Capítulo 10 Los paseos / Capítulo 11 Curas al paredón 202-218

Publicado el 29 de enero de 2022, 22:44

A Julián Marías lo acompañó toda su vida un recuerdo lacerante: «Íbamos en el tranvía, torcíamos desde Alcalá para entrar en Velázquez, y una mujer que iba sentada en la fila de delante señaló con el dedo hacia una casa, un piso alto, y le dijo a otra con la que viajaba: “Mira, ahí vivían unos ricos que nos los llevamos a todos y les dimos el paseo. Yo a un crío pequeño que tenían lo saqué de la cuna, lo agarré por los pies, di unas cuantas vueltas y lo estampé allí mismo contra la pared. Ni uno dejamos, a la mierda la familia entera” (…) aquella mujer comentó su salvajada (…) con toda naturalidad. Sin darle excesiva importancia. Con la absoluta sensación de impunidad que hubo en aquellos días, le traía sin cuidado quien la oyera. Con orgullo incluso.» [23] Marías recordaba otra barbarie del bando contrario: tras la entrada de los nacionales en Ronda llevaron a tres presos a las afueras para fusilarlos, pero antes les ordenaron cavar su propia fosa. Uno de ellos, Emilio Mares, hijo de un alcalde republicano, se encaró con sus verdugos: «A mí me podréis matar y me vais a matar —les dijo—. Pero a mí no me toreáis».
Marías le escuchó la historia a un famoso escritor que se jactaba de haber participado en el asesinato: «Le tomamos la palabra y lo toreamos, literalmente. Lo lidiamos. “Con que no, ¿eh?, (le dijo el malagueño). Tú te vas a enterar”. Y cogió la camioneta, se volvió para la ciudad y en menos de media hora estaba de regreso en el campo con los trastos. Allí mismo lo banderilleamos, lo picamos un poquito desde el techo de la camioneta haciéndole pasadas lentas y luego fue su paisano el que se encargó del estoque. Un tipo atravesado, muy cabrón, y se vio que tenía algo de práctica, le entró muy bien a matar, la primera hasta el fondo, cruzada en el corazón. Yo le puse sólo un par de banderillas cortas, en lo alto de la espalda. Vaya si se enteró el tal Emilio Mares. A los otros dos los tuvimos de público y los obligamos a gritar olés. No los fusilamos hasta rematar la faena, en premio por haber cavado. Así pudieron ver de lo que se habían librado. El malagueño se empeñó en cobrarse una oreja.» [24]
Emilio Carrere describe el ambiente del Madrid de los paseos: «A las doce de la noche el café Universal inundado de gentualla de mono azul. Borrachos que acababan de ser ladrones y esperaban la madrugada para ser asesinos. Mujeres ebrias de coñac y de un lujurioso deseo necrofílico; las lumias que presenciaban las ejecuciones».
Como muestra, ya basta. En el curso de unos meses se asesina a miles de ciudadanos inocentes por razones políticas, miles de tragedias que afectan prácticamente a todas las familias del país, cada muerto con su conmovedora y terrible historia.
A lo largo de la guerra, la represión causará casi tantos muertos como los combates, quizá más.
En los pueblos, el que ha quedado en el lado equivocado tiene difícil escapatoria, pues todo el mundo se conoce y está al tanto de las ideas del vecino. En las grandes ciudades, las oportunidades de ocultarse o de sumirse en el anonimato son mayores. Muchos abandonan sus domicilios, se disfrazan y se mudan a pisos anónimos, a modestas pensiones. En Madrid hasta siete mil fugitivos derechistas se acogen a las embajadas, protegidos por la inmunidad diplomática. A lo largo de la guerra, la Cruz Roja conseguirá muchos canjes de prisioneros entre uno y otro bando. Otros se presentan voluntarios para el frente, donde se van a sentir más seguros que en la retaguardia o, quizá, con la esperanza de pasarse al otro lado a la menor ocasión. También menudean las conversiones súbitas a la ideología dominante en la zona, el caso de Manuel Machado. En la zona nacional se agota la tela azul marino con la que se confecciona la camisa azul falangista debido a la demanda de camisas. Son como un salvoconducto para circular por la calle («el salvavidas», las llaman). La democracia y la pluralidad están bajo sospecha. Los partidos de menor entidad, aunque sean derechistas, se apresuran a disolverse. Toda precaución es poca.
Una noticia de prensa: «El vicepresidente y secretario del Partido Radical Autónomo visitaron al gobernador civil para manifestarle que, aunque ya estaba desde hace tiempo disuelto, venían a reiterarle que la disolución era un hecho, sintiendo que el carecer de fondos les impidiera hacer un donativo para el Ejército, si bien deseaban hacer constar que el referido partido no existía.» [25]
Una serie de organizaciones sigue el ejemplo de los partidos y se autoextingue, por si las moscas, entre ellas entidades tan apolíticas como la Unión General de Conductores de Automóviles, la Sociedad de Dependientes de Freidurías de Pescado y el Consorcio de Fabricantes de Sillas de Enea.
Mientras tanto, en el lado opuesto, la revolución prosigue su curso. «El analfabeto que preside un tribunal popular tiene más autoridad que un magistrado del Supremo; un sargento de milicias manda más que un coronel del ejército; un presidente de un comité de barrio de la CNT o de la FAI más que un miembro del Gobierno» (Serrano Suñer).
El 21 de agosto los milicianos se presentan en la cárcel Modelo y, sin que el director y los funcionarios puedan evitarlo (nuevamente la suprema razón de las armas), seleccionan a los presos derechistas más cualificados y los fusilan. Desde la terraza de un edificio colindante otros milicianos disparan contra los presos que pasean en uno de los patios y matan a una docena.
Cuando conoce lo ocurrido, Indalecio Prieto comenta: «Hoy hemos perdido la guerra».

