—, tanto del bosque como del llano, en veinte, en treinta, por cientos, han tenido a bien trabar buen parlamento y pregonan a los cuatro vientos…

—¡Que nuestro enemigo es nuestro dueño! —respondieron todos a coro.
—Bienvenido, Bernard —saludé al hombre de pelo pajizo, ojos claros y complexión recia, mientras él, con una jarra de cerveza en la mano, se sentaba a mi lado y se quitaba la capucha de piel blanqueada por la nieve y la sacudía en la pata del trípode sobre el que me había acomodado.
—¿Va todo bien? —Y, al ver mi intento de seguirle el hilo, puso la jarra sobre la mesa y se quitó la capa sin añadir nada más.
—… Se prometieron bajo juramento permanecer unidos hasta el final y defenderse de todo mal…
—¡Pues nuestro enemigo es nuestro patrón!
—El duque, informado de todo esto, envió al conde Raúl, quien con un gran número de caballeros, sembró tristeza y dolor. A muchos hizo arrancar dientes y ojos, las manos a cientos cortaron, las pantorrillas de todos quemaron, a otros hizo empalar… pero sin llegar a matarlos. A otros echaron a la hoguera o sumergieron en plomo hirviente. Horrible era mirarlos: adondequiera que iban, eran reconocidos. Los campesinos se retiraron, abandonando lo que habían emprendido.
La triste historia había terminado. Las cuerdas del laúd acompañaron las últimas palabras, llenas de melancolía. Sin embargo, tras una breve pausa, los espectadores se miraron fijamente y, como si lo hubiesen acordado, se negaron a que terminase de esa manera. Alzaron sus jarras y gritaron:

—¡Y nuestro enemigo es nuestro patrón!
—Disculpa, Bernard. Conocía el suceso, pero no el poema. Es una buena manera de conocer tu tierra y el carácter occitano.
—¿Lo has escuchado? —sonrió—. Cantan la historia de los campesinos sin que ninguno de ellos lo sea. Hace mucho que se ha comenzado a odiar esa palabra: dueño. Las cosas están cambiando, aunque lentamente. Piensa que el jovencísimo vizconde Raimundo-Roger de Trencavel tan sólo tiene veintitrés años y es mucho más voluble y tolerante que su padre.
Al decir esto último, arrugó su narizota. Le pregunté qué había pasado.
—Bien, hace exactamente cuarenta años, aquí, en Béziers, hubo una revuelta. Terratenientes, comerciantes, burgueses, tejedores y campesinos, hartos de ser tiranizados, pegaron al obispo, le destrozaron la cara y los dientes, y mataron al vizconde Raimundo de Trencavel, abuelo del actual Raimundo-Roger, justo en la iglesia de Santa María Magdalena. La causa, o pretexto, que dio pie a esta revuelta fue el hecho de que un caballero del vizconde había ofendido gravemente a un burgués y no se decidía a una reparación. El hijo del noble asesinado, Roger II, hostigado también por el obispo, se vengó de una manera horrible: pagó un pequeño ejército de bandidos-asesinos aragoneses, asedió la ciudad y, mediante engaños, logró penetrar en las murallas. Lo arrasó todo. Fue una auténtica masacre. Sólo se salvaron los judíos y cuantos consiguieron refugiarse cerca de ellos, al socaire de sus muros, en su pequeña judería. Tantos fueron los muertos, que los aragoneses fueron invitados por el conde a que se casaran con las viudas y las hijas de sus víctimas. ¿Te aburro? —Sin embargo, debió de leer la curiosidad en mi rostro porque continuó sin darme tiempo a responder—. Bien, la lección sirvió incluso para el obispo y el vizconde. De aquella sangre brotaron muchas libertades para esta ciudad, quizá la que más aspira a una verdadera independencia. Ya has visto los aires que se respiran aquí: se es tolerante con todos. Conviven respetuosamente valdenses, católicos, cátaros, burgueses, comerciantes, judíos… Los pobres sacerdotes no cuentan para nada. Casi nadie paga el diezmo, muy pocos se confiesan y toman los sacramentos, y menos son los fieles que prefieren ir a la iglesia, salvo cuando es día de precepto. Ninguno piensa, ni en sueños, en testar a favor de la Iglesia. En vista de cómo eran las cosas antes, y sin las cadenas del obispo y el vizconde, las gentes han comenzado a hacer valer sus razones, a trabajar, a hacer cualquier cosa por iniciativa propia, a no sentirse más esclavas en el cuerpo ni en el alma. La ciudad ha florecido. Por doquier encontrarás tolerancia, bienestar… El comercio va bien. A todo esto cabe añadir el hecho de que el pueblo ha elegido libremente a sus cónsules y que, en su mayoría, ha abrazado la doctrina cátara. Mañana por la tarde, y durante los próximos días, más de la mitad de la población irá a escuchar al perfecto cátaro Guilhabert de Castres. ¡Ahora comprenderás por qué los curas llaman a Béziers la guarida del diablo!
A una señal de mi amigo, el tabernero llenó de nuevo las jarras con hidromiel y cerveza. Comenzaba a desvanecerse el frío en los huesos. El joven trovador había vuelto a pulsar las cuerdas del laúd y, con su voz argentina, entonaba una canción de amor. Bernard se empeñó en que probase la cerveza. Era amarga, fuerte: puse los ojos en blanco.

