—El caballero del conde —lo interrumpí—… El asesino… ¿Dónde está ahora? ¿Cómo se llama?
—Nadie lo sabe. Ni siquiera el conde lo conoce bien. Sin embargo, ya ha dado la orden de que se lo busque.
—¿Y por qué el conde habría urdido todo esto?
—Porque Pierre lo había excomulgado de nuevo y el conde, al no lograr que desistiese, lo amenazó. Al parecer, planeó el complot y recompensó al esbirro con una buena bolsa de dinero. Al menos, eso dice Arnauld Amaury.
El joven trovador quiso decir la suya:
—Pero el conde no ha tramado nada. En cuanto se aprese al asesino, se aclarará todo y pagará por ello. ¿A qué vienen esas caras?
Nadie tuvo fuerzas para decir algo más.
Bernard y yo nos envolvimos en nuestras capas y nos calamos los gorros con rabia. Salimos. Había dejado de nevar. Me bullían en la mente las siniestras palabras de Hugo de San Víctor: «La Divina Providencia ha ordenado que el gobierno universal, que se encontraba en Oriente en el inicio del mundo, a medida que el tiempo se acercase a su fin, debía desplazarse hacia Occidente para advertir de que el fin del mundo está próximo y el curso de los acontecimientos bordea el límite del universo». Las pronuncié en voz alta, enfurecido.
Bernard soltó un gruñido amargo.
—¿Sabes qué es lo más absurdo de todo, amigo Giordano? Que, a pesar de todo, si el sur estuviese unido podríamos resistir. La mayor parte de nuestras ciudades se han convertido en fortalezas inexpugnables y pueden afrontar asedios que duren meses y meses. ¡Pero no lo estamos! Nuestro maldito carácter, nuestro deseo de libertad nos condenará: el anhelo de libramos de un señor hará que abramos nuestras puertas a los cruzados y así pasaremos del tolerante señorío de la nobleza del sur al de la Iglesia, el de los barones del norte y el de Felipe Augusto. Estamos divididos. Las católicas Montpellier, Nimes y Narbona acogerán a los cruzados con los brazos abiertos y nunca ayudarán a Tolosa, Carcasonne o Béziers. ¡Nunca! Ten en cuenta que en el siglo pasado han preferido ayudar al rey de Aragón, ¡un extranjero!, y combatir a Tolosa. Y esto sentenciará nuestro fin. Lástima, la herejía daba la impresión de que podría acabar de una vez por todas con la corrupta Iglesia de Roma y, a ojos de nuestro pueblo, proyectaba un poco de luz y alegría a este mundo inhumano. Era demasiado bello para que continuase. Las guerras, por desgracia, se vencen gracias a grandes ejércitos y a las alianzas militares. En estos casos, el puro amor cristiano sirve de bien poco.
—Bernard, tan sólo nos queda un camino. Hemos brindado por la libertad y a ella dedicaremos la lucha. No importa si morimos. Debemos luchar para que sobreviva.
—Sí, amigo mío, lo haremos. Pero difícilmente olvidaremos el 14 de enero de 1208.
Sentía su amargura y deseaba hacer algo por él.
—Mañana comenzaremos a organizar la escuela.
—Sí… Y haré que construyan trabucos y manganeles, nuevas cisternas y que refuercen las murallas.
—También te ayudaré, Bernard. Creo que tengo algunas ideas para las armas. Hasta hace poco soñaba con proyectar sólo máquinas voladoras… Pero alguien ha cambiado mis planes.
Habíamos llegado a la casa de Shimon. Nos abrazamos fraternalmente. Vi cómo se alejaba con cautela a causa del hielo que comenzaba a formarse en las callejuelas.
En las cenizas se divisaban unas aisladas brasas rojizas. Yolanda dormía. El sueño la hacía aún más bella. Tuve la sensación de que no respiraba. Acerqué el oído a su rostro y percibí su aliento, ligero. Me asaltó una emoción incontenible. El corazón iba a estallarme y le rocé los ojos con los labios.
Subí al desván y encendí la vela, sumiendo mi rabia y la turbación en los números. Poco a poco, la ventana iba quedando aprisionada por la nieve, que había vuelto a caer.
