12 Floro, asesinado

Publicado el 31 de enero de 2022, 22:50

Va a llover, lo presientes. Como tu abuelo, que siempre presagiaba el cambio de climatología por el regreso de sus dolores de reuma. Y a ti te ha comenzado a doler la pierna. Pero a lo mejor no es el clima y tus achaques son el producto de una falta de respuesta ante lo que está ocurriendo. Estas montañas no creen en vuestra eternidad, ni en la de nadie, por eso os van matando poco a poco.
Laviana, una hora escasa en taxi —piensas—. Tiempo suficiente para que todas las miradas del pasado se presenten colgadas de los acebos, matorrales y fresnos que pueblan los laterales de la carretera.
Atravesáis Ciaño. Pozo María Luisa, ¿cuántas historias encierras, legendaria mina? ¿Cuántos poemas escribieron los juglares sobre ti? Si la historia de los primeros y de los últimos guerrilleros contra el fascismo se fraguó en estos valles, ¿a cuántos amamantaste? ¿Es sangre jacobina la que mana de tus manantiales?
Blimea, 2 kilómetros, lees. Y te llega el recuerdo de su párroco asesinado por el fascio, Félix Pastor, el que casó a Tuco y Carmen, un verdadero enlace activo, la excepción al clero retrógrado de sotana y pistola que quiso imponer la fe a golpe de carabina.
Pola Laviana, 1 kilómetro, dice el letrero. ¿Quiénes fueron los últimos que batallaron por aquí? ¿Fue el grupo delos Caxigales? Sí, en el 50 aún estaban por los montes, pero otra felonía se los llevó.
El taxista pregunta a un parroquiano dónde ha sido el asesinato. «A las afueras, no tiene pérdida, ya verá los coches de la Guardia Civil» —responde—. Efectivamente, allí estaban dos parejas de guardias civiles hablando con los vecinos que se arremolinaban en la fachada de una casa de dos plantas separada del pueblo, con una cuadra al fondo, rodeada por una gran huerta en la que pastaban cuatro vacas. Te acercas. Una cuerda impide el paso hasta el interior del establo. Nadie conocido. ¿Acaso no ha llegado aún a conocimiento de los muchachos el asesinato de Floro? —te preguntas—. Te arrimas a la cuerda. El terreno es un barrizal: tierra mezclada con abono y saturada de orín de las vacas. Observas todo, algo ha llamado tu atención. ¡No puede ser! —gritas para tus adentros. Agarras con fuerza la cuerda que impide el paso. Lo que acabas de ver indica con total seguridad quién puede ser el asesino.
—¡Qué sorpresa! —es el policía que conoces, el de la mandíbula cuadrada y hombros de armario ropero—. El señor Juan Martínez aquí. Va a resultar que cada vez que se comete un crimen por las cuencas, usted no está muy lejos.
—Lo he oído en la radio. Además, le conocía, era amigo mío.
—Está resultando peligroso conocerle a usted —y dibuja una sonrisa maliciosa.
—¿Me permite una pregunta?
—Dispare.
—¿Qué calzado llevaba Florencio?— el policía alza las cejas.
—Botas.
—¿Qué número calzaba?
—El 44, ¿por qué?
—Ahora se lo digo, pero respóndame a otra pregunta: ¿la persona que encontró el cadáver, qué calzado llevaba?
—Fue su mujer —no la conoces, nunca os habló de ella—. Creo que llevaba madreñas.
—Ya —observas de nuevo el suelo—. Y todos ustedes, por lo que veo, calzan el zapato reglamentario de suela lisa.
—Sí. ¿Qué me quiere decir con eso?
—Fíjese en las pisadas. Las huellas de las madreñas son fácilmente identificables, ahí tiene el trayecto de ida y el de vuelta de su mujer.
—Acaba usted de descubrir la pólvora sorda —te espeta, indicándote que lo que has dicho es una obviedad.
—Espere, ahora elimine las pisadas que son claramente de ustedes. ¿Qué le queda?
El de la mandíbula cuadrada se queda mirando el suelo, excluye huellas en su mente.
—Sólo me quedarían estas huellas de botas —y señala la más cercana a ti.
—¿No nota nada raro?
—No, son las del difunto —vuelve a dirigirte una mirada interrogativa.
—El difunto deja huellas, más tarde, también su mujer. Y ustedes cuando llegan inundan todo de pisadas. La pregunta que me surge es ¿cuáles son las del asesino?
Silencio.
—A lo mejor escapó por detrás — dice dubitativo.
—No veo más entrada a la cuadra que esta.
—¿Y qué propone usted, tío listo?— te atraviesa con la mirada.
—No propongo nada. Simplemente le hacía ver algo que no me encajaba.
—A mí, el que no me encaja es usted. Así que ya se está marchando de aquí. ¿O quiere que me lo lleve a comisaría?
Demasiadas preguntas sin respuesta. Llegaste con la intención de localizar a tu mujer, a tu hijo y a los asesinos de tu hermano y ¿qué te encuentras? Dos asesinatos: el del Lejía y el de tu amigo Floro. ¿Estarán relacionados? Tal vez —piensas—, pero hay una diferencia muy clara: el asesino del Lejía actuó con total impunidad, de día, en un lugar transitado por gente, es como si no tuviera inconveniente en que lo identificaran, como si se sintiera por encima del bien y del mal; sin embargo, el asesino de Floro ha sido muy cauto, ha ocultado hasta las huellas. ¿Pueden ser distintos asesinos, pero obedecer a la misma razón? O lo que es peor: ¿distintos asesinos y razones?

