Se despidieron en el cruce de caminos. Juan el Sacerdote y uno de los jóvenes esenios tomaron el de la izquierda hacia Jerusalén, donde se reunirían con sus familias y esperarían el regreso de Jesús, el cual había prometido que llegaría para la fiesta de la Dedicación del Templo, en invierno. En la espera, Juan comenzaría a exponer sus ideas en la capital, no solo a la gente de la calle, sino también a sus parientes y a los amigos de sus parientes, los saduceos y fariseos que tenían en su mano las riendas del poder.
—Parecen un grupo compacto e inabordable —dijo a Jesús—, pero en realidad no es así, entre ellos hay muchas personas dispuestas a escuchar, incluso en el mismo Sanedrín. Puedo asegurarte, por ejemplo, que uno de los jueces, el viejo Gamaliel, me escuchará de buen grado y estará contento de hablar contigo. Es un fariseo de la escuela de Hillel, de modo que tenéis muchas ideas en común. Luego hay otro juez, Nicodemo, hijo de Gorión, que es uno de los más ricos patricios de Jerusalén, pero también uno de los más abiertos al diálogo, y lo mismo puede decirse de José de Arimatea.
Jesús, con Andrés y los otros esenios que se habían unido a ellos, prosiguió en cambio hacia Jericó: la ciudad a la sombra del Monte Nebo, desde cuya cima Dios había mostrado a Moisés la tierra destinada a su descendencia, pero no a él. Llegaron al cabo de tres horas, atravesando las grandes plantaciones de bálsamo que habían sido de Herodes el Grande. Dieron un rodeo a las ruinas de las murallas ciclópeas que las trompetas de Josué habían abatido mil años atrás —un pestañeo, respecto a la edad de la ciudad más antigua del mundo—, pasaron los huertos de especias por las que también el oasis de Jericó era famoso, y se dirigieron hacia la sinagoga, porque era sábado.
Era un edificio casi nuevo, erigido en buena parte con las piedras de la gran Casa de la Asamblea destruida por el mismo terremoto que había abatido la torre de Qumrán. Los ancianos de Jericó, cuando se dirigían a rezar a la nueva sinagoga, solían detenerse a contemplar con admiración y amargura los restos de la antigua. Les parecía volver a ver en ellas el imponente complejo que la reina Alejandra Salomé había hecho construir en el interior de su palacio de invierno, aunque ahora quedaban ya en pie tan solo los fustes de las cuatro hileras de columnas que habían rodeado el atrio de la sala principal: un cuadrado que por sí solo medía quince pasos de lado.
Los cinco hombres franquearon el pórtico, decorado con motivos florales, y entraron en la sinagoga. Se trataba de una estancia rectangular no demasiado grande, de modo que estaba atestada y todos los asientos ocupados. Un hombre, que llevaba en la mano uno de los rollos sagrados custodiados en la pequeña arca de madera situada en el centro del local, leía y comentaba. La gente a su alrededor comenzó a hacer objeciones y preguntas, lo cual originó un intenso debate.
Cuando el tema pareció agotado, Jesús avanzó, ocupó la silla destinada al lector y alargó la mano al hazzan para recibir uno de los rollos. Leyó y comenzó a comentar. Cuando terminó, durante algunos larguísimos minutos no hubo ni preguntas ni objeciones, sino solo el silencio. Era costumbre que el lector, al comentar los textos sagrados, expresase sus ideas personales sin traba alguna, pero esta vez la comunidad había sido golpeada por algo nuevo, inesperado, cuya diferencia no sabía analizar.
Comenzaron a alzarse murmullos, porque algunos de los presentes se dirigieron a quienes tenían a su lado para pedir la corroboración de sus propias opiniones. ¿Acaso el esperado Mesías no deberá ser también un hombre de guerra? ¿Acaso no deberá ser, como el rey David, el que liberará al país del pagano invasor? ¿Acaso no es el mismo Yahvé quien le pide que empuñe la espada? Sí, sí, sí, esas eran las respuestas, y entonces los habitantes de Jericó se volvieron hacia aquel desconocido que hablaba con el fuerte acento de los ignorantes galileos y empezaron a burlarse un poco y a insultarle. Andrés y los otros se apretaron en torno a Jesús, temerosos de que alguno quisiera golpearle, pero en realidad la gente no demostraba animosidad. Salieron de la sinagoga perseguidos por las carcajadas.
Pero también Jesús reía, en absoluto ofendido por aquella acogida.
—Es solo la costumbre —explicaba a sus jóvenes amigos—, esta gente está habituada a la forma de razonar de los fariseos, que prefieren anteponer la tradición a la Ley misma y así, a fuerza de interpretación, llegan a desvirtuar en su favor incluso los mandamientos. Venga, vamos, que tenemos muchas cosas que hacer.
Pero un grito irónico los detuvo:
—¡Ah, mira tú al gran comentarista de la Torah, el Ungido del Señor que tiene mucho que hacer incluso en sábado!