Hacía mucho que el ocaso había pasado y la ciudad estaba envuelta en el silencio y la oscuridad. Como un relámpago, la noticia de cuanto había sucedido corrió de boca en boca y la pesadumbre se adueñó del ánimo de cátaros, valdenses, judíos, católicos, comerciantes, campesinos, burgueses y caballeros. Toda Béziers tenía el presagio de que el futuro sería incierto y tenebroso.
Yolanda y yo acudíamos a la prédica del perfecto cátaro Guilhabert de Castres —tal como me explicaron más adelante, su condición de filius major indicaba que podría sustituir de inmediato al obispo cátaro Gaucelin en caso de que éste muriese.
La casa de los cátaros se encontraba en el burgo ($)de Santa María Magdalena, reservado al pueblo. Era el barrio de los rebeldes, un símbolo de lucha y de libertad para la ciudad entera. Pertenecía casi por entero al episcopado… y el obispo Ermengaud había establecido el diezmo sobre todo: casas, iglesia, cementerio, leprosería, tumbas e, incluso, letrinas. Sus habitantes tenían a gala negarse a pagarlo. Comprendido entre la puerta de Grindes, el burgo de San Afrodisio y el camposanto con la iglesia de Santa María Magdalena —emblema de la revolución y la libertad ya desde el 15 de octubre de 1167—, el burgo de la Magdalena era el refugio de los pobres, los marginados, los enfermos y los herejes. Al lado de la puerta de Grindes se encontraba el hospital de los niños, cuyos cuidados médicos se confiaban únicamente a los perfectos cátaros. Junto al cementerio, se encontraba la casa de los pobres y, un poco más adelante, una de las dos leproserías de la ciudad —la otra estaba no demasiado lejos de la puerta de San Afrodisio— y, en medio, el gran edificio de la casa de los cátaros, que en su día fue la vivienda de un matarife que se convirtió a la fe cátara y tomó el Consolament para dedicarse a la predicación.
En las estancias superiores se cuidaba a los enfermos o se alojaba a los peregrinos, mientras que abajo —donde antes se faenaban terneros, cabras y corderos— había una sala amplia, blanca y completamente desnuda, amueblada tan sólo con bancos y escaños, una mesa oscura en el centro, cubierta con una tela inmaculada. En el medio, un Evangelio. Sobre otra pequeña mesa, una botella de metal oscuro con una cubeta y unos paños de lino blanco; dentro de sencillos platos llanos de madera, habían velas encendidas que iluminaban todo el local, atestado de gentes de toda edad y condición.
Yolanda se sentó a mi lado, con la mirada fija en el Evangelio. Me sorprendió mucho la total ausencia de imágenes sacras, de ornamentos preciosos y, sobre todo, de cruces —cuyo símbolo estaba, en mi mente, ligado indisolublemente a los lugares de culto—. El silencio, la pulcritud y la sencillez del lugar daban una sensación de serenidad. Poco después, entraron.
Flanqueado por dos acólitos, un hombre alto, de barba y cabellos largos y grises, una larga túnica de color azul oscuro, a la cintura una faja que llevaba anudada en el lado izquierdo. Bajo la ropa se adivinaba un cuerpo muy delgado. La tupida barba no lograba disimular un rostro marcado por el sufrimiento. Y los ojos… Dos minúsculas brasas que emanaban una luz extraordinaria.
Yolanda me susurró que se trataba de Guilhabert de Castres.
Los siguió una joven mujer con los cabellos negros recogidos tras la nuca, vestida también de azul oscuro y con una cadena por cinturón. En su rostro se apreciaban signos claros de privación y una irrefrenable emoción en sus ojos luminosos. Debía recibir el Consolament, lo cual la convertiría en perfecta que seguramente tomaría el sendero de la predicación.
Hizo tres reverencias. Guilhabert y sus dos ayudantes se lavaron las manos y dieron así inicio a la ceremonia. El perfecto cátaro, volvióse hacia la novicia y comenzó a hablarle con voz cálida y profunda.
