Capítulo 16 La invasión de los bárbaros

Publicado el 31 de enero de 2022, 23:48

A galope tendido, una turba de feroces y vociferantes guerreros, jinetes en peludos trotones, penetra por la Vía Apia. ¿Recuerda el lector el grandilocuente óleo de Ulpiano Checa intitulado Entrada de los bárbaros en Roma, tan reproducido en los libros de texto del antiguo bachillerato? La armonía del mundo clásico está representada por el acueducto que se divisa al fondo, por la estatua de mármol y por el airoso templo de la derecha. Asomada entre columnas marmóreas, una pudorosa vestal tasa, suponemos que horrorizada, las fuertes emociones que pronto le sobrevendrán.

El escéptico lector hará bien en creer que la realidad fue menos dramática. Ni los romanos eran tan sofisticados ni los bárbaros tan brutos (de hecho, la voz bárbaro significa «extranjero»; no, «salvaje»), aparte de que en el Imperio, como suele suceder hasta en las mejores familias, la decadencia fue gradual y se extendió por espacio de varias generaciones, sin grandes sobresaltos ni cabalgadas de bascas varoniles apestando a chotuno. La invasión de los bárbaros fue lenta y gradual. Durante los siglos IV y V, Roma vivió en casi constante estado de guerra con los bárbaros, que presionaban sus fronteras del Danubio y el Rin, y con los partos, que hacían lo propio en Oriente. Mantener a un ejército que contuviese a estos pueblos requería un gran esfuerzo económico. En su época dorada, la maquinaria romana funcionaba gracias al botín obtenido en los nuevos territorios, pero desde que había dejado de conquistar, el erario público sólo contaba con los impuestos arrancados a una clase media cada vez más oprimida.
Los ingresos disminuían y los gastos aumentaban sin cesar. Para colmo de males, la administración del Imperio resultaba demasiado compleja para los limitados medios de la época. Roma no podía abarcarlo todo. Por eso, a partir del siglo III, la autoridad central se había ido disgregando en anarquía militar y, en el espacio de medio siglo, se sucedieron treinta y nueve emperadores, muchos de los cuales, ya queda dicho, fueron depuestos por golpes de Estado y asesinados.
A las tribus bárbaras, que Roma admitió al principio en su territorio como aliadas, en calidad de mercenarios, se sumaron otras que llegaban a las fronteras con peores modales. Los resignados funcionarios romanos debieron pensar: «Abramos la puerta a estos sujetos antes de que nos la tiren abajo.» Pero llegó un momento en que los bárbaros ya no guardaron las formas y se colaron sin contemplaciones, les ocuparon la despensa y les comieron la hacienda.
¿Y los romanos? Los romanos, nada: asistieron impotentes a la rebatiña y riza de su Imperio. Ya no eran ni sombra de lo que fueron.
Con la disolución del poder, llegó el momento en que los bárbaros tampoco sabían muy bien a quién había que pedir permiso ni adónde habían ido a parar los títulos de propiedad de aquel pingüe, aunque decaído, Imperio. Roma quedó a merced de los militares, muchos de los cuales ni siquiera eran romanos, sino bárbaros a sueldo de Roma. Primero, se repartieron el poder en tetrarquías (desde Diocleciano); después, lo descentralizaron, dividiéndolo en provincias sobre las que reinarían caudillos vándalos, visigodos, francos u ostrogodos, sólo nominalmente sometidos al emperador. Finalmente, en el año 364, el Imperio se dividió en dos grandes bloques: Oriente y Occidente. La parte occidental no tardó en desintegrarse porque los bárbaros irrumpían ya violentamente en Francia, en España y hasta en la propia Italia en busca de tierras más ricas. La oriental, con capital en Bizancio (moderna Estambul), resistiría todavía durante un milenio, hasta su conquista por los turcos.
¿Y la Iglesia? La Iglesia, lista como una ardilla, en vista de que se le iba de las manos el Imperio romano, al que tanto había costado convertir, se adaptó maravillosamente a los nuevos tiempos y se las ingenió para conservar sus privilegios. ¿Cómo? Ganándose a los reyes bárbaros a través de sus esposas, que
solían ser romanas y, por tanto, cristianas. La Iglesia se preguntó: «¿Qué es lo que quiere la mujer [la no liberada, naturalmente]? Un marido importante y colocar a los hijos tan alto como sea posible. La mujer del rey quiere seguir siéndolo de por vida y que sus hijos sean reyes.» Pero los bárbaros eran polígamos, como toda sociedad primitiva. Sus reyes cambiaban de esposa con facilidad. En cuanto se les marchitaba una le buscaban una sustituta más joven. Aquí tenemos a la esposa atribulada, descubriéndose ante el espejo (una bruñida lámina de plata) las primeras patas de gallo. Entonces, la Iglesia le susurra al oído: «Ya ves lo poquito que vas a durar. Ahora, que de ti depende: tú lo conviertes al cristianismo y, antes de que lo advierta, ya está casado con vínculo indisoluble ante Dios y ungido por la Iglesia, y tienes marido para toda la vida, y tus hijos, no los de otra, heredarán el trono.»
Para la reina era un negocio redondo, y para la iglesia, también, porque las tribus bárbaras no se mareaban con teologías ni libertades de conciencia: acataban ciegamente los dioses que les indicaran sus reyes. El rey se convierte al cristianismo, todos nos convertimos. También, hay que decirlo, la conversión traía ventajas para el monarca. El rey ungido por la Iglesia era declarado inviolable, como elegido por Dios, y esto lo ponía relativamente a salvo de posibles rivales. Además, como Dios andaba por medio, se transmitía genéticamente la virtud, lo que le daba pretexto para dejar la corona a sus hijos. En el fondo, eso de las monarquías electivas era un engorro que sólo deseaban los candidatos a reyes. El que alcanzaba la corona aspiraba a transmitirla a su descendencia. Todo esto era posible cuando sus súbditos acataban el magisterio de la Santa Madre Iglesia.

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