Un grupito les había seguido fuera de la sinagoga, y uno de sus integrantes había lanzado, riendo, el reproche. Jesús, riendo a su vez, se volvió hacia el interlocutor y le preguntó:
—¿Crees que cometo un gran pecado haciendo algo en sábado?
—Claro que sí —respondió el otro—. ¿Es que no eres consciente, sabiondo, de que está prohibido por la Ley? ¿No sabes que un juez severo podría también condenarte a muerte?
—Y sin embargo —respondió Jesús—, en la Ley se dice que los sacerdotes que violan el sábado en el Templo están sin culpa. ¿Cómo te lo explicas?
El hombre y sus amigos no sabían qué decir, y rieron socarronamente tratando de eludir la pregunta, mientras que otra gente, que iba abandonando la Casa de la Asamblea, se detenía a escuchar el nuevo debate.
—Quiero ayudarte —prosiguió Jesús—, y te diré que los sacerdotes no pecan porque hacen lo que deben hacer. El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado.
Diciendo esto hizo un gesto dirigido a uno del grupo, que llevaba en cabestrillo un brazo rígido e inutilizado por una desgracia que le había ocurrido. El hombre se acercó, titubeante, mientras Andrés y los jóvenes esenios se apartaban para que pudiera llegar al lado de Jesús. Este alargó una mano hacia la articulación enferma e instintivamente el hombre retrocedió un paso, pero Jesús avanzó de manera tranquila y le tomó el brazo rígido con la mano derecha, y con la izquierda le quitó el cabestrillo. Con los ojos cerrados, profundamente concentrado, hizo correr los dedos hacia delante y atrás hasta que le pareció que notaba dónde estaba el mal: posó sobre aquel punto ambas manos y de ellas comenzó a emanar un calor que fue creciendo y parecía sentar bien al herido. Al cabo de algunos minutos, la rigidez se había disuelto, y el hombre, asombrado y contento, podía mover la articulación sin ningún problema.
Entonces Jesús se volvió de nuevo hacia aquel que se había burlado de él y le había criticado.
—Aquí tienes —dijo—, veamos si ahora has comprendido. Hoy es sábado, día, dices tú, en el que la Ley exige el descanso absoluto, pero este hombre estaba mal y yo le he curado. Te pregunto: ¿es lícito en sábado hacer el bien?
—¿Y si te dijera que no es lícito? — dijo el otro tratando de hacerse el bravucón.
—Entonces yo podría decirte que, si no le hubiese curado, habría obrado mal con él, de modo que en cualquier caso habría hecho algo en sábado, pero un mal en vez de un bien. Un mal insignificante, dirás tú, no era más que un brazo y habría podido esperar hasta mañana. Yo no creo que sea justo, pero te lo concedo. Supongamos, sin embargo, que este hombre estuviera en un estado más grave, que estuviera en juego no la curación de un brazo, sino su vida. Te pregunto, entonces: ¿es lícito salvar la vida de un hombre en sábado o hay que dejarle morir?
El hombre balbuceó en respuesta unas palabras indescifrables al tiempo que se volvía para cortar las guasas de sus compañeros, los cuales, viéndole en una situación desairada, habían comenzado a tomarle el pelo. Jesús intervino de nuevo:
—Te veo algo confuso —dijo—, y no te falta razón: salvar una vida y dar muerte son palabras mayores, por lo que tratemos de no exagerar y hablemos de cosas más corrientes. ¿Tienes animales, tú? ¿Un buey, un asno?
El otro asintió con un gesto, y Jesús continuó:
—¿Y qué harás hoy, sábado? ¿Los soltarás del pesebre y los llevarás a beber o los dejarás que padezcan sed, se debiliten y pierdan valor?
Entonces, todos los compañeros del pobre desgraciado estallaron en una gran carcajada, y empezaron a lanzarle pullas:
—¡Figuraos —gritaban— si Cares, avaro como es, va a dejar que sus animales pierdan valor! ¡Más bien trabaja todos los sábados del año y se gana unos buenos azotes de los sacerdotes!
Le daban grandes palmadas en la espalda, de modo que era incapaz de defenderse de las palabras burlonas y de los puyazos.
El humor de la gente había cambiado también en relación con Jesús. Todos le sonreían y eran muchos los que le elogiaban, afirmando que, a fin de cuentas, en su manera de interpretar la Escritura había de veras algo bueno. Algunos jóvenes se le acercaron a hacerle preguntas, otros se mezclaron con el grupo formado por Andrés y por los esenios, y mientras tanto el hombre que había sido curado daba vueltas por allí mostrando que su brazo, sábado o no sábado, se movía fácilmente y sin que le doliera.
Pero justo en aquel momento otro grupo de hombres llegó a la carrera a la sinagoga. Estaban exhaustos, desgreñados, y por las burdas pieles que les cubrían, ceñidas a la cintura por medio de un cinturón de cuero, habría sido fácil incluso para alguien que no les hubiera visto nunca reconocer en ellos a unos discípulos de Juan el Bautista. Jesús y Andrés avanzaron hacia ellos, les abrazaron, y recibieron la noticia que ya habían intuido.
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