 

Capítulo 11

Curas al paredón

 

El catecismo revolucionario establece que la Iglesia es el opio del pueblo y la cómplice secular de la clase explotadora. Hace décadas que la propaganda anticlerical viene acusando a la Iglesia de vivir en la opulencia, indiferente a la miseria del proletariado, en flagrante contradicción con la doctrina evangélica. El obrero demacrado y cargado de hijos contrasta con el clérigo cebón que, desde la perspectiva revolucionaria, disfruta de una existencia ociosa y regalada a costa del sudor proletario. Ese odio, acumulado durante generaciones, estalla en el verano de 1936. Las masas amotinadas aprovechan el desgobierno para saquear e incendiar las propiedades de la Iglesia (unos veinte mil edificios) y asesinar a unos siete mil religiosos, un 16% del total [26] .
Muy humanamente (aunque la institución es divina), la Iglesia, con su primado el cardenal Gomá a la cabeza, reacciona apoyando al bando rebelde y justificando el alzamiento militar ante la opinión pública internacional. Terminada la guerra, el propio cardenal Gomá sellará el pacto de la Iglesia con el Régimen entregando al Caudillo la simbólica Espada de la Victoria.
En la iglesia de Castaño del Robledo, en la onubense sierra de Aracena, los mineros queman el retablo. Cuando los nacionales toman el pueblo, el obispo de Pamplona, nacido allí, encarga a un tallista una gran imagen de Santiago Matamoros que sustituya al retablo destruido. Las instrucciones del prelado son precisas: el moro con turbante de la iconografía tradicional debe sustituirse por una efigie de Lenin sosteniendo en la mano una antorcha encendida (símbolo de los templos quemados por la hidra roja). Cuarenta años después, durante la transición a la democracia, la figura de Lenin será reemplazada por la de un moro con el consentimiento del cura y las autoridades locales, para no ofender a
los comunistas del pueblo [27] .
La única región de la Península donde no se produce la revolución es el País Vasco. Allí no se persigue a la Iglesia, ni se incendian templos, ni se colectivizan bienes confiscados a los ricos. Salvo algunos asesinatos episódicos, todo funciona con cierta normalidad.
El único que fusila curas en el País Vasco es Franco. A varios curas nacionalistas que apoyaban al bando republicano.
Al socaire de la revolución, las bandas armadas campan por sus respetos mientras el gobierno asiste impotente a los atropellos. Las calles y las carreteras se llenan de controles milicianos. Entre Madrid y Valencia, un viajero debe superar hasta ciento treinta y seis controles, lo que casi duplica el tiempo del viaje. En la confusión imperante, muchos delincuentes comunes afiliados a partidos y sindicatos disfrazan sus fechorías de actos revolucionarios en defensa de la República. Menudean los registros y detenciones ilegales, los saqueos, los robos bajo la forma de incautaciones, el confinamiento en cárceles del pueblo o checas, la tortura y el asesinato, a veces bajo la forma de sentencia de un tribunal popular aleatoriamente constituido.
Cuando el gobierno reacciona y consigue recuperar la autoridad para impedir o castigar tales desmanes, la propaganda de los rebeldes ha desprestigiado a la República en el extranjero. Muchas potencias democráticas se preguntan si no es preferible apoyar a los militares alzados, que preconizan la ley y el orden, antes que a un gobierno legal que se muestra impotente frente a la anarquía, los desmanes del populacho y el preocupante crecimiento del comunismo.

 

[23] Ibid., pp. 300-301.

[24] Ibid., p. 319. Marías no dice el nombre del famoso escritor que participó en el asesinato. Sólo dice que después fue muy famoso y «tuvo exequias solemnes cuando murió. Creo que hasta un ministro muy democrático ayudó a llevar el ataúd».

[25] Rafael Abella, Vida cotidiana durante la guerra civil. La España nacional, Planeta, Barcelona, 1976, p. 50.

[26] Exactamente, 13 obispos, 4184 curas, 2365 frailes y 283 monjas, según Antonio Montero, Historia de la persecución religiosa en España (1936-1939), Madrid, 1961.

[27] Ahora, el moro vencido de Castaño del Robledo vuelve a ser políticamente incorrecto, especialmente tras la amenaza del fundamentalismo islámico. Quizá sería aconsejable sustituirlo por un marciano.

Añadir comentario

Comentarios

Todavía no hay comentarios