CONTRADICCIÓN 5 CAPITAL Y TRABAJO

Publicado el 28 de enero de 2022, 21:36

LA APROPIACIÓN Y explotación de la fuerza de trabajo de unos seres humanos por otros es una característica desde hace mucho tiempo de la organización humana. El ejercicio del poder con ese fin ha supuesto la construcción de distintas relaciones sociales, desde la esclavitud, la servidumbre y el tráfico de mujeres (y a veces niños) como meras pertenencias sometidas al consentimiento de los creyentes para realizar la obra de Dios (o de los dioses) en las sociedades teocráticas o la sumisión de súbditos leales para ir a la guerra o para construir, digamos, pirámides en nombre de un líder, patriarca, monarca o señor local reverenciado. También viene siendo una práctica habitual desde hace mucho tiempo la racialización, etnización o discriminación de género de tales relaciones de dominación, apropiación y explotación de seres humanos supuestamente inferiores en el plano cultural, religioso o incluso biológico, que podían ser obviamente monetizadas y mercantilizadas. Los esclavos podían comprarse y venderse directamente, se asignaban dotes (medidas en mercancías clave como el ganado o dinero) al tráfico de mujeres, y ejércitos mercenarios desplazaban o aplastaban a quienes tenían distintas creencias religiosas o lealtades personales. Por otra parte, el endeudamiento creciente (como el derivado del peonaje por deudas o de algún tipo de aparcería) era y sigue siendo una de las formas más insidiosas de apropiación del trabajo o del producto del trabajo de otros por quienes disponen de poder social, político o dinerario.

Pero lo que compra y vende el capital, y eso es lo que hace distinto y peculiar a este modo de producción, es la fuerza de trabajo intercambiada como mercancía. El trabajador dispone de ella y se la vende al capitalista en un mercado de trabajo supuestamente «libre». La compraventa de servicios laborales precedió por supuesto al ascenso del capitalismo, y es muy posible que siga existiendo mucho después de que el capital haya dejado de existir como una forma viable de producir y consumir. Pero lo que el capital incorporó como rasgo distintivo es que podía crear la base para su propia reproducción –que esperaba que pudiera ser permanente– mediante el uso sistemático y continuo de la fuerza de trabajo para producir un excedente (plusvalor) por encima del valor que necesitaba el trabajador para sobrevivir con determinado nivel de vida. Ese excedente es la base del beneficio capitalista.

Lo más notable de ese sistema es que no parece basarse en el engaño, el robo o la desposesión, porque a los trabajadores se les paga el precio de mercado «justo» (el «salario corriente») al mismo tiempo que se les pone a trabajar para generar el plusvalor que el capital necesita para sobrevivir. Esa «equidad» se basa en la idea de que los trabajadores tienen un derecho de propiedad privada individualizada sobre la fuerza de trabajo que pueden proporcionar al capital como una mercancía (una mercancía que tiene para el capital el valor de uso de poder producir valor y plusvalor) y de que son «libres» para disponer de esa fuerza de trabajo de la forma que prefieran y vendérsela a quien quieran. Para el capital es muy conveniente, por supuesto, que los trabajadores queden «liberados» de cualquier acceso a la tierra u otros medios de producción, de modo que no tengan otra opción que vender su fuerza de trabajo para sobrevivir. Cuando esto se pone en funcionamiento, los capitalistas pueden asegurarse de que los trabajadores producen mercancías por mayor valor que el valor de mercado de su fuerza de trabajo. Para que se pueda crear y reproducir el capital, en resumen, los trabajadores deben crear más valor del que reciben. El capital se embolsa el valor añadido como beneficio y puede almacenarlo concentrando cada vez más poder dinerario.

La mercantilización de la fuerza de trabajo es la única forma de salvar una contradicción aparentemente insoluble de la circulación del capital. En un sistema de mercado que funciona adecuadamente, en el que quedan descartados el engaño, la coerción y el robo, los intercambios deben basarse en el principio de igualdad: intercambiamos valores de uso cuyo valor debe ser aproximadamente el mismo. Esto contradice la suposición de que habrá más valor para todos los capitalistas porque en un sistema capitalista que funcione bien todos los capitalistas tienen que obtener un beneficio. ¿De dónde viene entonces el valor extra que asegura un beneficio cuando el sistema de mercado depende en principio de la igualdad en los intercambios? Tiene que existir una mercancía con la capacidad de crear más valor que el suyo propio, y esa mercancía es la fuerza de trabajo. Así es como el capital se apropia de lo que necesita para su propia reproducción.

El efecto es transformar el trabajo social –el trabajo que se hace para otros– en trabajo social alienado. El trabajo y la prestación laboral se organizan exclusivamente en torno a la producción de mercancías con un valor de cambio que proporciona el rendimiento monetario sobre el que el capital construye su poder social de dominación de clase. Los trabajadores quedan, en resumen, en una situación en la que no pueden hacer otra cosa que reproducir mediante su trabajo las condiciones de su propia dominación. Eso es lo que significa para ellos la libertad bajo el dominio del capital.

Aunque la relación entre el trabajador y el capitalista es siempre una relación contractual individual (en virtud del carácter de propiedad privada de la fuerza de trabajo), no es difícil ver que, tanto en el mercado laboral como en el proceso de trabajo, surge una relación de clase general entre capital y trabajo que involucrará inevitablemente –como todas las relaciones de propiedad privada– al Estado y la ley como árbitro, regulador o ejecutor. Y es así en virtud de la contradicción sistémica entre derechos de propiedad privada individual y poder estatal. Nada impide a los trabajadores, individual o colectivamente, organizarse y luchar por mayores salarios, y nada impide a los capitalistas intentar (también individual o colectivamente) pagar al trabajador menos que el precio de mercado «justo» de su fuerza de trabajo o reducir el valor de ésta (bien recortando la cesta de la compra de los bienes considerados necesarios para la supervivencia del trabajador, o reduciendo los costes de las mercancías que constituyen esa cesta de la compra). Tanto el capital como el trabajo se hallan dentro de los límites de su derecho al contender por esas cuestiones, y como dijo Marx, «entre derechos iguales, es la fuerza [Gewalt] lo que decide» 1 .