Distingues, detrás de la cuerda, entre los guardias y policías, a Beni el fotógrafo. Supones que le habrán llamado para fotografiar la escena del crimen. Con él tienes una buena oportunidad para seguir investigando.
Retrocedes sobre las huellas en el barro. Es fácil identificar las de Floro, pues se introducen en la casa, mejor dicho, salen de ella. A cinco metros de la puerta, compruebas otras idénticas que se unen a las suyas, las sigues. Están algo borrosas porque el barro ya se ha terminado, pero distingues su trayectoria por alguna hoja de hierba doblada. Sólo se marca a la perfección la puntera, el talón apenas se percibe. Eso indica que esta parte del trayecto la realizó corriendo. Vienen desde el riachuelo y sólo poseen el sentido de llegada a la casa, no se encuentra el de vuelta. El asesino salió del arroyo y llegó a la casa, mató a Floro y la huida la realizó pisando primero sobre las huellas de Floro y luego sobre las suyas, caminando de espaldas. Las pisadas al lado del agua están muy disimuladas, luego no se mojó el calzado, debió pasar saltando por encima de las rocas. Aquí, detrás de un arbusto se aprecian las punteras de las botas más marcadas. Todo está muy claro: se agazapó detrás del arbusto, esperó, cuando Floro quedó solo, corrió al encuentro de sus pisadas y le mató.
Atraviesas el riacho y en la otra orilla confirmas tu hipótesis porque ahí ya se volvió más descuidado, al no continuar caminando de espaldas sobre sus propios pasos. Distingues a la perfección las huellas de ida y las de regreso. Las sigues. Un sendero de tierra en medio de dos fincas en barbecho, si estás en lo cierto, nunca pisaría por el barbecho. Te diriges al camino, ninguna huella, la tierra está seca. Sospechas lo que hizo, borró su rastro con una rama. Continúas por el sendero, en algún lugar tuvo que haberse descuidado —piensas—. Has recorrido medio kilómetro llegando a las brañas altas y otro valle se presenta ante ti con la espesura del bosque. Lo has perdido.
Aprovechas una enorme piedra que sirve de linde entre dos fincas para sentarte y descansar. Está muy claro que quien mató a Floro es un experto cazador o un soldado que conoce las técnicas de supervivencia en el monte. Sigues sentado, reflexionando, pero también pudo ser… Agachas la cabeza y la sujetas con la mano, las conclusiones a las que llegas no te están agradando. También pudo ser… un exmaquis o… un integrante de la contraguerrilla.
Suficiente. No puedes dejar que la muerte de Floro te derrumbe. Debes seguir con las investigaciones, quizá sea la única forma de llegar a su asesino.
Regresas a La Felguera. El entierro del Lejía ha sido por la mañana. Supones que el señor Beni ya habrá revelado las fotos que sacó Pichi.
No te equivocas, nada más llegar a la pensión, Pichi hace su entrada.
—Misión cumplida, paisa. Aquí tiene los retratus —dice, extendiéndote un taco de unas treinta fotos—. Son veintisiete —corrige tu suposición.
—Siéntate ahí —le dices, señalando la silla vacía que está alrededor de la mesa camilla—. Y me vas diciendo a la gente que conoces. Primero voy a quitar a las mujeres…
—¿Por qué quita a les muyeres?
—Porque busco a un hombre, pareces bobo.
—Sin faltar.
—A ver, si quitamos a las mujeres, nos han quedado catorce hombres. Ahora, voy a eliminar a los jóvenes.
—¿Por qué?
—Porque al que busco no es ningún joven. Bien, quedan nueve. Ahora, vamos a eliminar a los que parezca que tienen más de sesenta años.