—¿Ves qué maravilla, amigo Giordano? A primera vista es como todas las demás, pero la cebada de esta región es tan buena que esta bebida de sabor áspero acabará por conquistar a un tragantón de agua con miel como tú. Di otro sorbo, atraído por el nuevo sabor.
—Una vez Yolanda me contó que también vinieron a predicar el obispo de Osma y Domingo de Guzmán. ¡Ah, Bernard, he de confesarte que no consigo comprender el sentido de esta historia de prédicas y excomuniones!

Se limpió con un dedo la punta de su narizota, cubierta con espuma de cerveza.
—Para empezar, te recuerdo que el conde de Tolosa es también duque de Narbona, marqués de Provenza, señor de Agenais, Rouergue, Quercy, Albigeois, Comminges, Carcassés, así como del condado de Foix, y que nuestro Raimundo-Roger de Trencavel es su vasallo.
»Cincuenta ciudades y ciento diez castellanos lo reconocen como su soberano. Cada vez que hay algún litigio entre ellos, debe intervenir para serenar las aguas. El conde Raimundo VI de Tolosa es el verdadero señor de todos los países occitanos. El verdadero gran enemigo al que combatir en el caso de que el papa tenga la intención de apoderarse de nuestras almas y nuestras tierras. A diferencia del inflexible padre que perseguía a los herejes, el conde, aun siendo un católico convencido, es hombre tolerante y pacífico. Hace tres años los legados pontificios Raoul de Fontfroid, Pierre de Castelnau y Arnauld Amaury lo obligaron a jurar que exterminaría a los herejes. El 6 de julio del mismo año, 1205, el papa les escribió una carta en la que calificaba a sus emisarios también como inquisidores por la sede apostólica. Hace dos años, los tres se unieron a Diego y Domingo para predicar de ciudad en ciudad, incluida Béziers. Sin embargo, los tres magníficos, en lugar de ello, se dedicaron a hacer política y provocaron al conde. Pierre de Castelnau, por su parte, instituyó la liga de la paz; en la práctica, una asociación que sólo persigue la excomunión y el llamamiento a las armas echando mano de la enemistad, la ira y las escaramuzas entre los diversos vasallos del conde. La liga de la paz es una pura y simple provocación contra el conde, quien afiliándose no hubiera podido intervenir más para apaciguar los tumultos entre sus estados vasallos. Además, habría debido comenzar una guerra contra los herejes, y lo ha rechazado. En suma, con gran puntualidad, en la primavera del pasado año, Pierre de Castelnau viajó a Tolosa, donde excomulgó al conde y lanzó el interdicto sobre sus posesiones, proclamando por todas las tierras occitanas el abandono en botín. El papa confirmó la sentencia de excomunión y escribió al conde acusándolo, además, de proteger públicamente a los judíos, de «volar como cuervos y alimentarse de carroña» —tomó un sorbo de cerveza; los ojos bien abiertos—. Pero nadie ha alzado las armas contra los herejes. El papa, al ver que han fallado todos sus intentos, mantiene el fuego encendido con sus apelaciones al rey de Francia, a los condes y a los barones del norte. En su última carta dice textualmente: «no queda más que el martillo de la guerra para conducir a esos sectarios al arrepentimiento y el conocimiento de la verdad».

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