Capítulo IX 277-292

Publicado el 25 de enero de 2022, 1:22

Pero aquel continuó su clamorosa marcha sin desviarse, seguido por su grupo que también había empezado a lanzar gritos y anatemas en arameo.
—¿Qué gritan? —preguntó Pilatos.
—Protestan por la carga de la nave que llega —tradujo el pequeño espía—; son vinateros de Safed y dicen que mis compatriotas de Rodas les hacen una competencia desleal, piden que se suba el arancel al vino griego.
Pilatos se quedó observando al grupo que voceaba, que ahora ya era
asunto de los legionarios. Estos sacaron la espada corta de la vaina y, en vista de que los manifestantes no obedecían a la orden de dispersarse dada por el oficial, comenzaron a asestar grandes golpes con la lama de la espada sobre los hombros y también en las cabezas. Alguno cayó al suelo por los trastazos, hubo salpicaduras de sangre tras algunos golpes dados un poco con el filo, y el vocerío llegó al cielo porque muchos de los presentes, protegidos por la multitud anónima, unían sus maldiciones contra el imperio a las de los vapuleados.
Afranio echó una moneda sobre la mesa y se levantó, invitando al prefecto, con un gesto de la mano, a hacer otro tanto.
Vamos, Hegemón —dijo—, tu presencia aquí no hace sino calentar aún más los ánimos.

Pilatos echó una ojeada a la vela blanca, que iba aflojándose para frenar la carrera de la nave a la vista del puerto, luego se encogió de hombros. En realidad no tenía ninguna prisa por ver sus estatuas, e incluso estaba empezando a arrepentirse de su adquisición. Ya había tenido bastantes problemas por ignorar la aversión de los judíos a las imágenes no solo del emperador, sino de cualquier figura humana, y no se había preocupado de ello porque se sentía fuerte con la protección de Sejano, pero comprendía que en Roma las cosas podían cambiar de un momento a otro y que había llegado el momento de la prudencia. Por eso había empezado a enviar directamente a Tiberio una copia de sus informes, y también por ese motivo había aceptado poner a prueba aquellas locas ideas de Caifás.
—¿Por dónde íbamos, Afranio? — preguntó.
Seguidos discretamente por algunos policías, retomaron el camino que, saliendo de la población, llevaba al teatro construido junto a la playa y luego al palacio del prefecto, y el pequeño griego reanudó el relato.
—Estábamos en Qumrán —dijo—, donde nuestro hombre se queda un año pero luego, justo la víspera de la prueba de admisión al segundo año, se va y se lleva con él a otro alumno, un tal Juan, llamado el Sacerdote, porque forma parte de una rica familia de saduceos de Jerusalén. Vuelven al desierto y Juan — el otro, el primo— los bautiza a ambos. Los dos recién llegados se unen al grupo y comparten pieles apestosas y langostas fritas, pero pronto salta a la vista que Jesús está robando protagonismo a Juan: aumenta la gente que quiere ser bautizada en las aguas del Jordán por él en vez de por el Bautista, y algún discípulo cambia de bando. A pesar de ello, siguen manteniendo excelentes relaciones, y gritan juntos «¡Arrepentíos!» y «El reino de Dios se acerca». Pero Jesús deja para Juan las invectivas contra nuestro pobre amigo Antipas, acusado de haberse enamorado perdidamente de nuestra bella amiga Herodíades.

Estaban bordeando las gradas de piedra caliza blanca del teatro, que descansaban con elegancia sobre el declive de la playa para terminar, a escasa distancia del agua, en la orquesta y en la escena. Esta estaba cerrada por las quintas y por la pared del fondo, más allá de la cual, desde su elevada posición, Pilatos y Afranio podían ver el mar y, volviéndose un poco hacia la derecha, el puerto donde había ya anclado el bajel griego. Los dos hombres se detuvieron a mirar y de improviso una figura delgada y vestida de blanco salió de detrás de la pared, seguida a pocos pasos, en un violento contraste, por las figuras imponentes y oscuras de dos legionarios.

El prefecto la siguió con los ojos, mientras un pensamiento le rondaba por la cabeza: si alguien puede liberarnos, ¿por qué rechazar su ayuda? Pero entonces las manos, que aquel día le habían dejado más tranquilo que de costumbre, empezaron de nuevo a escocerle obligándole a repetir ese gesto con que se las llevaba a las axilas, para combatir el picor con la presión. Les odio, pensó con cansado furor, les odio a todos. Sejano tiene razón. Si fuese aún poderoso como hace algunos años, cuando me mandó aquí, no lo dudaría un instante, pero ahora…

Reanudó el camino apretando el paso, para hallar reposo lo antes posible en las abluciones balsámicas, y el pequeño griego se colocó a su lado manteniendo el paso no sin cierta dificultad.

—Continúa, Afranio —ordenó.