—Porque el que busco tiene menos de sesenta años —repite Pichi con sorna.
—Quedan siete. Ahora, voy a eliminar a los gordos.
—Porque el que busco nun tá gordo— repite de nuevo Pichi.
—O cierras la boca, o te doy un guantazo.
—Vale, paisa.
—Quedan cinco. De estos cinco, ¿alguno llevaba un anillo muy grueso en su mano?
—Nun.
—¿Conoces a alguno?— le preguntas, extendiendo las fotos sobre la mesa.
—Sólo a dos. Este —asegura, señalando al más próximo a él—, y aquel otro.
—¿Quiénes son?
—Conocilos en el talego, yeran amigus del Lejía.
—¿A qué se dedicaban?
—Su especialidad yeran los palos en gasolineras. Buena xente —le miras desconcertado.
—¿Buena gente?
—Sí, robaban, pero nunca hicieron daño a naide.
—¿Y los otros tres?
—No los conozco de ná.

—De acuerdo, tienes la tarde libre. Mañana te quiero a las ocho en el mismo
sitio de siempre.
—¿Hoy nun yé día de paga? —sabes a lo que se refiere. Le entregas mil pesetas y otras trescientas por el revelado—. ¿Qué hago con la cámara?
—De momento, te la quedas tú —le dices.
—Voy a dar un pigazu, que no he pegáu ojo en toa la noche.
—A propósito, Pichi, ¿por la noche no acudió nadie a casa del Lejía?
—Ah, sí. Casi olvídaseme. Llegó un fulanu en un coche. Aquí tiene la matrícula.

