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Publicado el 29 de enero de 2022, 22:12

—Ciertamente, el rechazo de los señores occitanos a empuñar las armas contra los herejes ha dado la gran oportunidad al papa. Ay, Bernard, creo que ahora sólo falta que suene el último toque de trompeta.

Callamos ambos con el pensamiento fijo en aquel «martillo de la guerra». Después nos distrajimos con las canciones y las bromas de los parroquianos. El trovador contaba y representaba con pantomimas la historia del rey de Francia y de la pobre Ingelburga, a la que había repudiado y que cada día enviaba una carta al papa, quien no acertaba a comprender a que aspiraba en realidad la reina nórdica. ¡Sin embargo había hecho todo lo posible por volver a unirla con el rey!

»Hasta que llegó el día en que alguien le dio un buen consejo que siguió de inmediato. Mandó a un joven legado para que la consolase y entendiese sus deseos. ¡Milagro! Nadie acertó a saber cuáles fueron las argucias de las que se sirvió el legado para fortalecer la paciencia de la reina repudiada y sola, pero debía de tratarse de un sólido argumento, pues la soberana dejó de lamentarse al papa…

—Ay, si también yo tuviese un argumento como ése…

El trovador pulsaba las cuerdas del laúd mientras el público que lo rodeaba respondía a una:

—Ay, si también yo tuviese un argumento como ése…

Y las risotadas dieron fin a aquel juego para comenzar de inmediato con otro.

Bernard encargó otras dos jarras de cerveza. El frío se había desvanecido por completo. Entre sonrisas, me dijo:

—Ah, tenías que estar aquí por el tiempo del matrimonio del rey con la bella danesita que fue repudiada la misma noche del himeneo… ¡sin que nadie supiese por qué! Los trovadores dieron rienda suelta a la imaginación: recuerdo que la cosa más limpia que llegaron a decir fue que el rey se quedó muy perplejo al levantar el vestido de Ingelburga y encontrarse, no sin sorpresa… ¡tres piernas!

Soltamos una risotada que se confundió con la de los demás. Dios mío, no sé qué me pasaba. Me encontraba aturdido. Quizá la cerveza se había inflamado con el hidromiel. Un relámpago me nubló la vista. Mi mente recordó aquellos labios rojos, en forma de corazón, apenas cerrados: mis pensamientos los rozaron. Me costó bastante dominarlos. Para recuperar el control sobre mí mismo, pregunté a Bernard qué había pasado mientras Diego y Domingo predicaron en Béziers.

Los ojos de mi amigo brillaron una vez más. Le agradaba que me interesase tanto por la historia, así como por el destino de su ciudad y sus gentes.

—Bueno, hace poco más de un año, el obispo de Osma, Domingo de Guzmán, Raoul de Fontfroid y Pierre de Castelnau dedicaron quince días a predicar y discutir, aunque con escaso éxito. El segundo día se me acercó el joven Domingo de Guzmán, un fanático enloquecido, pero creo que de buena fe, y me dijo que temía por la vida de su compañero, el legado pontificio Pierre de Castelnau. Intenté tranquilizarlo explicándole que, si bien la mitad de la población era hereje, se trataba de gentes completamente pacíficas que jamás le causarían ningún daño. Y él me dijo que tal vez tuviese razón… ¡aunque igualmente se merecían que les rompiesen la espalda a bastonazos! Me solicitó una escolta. Y recuerdo que fue categórico: «No para nosotros, hijo mío, sino para el legado Pierre. ¡Sólo para él!». Así que le envié cuatro hombres armados que, durante los días que pasaron aquí, no se separaron de él ni un momento.

—Pierre no cae nada bien a la gente, ¿me equivoco?

—No se trata de eso. Era como si Domingo no tuviese una sensación, sino que estuviese seguro.

—Supongamos que hubiesen matado a Pierre aquí, en la guarida del diablo. Es probable que ya estuviésemos en guerra, ¿verdad, Bernard?
—Me inclino a pensar que sí. Por eso debo estar agradecido a Domingo. Pero ¿quién podía desearlo? Desde luego, los ciudadanos de Béziers, no. Aunque todos sabían que la presencia de Pierre era una provocación, ninguno habría osado levantar la mano sobre él.
—Alguien lo habría hecho, Bernard.
—Pienso que Pierre también se dio cuenta, pues no tardó mucho en esconderse durante siete meses en Villeneuve-lès-Maguelonne. Debía de tener la sensación de que el peligro que lo amenazaba era grave y real. En cambio, tú, amigo Giordano, ¿por qué no me cuentas lo que sabes? —La cerveza había trasformado su voz suave en pastosa.
—Es inútil. Las personas que me rodean estarían en peligro.
—¿Yolanda?
—Sí, también ella.
—¿Es tu mujer?
—Oh, no, Bernard. No…
—Oh, sí, Giordano. Creo que sí. Puedes gritar lo contrario, pero tu corazón no te oirá… porque ya es suyo. Basta con que pienses un poco en ella para que tus ojos se llenen de vida.
—Pero la respeto, Bernard.
—Y te creo. Pero afirmo que eres tonto por oponerte a tu corazón —sus ojos mostraron una sonrisa limpia, sincera.
Bebí a tragantadas la jarra de cerveza para disimular mi azoramiento. Bernard había expresado con palabras cuanto yo no me había atrevido a admitir. Farfullando, busqué una escapatoria en los problemas que más nos apasionaban.
—Bernard, no hay remedio: matarán a Pierre de Castelnau. Lo ordenará Arnauld Amaury porque así lo exige la santa causa. Necesitan un mártir de excepción para que toquen a generala. Y él lo sabe y está cansado de huir. Espera la muerte y ahora parece que la pida en público.
—Y no podemos hacer nada.
—Nada, Bernard. Él mismo está dispuesto. Ya no huye.
Ambos bajamos la cabeza, aplastados por aquella verdad tan desoladora.