—En ese momento —dijo el otro—, Jesús se retira al desierto. Nada de extraño, es lo que hacen todos los judíos que se sienten destinados a grandes cosas. Es en el desierto donde viven los demonios, por lo que es allí donde hay que poner a prueba la capacidad de resistir a sus reclamos. El desierto significa soledad, el desierto significa austeridad, el desierto significa grandeza. En el desierto, hará ahora la friolera de un millar de años, estaba el profeta Elías, que ensalzaba o censuraba al rey de Israel y cuyo retorno esperan en el mismo carro de fuego con que ascendió a los Cielos, para liberar al pueblo de los fastidios que vosotros los romanos les causáis.

—Así pues —dijo Pilatos—, ¿este Jesús se cree destinado a grandes cosas?

Afranio se encogió de hombros.

—Como sabes, los judíos que se creen destinados a grandes cosas abundan, tanto que este desierto suyo, a pesar de ser uno de los lugares más inhóspitos que yo haya visto nunca, pulula de gente. Y efectivamente…

—Uno de tus hombres —le interrumpió Pilatos— ha podido controlar los movimientos de Jesús también en la soledad del desierto.

—Lo hacemos siempre —admitió Afranio—, para evitar que otro Judas de Gamala nos coja desprevenidos, pero en realidad no hay mucho que controlar porque hacen todos lo mismo: ayunan, oran, permanecen inmóviles durante horas y horas mientras las bestias salvajes merodean a su alrededor, y de vez en cuando se entregan a crisis de furor en las que maldicen a todos los demonios por los que se sienten acosados. Tienen todo un grupo de ellos: desde el príncipe de las fuerzas del mal, al que a veces llaman Belial y a veces Satán, al macho cabrío Azazel y al vampiro Aluqa, hasta la hermosa Lilit, que de noche seduce a los hombres y al rayar el alba se desvanece.

Habían llegado a la escalinata que desde la terraza del palacio descendía a la playa, los centinelas hicieron la señal de saludo, los fidelísimos legionarios de Pilatos reaparecieron como por ensalmo para retomar su papel de escolta y los hombres de Afranio se esfumaron. El prefecto pudo finalmente sumergir las manos, con inmenso alivio, en el baño balsámico, y quedándose en aquella postura muy poco digna dijo al jefe de los servicios secretos:

—Espero que no quede mucho, Afranio.

El otro negó con la cabeza.

—Unas pocas palabras apenas. Permaneció cuarenta días en el desierto, luego, con un par de discípulos que se reunieron con él, llegó a Jerusalén cuando comenzaba la fiesta de las Tiendas. De ahí en adelante sabes tú más que yo, pero estoy convencido de que querrás llenar mi laguna.

Aún no, Afranio, aún no. Me falta un pequeño retrato de este personaje nuestro, me basta con unas pocas palabras.

—Un tipo corriente —dijo Afranio—. Estatura medio alta, tez morena clara, largos cabellos negros, bigote y barba. Conoce el hebreo, pero habla el dialecto siríaco mezclado con algunas palabras hebreas que usan casi todos; bastante bien de griego, casi nada de latín. Estudios escasos, todos del tipo de estudios que hace esta gente: desentrañan sus libros sagrados y solo los libros sagrados, como si contuvieran toda la sabiduría del mundo, y si les hablas de lógica aristotélica piensan que es una blasfemia.

—Por lo que parece, sin embargo — se decidió a decir Pilatos—, él tiene algo más, y este algo podría resultarnos muy útil.
Afranio, que se había puesto en la boca un dátil, deglutió deprisa.
—Esto es lo que quería saber —dijo—. ¿Qué te dijo Caifás?
—Me dijo muy poco, Afranio, y quizás hice mal escuchándole y prometiéndole que nos fiaríamos de ese Jesús. Pero, como sabes, el momento es difícil, y no podemos correr el riesgo de una nueva revuelta.
Sacó las manos de la jofaina y las extendió al esclavo, para que se las envolviera en nuevos vendajes de lino, y al hacerlo dio la espalda a Afranio. —Caifás me dijo —prosiguió— que a este nuevo reyezuelo del desierto, a este enésimo ungido de su Dios, no debemos detenerlo ni castigarlo, sino más bien ayudarle, y protegerle. Dice que la situación es muy tensa, que los judíos esperan a un Mesías que extermine a los romanos, que hay muchos aspirantes al papel de Mesías y todos hablan de guerra, y que Jesús el Nazareo habla de paz.
Pasaron algunos minutos, el esclavo vendaba las manos de Pilatos, Afranio mordisqueaba unos dátiles, nadie hablaba. Finalmente, el prefecto de Judea se volvió hacia su agente.
—¿Qué piensas de ello, Afranio?
El pequeño griego se sacó de la boca un hueso de dátil y se encogió de hombros:
—Si no funciona, siempre podemos matarlo.

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