—Jeanne, deseáis recibir el bautismo espiritual por el cual viene donado el Espíritu Santo en la Iglesia de Dios, con la santa plegaria, con la imposición de las manos de los buenos hombres. Mediante este bautismo, Nuestro Señor Jesucristo dice en el Evangelio de san Mateo a sus discípulos: «Andad y convertid a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a seguir todo cuanto os he mandado. Estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Y Cristo, en el Evangelio de san Mateo, dice: «Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, expulsad a los demonios». Jeanne, sigue las enseñanzas de Cristo y del Nuevo Testamento según vuestro poder y sabed que Él ha dispuesto que el hombre no cometa ni adulterio, ni homicidio, ni mienta, ni que haga ningún juramento, ni que hurte ni robe ni haga nada que no desee para sí; que perdone a quien le causó mal, que ame a sus enemigos, que rece por sus detractores y muchos otros mandamientos que han sido establecidos por el Señor y su Iglesia. E igualmente es preciso que detestéis este mundo así como sus obras y las cosas que en él hay, pues san Juan dice: «No sintáis aprecio por el mundo ni por las cosas que hay en él. Si uno ama el mundo, no poseerá el amor del Padre, porque todo lo que hay en él, que no es más que concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la riqueza, no viene del Padre, sino del mismo mundo. Pero el mundo pasa y la concupiscencia también. Pero quien hace la voluntad de Dios vivirá eternamente». Y en el Libro de Salomón está escrito: «He visto cuanto se hace bajo el sol y todo es vanidad y afán inútil». Y por tales testimonios y muchos otros debéis seguir los mandamientos de Dios y
despreciar este mundo. Y si vos, Jeanne, cumplís con ellos hasta el final, tenemos la esperanza de que vuestra alma obtendrá la vida eterna. Repetid ahora conmigo: Pater noster qui es in coelis, sanctificetur nomen tuum; adveniat regnum tuum…
La joven repitió el padrenuestro con voz emocionada. Luego, todos hicieron tres reverencias mientras decían: «Señor, bendícela y perdónala». Guilhabert tomó el Evangelio y lo entregó a la novicia.
—Jeanne, debéis comprender la razón por la cual habéis comparecido ante la Iglesia de Jesucristo: recibir este santo bautismo de la imposición de manos así como el perdón de vuestros pecados. Del mismo modo como habéis recibido en vuestras manos el libro en el que están escritos los preceptos, los consejos y las admoniciones de Cristo, así debéis recibir la ley de Cristo en vuestra alma y observarla durante toda vuestra vida. Habéis de comprender que es necesario amar a Dios de manera sincera, dulce, humilde, misericordiosa, casta y, en suma, con todas las buenas virtudes. Así debéis comprender que es necesario que seáis fiel y leal en las cosas temporales y espirituales, porque si vos no lo sois en las temporales, no creemos que podáis serlo en las espirituales y no seréis salvada. También es preciso que hagáis el voto y la promesa a Dios de que jamás cometeréis homicidio o haréis que se cometa, que asimismo tampoco probaréis el queso, ni la leche, ni los huevos, ni carnes de aves, ni de reptiles, ni de animales prohibidos por la Iglesia de Dios. Igualmente, en aras de la justicia de Cristo, habréis de soportar el hambre, la sed, el escándalo, la persecución y la muerte. Y que lo haréis por el amor de Dios y por vuestra salvación.
Llegado a este punto, el perfecto cátaro tomó el libro de manos de la joven y le preguntó:
—¿Tenéis, pues, Jeanne, la voluntad de recibir este santo bautismo de Jesucristo en el modo en que hemos acordado, respetarlo y custodiarlo durante toda vuestra vida, con pureza de corazón y de espíritu, y no faltar nunca a este vínculo?
—Sí —respondió la novicia con voz trémula—, y por todos los pecados que he pensado, cometido aun sólo de palabra o contribuido a que se llevasen a cabo, imploro tu perdón, oh Dios, así como el de la Iglesia y el de todos nuestros hermanos.