Cuanto más éxito tiene el capital en su lucha contra los trabajadores organizados, mayores son sus beneficios. Y cuanto más éxito tienen los trabajadores, más se eleva su nivel de vida y más opciones tienen en el mercado laboral. Los capitalistas se esfuerzan parecidamente por incrementar la intensidad, la productividad y/o el tiempo de trabajo, mientras que los trabajadores se esfuerzan por disminuir tanto las horas como la intensidad y los riesgos físicos implícitos en la actividad laboral. El poder regulador del Estado –por ejemplo, la legislación para limitar la duración de la jornada laboral o las condiciones de trabajo arriesgadas y la exposición a sustancias peligrosas– está a menudo implicado en esas relaciones.

Las formas y la eficacia de la relación contradictoria entre capital y trabajo han sido muy estudiadas y han desempeñado desde hace mucho tiempo un papel decisivo en la definición de la necesidad de las luchas políticas revolucionarias o reformistas, por lo que puedo ser aquí bastante breve, ya que supongo que la mayoría de mis lectores están familiarizados con el tema. Para algunos autores de izquierdas (en particular marxistas) esta contradicción entre capital y trabajo es la principal y a ella están subordinadas todas las demás, por lo que a menudo se considera como fulcro de todas las luchas políticas significativas y semillero de cualquier organización o movimiento anticapitalista revolucionario. También la señalan algunos como verdadera fuente subyacente de todos los tipos de crisis económicas. Ha habido ciertamente lugares y momentos en los que la teoría de que las crisis se debían a la «contracción de beneficios» parecía la más convincente. Cuando los trabajadores cobran fuerza frente al capital, pueden obligar a elevar los niveles salariales hasta el punto en que reducen sus beneficios. En esas condiciones la respuesta típica del capital es ponerse en huelga, negarse a invertir o reinvertir, y crear deliberadamente desempleo para disciplinar a los trabajadores. Un argumento de este tipo sería adecuado para la situación en Norteamérica, Gran Bretaña y Europa desde finales de la década de 1960 hasta bien entrada la de 1970 2 ; pero el capital también tiene dificultades cuando domina demasiado fácilmente a los trabajadores, como demuestra la situación vivida después del crac de 2008.

En cualquier caso, la contradicción entre capital y trabajo no puede ser única como explicación de las crisis, ni conceptualmente ni tampoco, en último análisis, políticamente. Está entrelazada y depende de su relación con las demás contradicciones del capital (por ejemplo, la contradicción entre valor de uso y valor de cambio). Vista bajo esa luz, tanto la naturaleza como la concepción de las tareas políticas de cualquier movimiento anticapitalista tienen que cambiar, porque las restricciones que lo rodean –como la enorme concentración de poder dinerario que el capital suele amasar para mantener su agenda y asegurar sus intereses– limitan las condiciones y la posibilidad de transformaciones radicales de la relación capital-trabajo en el lugar de trabajo. Aunque la supresión final de la contradicción entre capital y trabajo y la creación de condiciones para un trabajo no alienado sean el principio y fin de un proyecto político alternativo, esos objetivos no se pueden alcanzar sin resolver las demás contradicciones, como la de la forma dinero y la capacidad privada de apropiarse de la riqueza social, con las que están asociados.

La consideración de la contradicción capital-trabajo apunta ciertamente al proyecto político de superar la dominación del capital sobre el trabajo, tanto en el mercado laboral como en el lugar de trabajo, mediante formas de organización en las que los trabajadores asociados controlen colectivamente su propio tiempo, su propio proceso de trabajo y su propio producto. El trabajo social para otros no desaparecería, pero sí lo haría el trabajo social alienado. La larga historia de intentos de crear alguna alternativa de ese tipo (mediante las cooperativas obreras, la autogestión, el control obrero y más recientemente las economías solidarias) sugiere que esa estrategia sólo puede encontrar un éxito limitado por las razones ya mencionadas. Las alternativas organizadas desde el Estado, derivadas de la nacionalización de los medios de producción y la planificación centralizada, han resultado también igualmente problemáticas, cuando no equívocamente utópicas. La dificultad de poner en práctica con éxito alguna de esas estrategias proviene, creo, de la estrecha ligazón de la contradicción capital-trabajo con las demás contradicciones del capital. Si el propósito de esas formas de organización del trabajo no capitalistas es todavía la producción de valores de cambio, por ejemplo, y si la capacidad de personas privadas para apropiarse del poder social del dinero permanece incontrolada, entonces los trabajadores asociados, las economías solidarias y los regímenes de producción centralmente planificada acaban fracasando o se convierten en cómplices de su propia autoexplotación. Falta el impulso suficiente para establecer las condiciones de un trabajo no alienado.

 

1 Karl Marx, Capital, Volumen 1, Harmondsworth, Penguin, 1973, p. 344 [ed. alemana.: Das Kapital, Band I, Berlín, Dietz Verlag, 39ª ed., 2008, p. 249; ed. cast.: El capital, Madrid, Akal, 2012, p. 314].

2 Andrew Glyn y Robert Sutcliffe, British Capitalism. Workers and the Profit Squeeze, Harmond-sworth, Penguin, 1972.

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