La miras, más que nada, para comprobar que Pichi hiciera bien los deberes. Alguien tiene que comprobar esa matrícula, tal vez es el momento de llamar a Igor. Necesitas un teléfono. Tres toques en la vivienda de la Flaca.
—¡Ya vaaa! —grita la Flaca—. ¡Coño, el cazurro del sombrero! — exclama, nada más que abre la puerta—. No querrá ver otra vez a mi marido.
—No —sonríes—. Quería preguntarle si me deja utilizar el teléfono.
—Sí, pero las llamadas no van incluidas en el precio de la habitación.
—No se preocupe, me dice lo que le debo, y yo se la pago.
—En ese caso, pase. Ahí lo tiene, en mitad del pasillo.
Marcas el teléfono de Igor ante la atenta mirada de la Flaca.
—¿Igor?
—Ya reconocí tu voz, Hat.
—¿Puedes comprobarme una matrícula?
—Pues, claro. Dímela —se la das—. En un par de horas hago la gestión. ¿Dónde te localizo?
—Puedes llamarme a este teléfono— miras para la Flaca y, tapando el auricular, le preguntas—: Es un amigo, me va a llamar dentro de dos horas. ¿Puedo darle su número de teléfono? —la Flaca se encoge de hombros—. Igor, toma nota —y le das el número que figura pegado al teléfono en una tira de papel.
—Una cosa: ¿por quién pregunto?
—Por Juan Martínez, industrial.
—Entendido —responde Igor, antes de cortar la comunicación.
Cuelgas. La Flaca está detrás de ti, cruzada de brazos, su mirada denota demasiados interrogantes.
—La llamada ha sido a Madrid —te recrimina.
—¿Llega con esto? —le dices, mientras le entregas un billete de quinientas pesetas.
—Coño, con esto pago toda la factura del mes— exclama, contemplando el billete.
La Flaca —te preguntas—, a lo mejor me puede ayudar. Extraes las cinco fotos de los sujetos que han ido al entierro del Lejía, y se las muestras.
—¿Conoce a alguno de estos individuos? —te mira extrañada, después dirige una mirada a las fotos.
—Conozco a alguno. ¿Para qué lo quiere saber?
—A lo mejor, uno de ellos es la persona que busco —le dices, casi se lo suplicas.—No me diga que uno de estos es el facha por el que le preguntó a mi marido.
—No lo sé, todo puede ser. Uno de los que busco se llama Camilo —al pronunciar ese nombre, has tenido la sensación de que un escalofrío ha perturbado a la Flaca—, el otro Jordán.
—Por lo menos, ninguno de estos cuatro se llama así —la Flaca había señalado a los dos que había reconocido el Pichi y a otros dos. Quedaba uno por identificar.
—¿De qué los conoce? —la pregunta ha incomodado a la Flaca.
—De que los tuve metidos en mi coño. ¿Le sirve esta respuesta?
—No se ofenda —dices, para que se relaje un poco—. Sólo me interesa saber a qué se dedican.
—Pregunta usted mucho, ¿no será policía?
—Bien sabe usted que no lo soy. Mi interés es simplemente personal.
—No sé. Me tiene usted muy mosca.
—Si no me lo quiere decir, lo averiguaré por otros caminos.
—¿Por qué caminos? —dice con ironía, mientras enciende un cigarro—. A ver, entrégueme las fotos —se las das—. Estos dos son unos quinquis, han estado detenidos varias veces —su versión coincidía con la de Pichi—. Este es camionero. Paraba mucho por el club en el que trabajaba yo hace años. Se decía que utilizaba el camión para traer costo de Marruecos. Debía de ser verdad, pues a las que trabajábamos allí siempre nos estaba regalando alguna china —hace un alto, contemplando las otras dos fotos—. A ese no lo conozco —dice, pasando su foto para abajo en el montón—. Este es el boticario de la farmacia del otro extremo de La Felguera.
—Muchas gracias —dices, mientras ella da otra calada al cigarro y clava sus ojos en ti.