Mientras rezaba, Guilhabert colocó el Evangelio sobre su cabeza y luego sobre sus manos. Sus acólitos lo imitaron. Al final, Jeanne y todos los presentes recitaron el Pater Sancti suscipe servium tuum in tua iustitia y el padrenuestro en voz alta. A continuación, Guilhabert comenzó a leer el Evangelio según san Juan —«en el principio fue el verbo»— y, de nuevo, el padrenuestro.
La ceremonia concluyó con un gesto de paz entre Guilhabert y la nueva elegida. Tras tocar con el Evangelio su hombro; ella intercambió con Guilhabert y los creyentes más cercanos un leve codazo. El creyente dio al otro el beso de la paz.
Emocionado, también yo transmití el mensaje de fraternidad y amor a Yolanda.
Guilhabert buscó la mirada de todos nosotros.
—Hermanos míos —comenzó—, el hombre es un pequeño campo de batalla, un minúsculo mundo en el que siempre hay una lucha en curso. Pero esta criatura no se encuentra sola. Vive al lado de otros hombres a los que la unen lazos de amor y trabajo, a menudo de sometimientos, de esclavitud, penas y humillaciones que pagamos por culpa de nuestros padres, purísimas llamas de luz caídas en nuestro mundo porque no supieron resistir la tentación del Mal, en esta tierra en la que tantas criaturas padecen la enfermedad, la pobreza o la esclavitud a manos de sus iguales. Y todas son criaturas que sufren. Por ello se hacen tan necesarios el sacerdote, como el ministro de Dios, el misionero o el profeta… Gentes que abrazan la palabra de Cristo, el Evangelio de los pobres, de los humillados, de los ofendidos. Ése es el Evangelio que queremos y por el que luchamos… Para que cada uno de vosotros lo conozca. Ése es el Evangelio que estamos traduciendo a nuestra lengua con la esperanza de que, un día, pueda haber una copia en cada casa sin que nos aceche el terror de la Inquisición creada por Inocencio III. Él ha establecido que, los misterios de la fe no pueden ser explicados por cualquiera, pues no todos están preparados para comprenderla y las Santas Escrituras ocultan un sentido tan profundo que ni siquiera los sabios, y menos aún los simples o los tontos, pueden en todo momento explicarlo. Soy un predicador al que vosotros llamáis, a mí y a mis compañeros, boni homines, perfectos. No lo somos, naturalmente, pues la perfección no es cosa de este mundo, aunque no por ello esta palabra carece de significado. Con ella deseamos dar testimonio de la vida que llevamos y expresar el hecho de que yo, Guilhabert, me esfuerzo por dominar las pasiones de mi cuerpo para no sumir mi alma en las tinieblas y ser libre y comprender, ayudar, combatir a vuestro lado, daros todo cuanto poseo, incluso a mí mismo, la vida si fuese preciso, para socorrer a mi prójimo. Y puedo hacerlo logrando que ese prójimo, también hijo de Dios, sacuda su conciencia, despertando su sensibilidad para que pueda reconocer el Mal. ¡Pues la opresión también es una forma de Mal! Y si veo a uno de mis hermanos oprimido, debo hacer todo cuanto esté en mi mano para que se dé cuenta de su situación, pues luchar en defensa de su propia libertad en esta Tierra es una manera de recordar que debemos combatir en aras de la liberación final; combatir para que todos, en este mundo, sean libres y den el primer paso en esa escalera de luz que los llevará a la libertad eterna. ¿Y qué dice la Iglesia de Roma? Todos los ciudadanos de la Tierra deben ser mis súbditos y, si no, los súbditos de un rey o emperador elegidos o reconocidos por mí ¡y, sea como sea, cristianos! No hay lugar para los no católicos en este mundo: sarracenos, judíos, herejes, paganos… Ninguno puede ser tomado por hombre, sino por enemigo y, como tal, ¡expulsado, encarcelado, asesinado o quemado! Si no queremos ser desterrados o quemados vivos, hemos de abandonar todo pensamiento y rechazar la posibilidad de aferrarnos a cualquier verdad. No podemos valernos de nuestra voluntad. O aceptamos su guía o caemos en el Mal, tal como afirma quien dirige la Iglesia de Roma.
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