Después, mi amigo, tras alzar de nuevo la mirada y sin apartarla de mí, me apretó los brazos con sus manos nerviosas.
—Escucha el motivo por que te he llamado para encontrarnos. Ya dominas nuestra lengua perfectamente, ¿por qué no lo intentas? He hablado con los cónsules, con amigos muy queridos… y todos te apoyarán. Abrimos una escuela laica, una escuela libre, sin curas, donde nuestros niños puedan aprender latín, griego… y, sobre todo, las artes del cuadrivio en las que tanto destacas.
—Bernard, tan sólo tengo buenos conocimientos de aritmética y geometría. Apenas sé algo de astronomía. Por no hablar de la música: lo poco que entiendo se lo debo a Boecio. El único instrumento que conozco es la flauta de Pan…
—¡La flauta con tantas cañas! Te oí un día, ¿sabes? Muy dulce, pero triste. ¿De dónde sacaste un instrumento como ése?
—Me lo fabriqué cuando era muchacho. Los pastores griegos lo inventaron hace dos mil años. Pero, Bernard, volviendo a la escuela. Necesitaremos muchos libros, ¿te das cuenta?
—Es asunto nuestro —dijo con las manos temblorosas y una mirada suplicante—. No pienses en ello. Shimon asegura que en Granada y Toledo conseguirá todo lo que necesitamos: Aristóteles, Arquímedes, Pitágoras… Y ha dicho que tienes el don para enseñar, que sus hijos han aprendido muchísimo contigo en muy poco tiempo. ¡Has de hacerlo! ¡Ya se encargarán otros de tu trabajo! Sabes cosas que nadie sabe. ¡Y son importantes! Además, no dejas de hablar del poder del conocimiento y la razón. Nunca pierdes la ocasión de repetirme: «cuando la razón tira los ídolos al suelo, se convierte en fuente de vida». Así que… ¡debes hacerlo!
Al verme turbado, me miró inquisitivamente… y después su cara mostró una sonrisa burlona.
—¡Mi tonto amigo! No quieres separarte de Yolanda. Pero ella estará contigo. Aunque si no quisiera, la obligaremos a sacrificarse en nombre del saber —y se reía sinceramente.
—Está bien, probemos. Pero que la noticia no llegue a oídos del obispo Ermengaud o de sus esbirros. Es mejor para todos, créeme.
Con una expresión radiante, pidió otras dos jarras de cerveza. Intenté oponerme, pero no sirvió de nada.
—¡Giordano, brindemos por la nueva escuela! En París tienen una gran universidad, la mayor escuela que hay en el mundo, ¡pero no es libre! Allí reina la teología y las artes liberales sólo progresan siempre y cuando ésta lo permita. Aunque en ella se encuentran las mejores mentes, falta lo más importante: ¡libertad de pensamiento! La universidad se mantiene con los dineros de Roma y mandan las ideas del papa. Aquí, en nuestra pequeña ciudad, tan sólo habrá un maestro: tú. Pero tendrás a tu disposición el mayor de los bienes, casi desconocido en nuestro mundo deshumanizado: ¡la libertad!
Brindamos, rebosando entusiasmo por todos nuestros poros. Y mientras aclamábamos aquella breve palabra mágica, fuente de vida y muerte, se abrió la puerta de la fonda.
Una ráfaga de viento helado se coló tras el hombre, quien se despojó de su capa y su gorro. Bajo una barba espesa y oscura, dos ojos asustados y consternados. Al ver a Bernard, avanzó hacia nosotros. Le ofrecí de inmediato mi jarra, que vació de un solo trago.
—¿Qué diablos ha pasado, Rinaldo?
—He cabalgado dos días enteros… Se acabó, Bernard, se acabó —y se dejó caer sobre un banco.
Incluso el trovador calló y dejó de pulsar las cuerdas. El silencio se cernió sobre la taberna. El hombre continuó con su voz grave.
—Ayer, poco después del alba, en Saint-Gilles, mataron al legado pontificio Pierre de Castelnau.
Sólo se oía el silbido del viento que soplaba en los callejones para lanzarse a las aguas frías del Orb. Bernard, con la voz rota por la emoción, le preguntó por los detalles del suceso. Rinaldo prosiguió, con voz grave:
—No estaba presente, pero se ha corrido la voz. Yo también estaba en San Egidio. Por lo que se dice, anteayer parece que hubo una violenta discusión, siempre a propósito de la maldita herejía, entre un caballero del conde Raimundo VI de Tolosa y Pierre de Castelnau. El caballero se había alojado en el mismo hostal que el legado. Ayer, al alba, Pierre, tras oficiar la misa, se disponía a cruzar el Ródano con sus compañeros cuando el caballero del conde lo apuñaló por la espalda y se dio a la fuga. Ocioso es contaros los gritos del otro legado, Arnauld Amaury: según él, se trataba de un complot urdido por el conde. De hecho, podía jurar que había asistido a un violento altercado entre el noble y el emisario, y no con el caballero. El conde había amenazado de muerte al legado y Pierre de Castelnau murió como mártir y santo tras perdonar a su asesino.

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