—¿Se puede saber qué relaciona a los cinco?
—Estaban en el entierro del Lejía, el que asesinaron ayer.
—¿Y a usted qué coño le importa eso?
—Me gustaría saber qué relación tenían con él.
—¿Seguro que usted no es policía?— pregunta, con el cigarro pegado en el labio inferior de la boca.
—Ya le he dicho que no. Mi interés es personal.
—No sé —menea la cabeza—. Se lo voy a decir, para que usted no ande por ahí preguntando. Los dos chorizos, al igual que el Lejía, eran contratados hace años por algunos empresarios para dar palizas a dirigentes obreros. Se les conocía por la Triple A…
—¿La Triple A?
—Sí, porque eran tres atorrantes. «A», de atorrante.
—Ya la he entendido —dices, con una sonrisa.
—Los tres se presentaban en las casas de los cabecillas obreros y les daban una paliza. Así estuvieron varios años.
—¿Qué me dice del camionero y del farmacéutico?
—El camionero conocería al Lejía de ser su proveedor de costo, estoy casi segura. Y el boticario era su primo.
—Primo, ¿de quién?
—Del Lejía, coño. ¿Es usted bobo?
Dejas a la Flaca en su casa y te diriges a tu habitación. Es el momento de comenzar a realizar algunas anotaciones de los pocos datos que tienes. Según el Lejía, Camilo era amigo de un tal Jordán. Este vivía en Gijón, en el barrio de Cimadevilla. Jordán llevaba un anillo enorme, que podía coincidir con el que había visto Carmen y el señor Raimundo desde su ventana. Anillo que podía indicar cierta jerarquía en los Caballeros de la Muerte, según manifestó el Lejía. Subrayas lo de Caballeros de la Muerte, tienes que averiguar más sobre ellos. Ambos eran altos y delgados, y deberán rondar los cincuenta y tantos largos. Posiblemente, uno de los dos sea una persona muy influyente hoy en día. Lo que estaba claro era que no coincidían con ninguno de los cuatro que había identificado la Flaca. Quedaba aún una quinta foto y el coche que se acercó de noche a dar el pésame. Golpean tu puerta.
—A ver, cazurro —es la Flaca—. Que le llaman por teléfono. Es un tipo con acento extranjero —dice; estás seguro de que es Igor, con los datos del coche.
—Dígame —respondes, cogiendo el auricular, que la Flaca ha dejado balanceándose.
—¿Juan Martínez? —es la voz de Igor.
—Sí, soy yo. Dime Igor.

—Hat, ¿quién es la mujer que ha descolgado el teléfono?
—La patrona de la pensión. ¿Por qué lo preguntas?
—Es que, cuando he preguntado por Juan Martínez, el industrial, ha dicho: «ese es tan industrial como yo virgen».
—No hagas caso. ¿Qué has averiguado?

—Toma nota. El coche está a nombre de Jordán Gutiérrez, vive en Gijón, calle de…
Ya está, acaba de aparecer el primero de la lista, el del anillo grueso, el posible asesino del Lejía y de Tuco, un posible cabecilla de los Caballeros de la Muerte. Ahora sólo falta encontrarlo.
—Una cosa más, Igor. Averíguame todo lo que se sepa sobre una organización que se denomina los Caballeros de la Muerte.
—Vaya nombrecito.
Cuelgas. La Flaca está de nuevo con los brazos cruzados en mitad del pasillo, mirándote con cara inquisitiva.
—¿Es usted judío? —te espeta.
—No. ¿Por qué lo pregunta? —estás desconcertado ante su pregunta.
—Es que, mire usted, ayer, le pregunta a mi hombre por unos fascistas, raro fue que no le supiera dar su paradero, porque él los conoce a todos; hoy, tiene usted las fotos de cinco personas, cuatro de ellas, las que le he dicho, son fascistas hasta la médula. Me da la impresión de que usted es uno de esos judíos que se encarga de buscar nazis por el mundo. Si fuera así, podría haber ido ayer a Mieres, que tenían una convención para formar esa mierda de sindicato que llaman Fuerza Nacional de no sé qué.
—¿Qué es lo que ha dicho? —has quedado petrificado ante lo que acaba de contar.
—¿Quiere que se lo repita? —dice, dando otra calada al cigarro.
—No, sólo quiero saber lo que había ayer en Mieres.
—Coño, ¿es que no lee la prensa? Ayer, se reunieron todos los fachas de Asturias en Mieres, querían llegar a un acuerdo para formar un sindicato, como si no hubiesen tenido bastante con los verticales durante cuarenta años.
Claro, Mayor, ahora tiene sentido todo. El Lejía había ido hasta Mieres porque sabía que allí iba a encontrar, casi con toda seguridad, a Jordán y a Camilo. El cerco se va cerrando para esos dos. Mañana, el destino será Gijón. ¿Y el asesino de Floro? Que no se te olvide el asesino de vuestro enlace.

Añadir comentario

Comentarios

Todavía no hay comentarios

Crea tu propia página web con Webador