Roma vivió su apogeo y grandeza en los siglos I y II. Luego, en el III, inició su rápida decadencia. Muchos siglos después, los historiadores románticos pusieron en circulación una teoría: Roma se engrandeció gracias al carácter austero, sufrido, valeroso y emprendedor de sus primeros ciudadanos, pero sus descendientes, enriquecidos por las conquistas de feraces territorios y desentendidos del procomún durante la dictadura imperial, fueron degenerando y se tornaron viciosos, perezosos y cobardes. Una legión de nuevos ricos vivía de las rentas, y otra de nuevos pobres, de la seguridad social (annona), todos ellos a costa de las oprimidas provincias del Imperio, lo que acarreó, fatalmente, la decadencia y la ruina del Estado. Quizá sea verdad, pero también habría que mencionar otras posibles causas de ruina, como el fin del paganismo y la expansión del cristianismo, y el cáncer del fanatismo religioso y la barbarie. Voltaire lo sugiere: «El cristianismo abrió el cielo, pero arruinó el Imperio.»
Las causas debieron ser múltiples, aunque fundamentalmente económicas. En primer lugar, Occidente se descapitalizó debido a la hegemonía del este. La agricultura decayó y se empobreció, escaseó la mano de obra, se deterioraron las obras públicas por falta de reparos, la inflación congénita disparó los precios y devaluó la moneda, lo que arruinó a la clase media, que era el principal sostén del sistema. Y las arcas públicas estaban más necesitadas que nunca de un dinero que no llegaba.
El ejército, cada vez más implicado en la elección de los emperadores, descuidó las fronteras. Ya en el siglo III, los bárbaros francos y alamanes irrumpieron en las Galias e Hispania, donde saquearon Cataluña, el valle del Ebro y Levante. Fue sólo el comienzo. Durante los siglos IV y V, Roma vivió en casi constante estado de guerra contra los bárbaros, que presionaban las fronteras del Danubio y el Rin, y contra los partos de Oriente. Mantener el ejército necesario para contenerlos requería un gran esfuerzo económico. En su época de expansión, Roma se mantenía gracias al botín de los pueblos sojuzgados, pero cuando dejó de conquistar nuevas tierras los ingresos se limitaron a los tributos. Por otra parte, la administración imperial se había vuelto demasiado compleja para los limitados medios de la época. No era posible administrarlo todo.
A partir del siglo IV, la autoridad central se disgregó, sucedida por la anarquía militar. En medio siglo, se sucedieron treinta y nueve emperadores, muchos de los cuales fueron derrocados por golpes de Estado y asesinados. Roma quedó a merced de su ejército, tanto del acantonado a las afueras de la capital como del que guardaba las fronteras del Imperio. Muchos de los generales ni siquiera eran romanos, sino bárbaros contratados por Roma. Primero se repartieron el poder en tetrarquías; luego, lo descentralizaron y lo dividieron en capitales administrativas, que fueron el germen de futuras naciones. Finalmente, las provincias se desmembraron en un mosaico de Estados, sobre los que reinaron, casi autónomamente, caudillos vándalos, visigodos, francos u ostrogodos, sólo nominalmente sometidos a Roma.
La propia ciudad de Roma decayó, se despobló, y sus bellos edificios se fueron arruinando, despojados de estatuas, bronces, mármoles y artesonados. El Foro, la plaza mayor del Imperio, expoliado de sus trofeos, fue invadido por la hierba y acabó en pasto de vacas (Campo Vaccino).
¿Y España?
El emperador Diocleciano dividió las provincias imperiales en diócesis gobernadas por un vicarius (advierta el lector cómo la Iglesia ha reproducido en su organigrama el proyecto imperialista romano). La diócesis llamada Hispania se subdividió en seis provincias (Tarraconensis, Carthaginensis, Gallaecia, Lusitania, Baetica y Mauritania Tingitania, esta última en África).
La sociedad entró en crisis. La autoridad se diluyó a todos los niveles. Se aflojaron los lazos comunitarios. La gente se desentendió de la vida municipal. Los cargos edilicios acabaron siendo una pesada carga (como las presidencias de ciertas comunidades de vecinos en nuestro tiempo). Las ciudades decayeron y se despoblaron. Los potentados que antes rivalizaban en sufragar obras públicas dieron la espalda a la urbe y se retiraron a vivir en sus latifundios (fundi). El abismo social se ensanchó: por un lado, los desheredados; por el otro, los propietarios latifundistas y los obispos. Con la crisis económica, el comercio decayó, y el número de esclavos se redujo, lo que provocó la ruina de la industria. Los ricos (ahora denominados honestiores, potentiores o possessores) ya no fueron tan ricos, y los pobres (humiliores) se tornaron mucho más pobres de lo que solían. El país se infestó de forajidos, casi todos colonos y pequeños propietarios arruinados, que se echaban al monte para buscarse la vida.
A la hora del balance por cierre de negocio, ¿qué es lo que el mundo debe a Roma?
Algunos historiadores nos han presentado el mundo antiguo como una inmensa vaca, cuya leche fluía generosamente sobre las insaciables fauces de la explotadora Roma. La historia de Roma es, en efecto, la de una expansión imperialista, que perseguía la explotación sistemática de las tierras, de los recursos y de los pueblos sometidos. No obstante, el balance final resulta muy favorable porque, a cambio de aquellos recursos, Roma civilizó el mundo antiguo. Roma somos nosotros: los europeos y cuantas naciones del mundo han tenido sus orígenes históricos o culturales en Europa (es decir, la mayoría de ellas). Lo que los europeos somos hoy es, para bien o para mal, el resultado de la interacción de dos vigorosas corrientes que se fundieron en el crisol de Roma: la cultura helénica y el pensamiento religioso judío, una peculiar aleación que quizá sea prudente seguir denominando civilización cristiana occidental.
Roma nos legó su forma de vida, sus instituciones, impuso a los pueblos sometidos hermandad dentro del marco jurídico y administrativo del cives romani y nos legó el patrimonio precioso de su lengua, los dos pilares básicos sobre los que aún se asienta este Occidente que lentamente camina hacia la integración supranacional, es decir, hacia el ideal de ser de nuevo, básicamente, Roma.
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