13 Una pista fiable

Publicado el 9 de febrero de 2022, 22:19

Otra noche en vela. Floro, Lejía, Jordán, Camilo, Tuco, Carmen, todos desfilan en tus sueños. La luna se niega a retirarse y guerrea con la luz del sol. Queda una docena de estrellas cándidas que se resisten a cabalgar hacia su sueño. Y llega el alba, pastosa incluso en el paladar.

Pichi es puntual a vuestra cita de las ocho.

El viaje hasta Gijón lo hacéis por la carretera vieja, a través de las montañas, te sientes más seguro por ahí. Al llegar, la ciudad obliga a fijarte dos veces en ella, ya no la reconoces. En tu mente sólo pervivía la pequeña urbe de cuarenta mil habitantes del periodo de la guerra.

—Gira por ahí —ordenas a Pichi.

—¿No quiere ir hasta Cimadevilla?—pregunta, extrañado.

—Sí, pero antes tengo que ver la plaza de toros.

Y ahí la tienes, enfrente de ti. Octubre del 37, cuando la plaza sirvió de campo de concentración. Hitler los fabricó; Pinochet utilizó los estadios de fútbol; y Franco, las plazas de toros. Aún ves las sombras de los prisioneros flotando sobre la arena, con destino al pelotón de fusilamiento. Muerdes de nuevo el labio inferior para resistirte a que la maldita lágrima vuelva a recorrer tu mejilla.

—¿Ya conocía esto? —pregunta Pichi.

—No —mientes, pero qué más le da lo que le digas—. Vamos a Cimadevilla —le ordenas.

El coche de Pichi emprende la ruta de la playa. El Cantábrico conserva su sangre de furia. Al fondo se deja ver el Cerro, imponente, como un centinela de la ciudad. Os introducís por sus calles angostas, empedradas.

—¿P’ande voy, oh? —pregunta Pichi.

—Sube hasta lo alto —le ordenas.

Pero no se pueden cumplir tus deseos, el vehículo ha de detenerse en el mismo punto en el que lo hace el asfalto.

—A partir de’sta caleya hay que ir a pata —suspira Pichi.

—Déjame aquí —le vuelves a ordenar—. Tú vete a buscar la calle. Nos vemos en este mismo lugar, dentro de media hora.

A pesar de tu leve cojera, la pendiente no es un obstáculo insalvable. Llegas a lo alto del Cerro: el acantilado al frente, el Cantábrico sigue batallando contra él; el barrio de Cimadevilla a la espalda; al fondo crees ver las instalaciones de la mina La Camocha, por sus montes murieron los últimos maquis de Gijón, me dijiste muchas veces; la playa de San Lorenzo a la derecha y el Puerto del Musel a la izquierda.

Respiras hondo, hace siglos que no inhalas el aire de esta villa marinera. Y aquel octubre del 37 regresa: recuerdas los bombardeos, cómo inutilizaron el Dique Norte, cómo se hundía el destructor Ciscar, cómo se masacraba la parte oeste y sur de la ciudad, en aquel fuego selectivo, dejando la zona este sin tocar, ya que era favorable al bando nacional.

Han pasado cuarenta años, pero la imagen de la Royal Navy, evacuando refugiados no la has olvidado. Dijeron que por aquel puerto salvaron la vida cerca de cuarenta mil personas. Pero también viste con tus propios ojos cómo algunos se lanzaban al mar, preferían la muerte antes que caer en manos del fascismo.

Miras a tu derecha, al límite de la ciudad, la torre de la Universidad Laboral se yergue poderosa. ¿Cuántos presos republicanos se necesitaron para levantarla, tratados como vulgares forajidos condenados a trabajos forzados?

Comienza a lloviznar. Y los inviernos en los montes, con el frío, la nieve, la ventisca y el lobo, regresan a tus pensamientos. ¿Cuántos inviernos os vinisteis hasta Gijón, buscando un poco de refugio? La respuesta se pierde por los sumideros del barrio ante la llegada de Pichi.

—Paisa, encontré la cai.

Bajas despacio el Cerro, evitando resbalar en la hierba húmeda.

—¿Entrole arena en el güeyu?— sabes a lo que se refiere Pichi. Pero no es del aire, ni de la arena, es el pasado que en ocasiones vuelve con toda su crueldad. ¿Qué está ocurriendo, Mayor? Nunca te vi llorar. Y desde que has regresado a España, cada paso que das provoca la irritación de tu lagrimal.

—¿Dónde queda la calle?— preguntas, para cambiar de tercio en la conversación.

—T’aquí al llau. Sígame —ahora es él el que ordena.

Las calles del barrio son todas muy parecidas: empedradas y estrechas, en sus flancos, casas de escasa altura, de cuyas ventanas cuelgan tendales de ropa, casi siempre llenos.

—Yé aquí —asegura Pichi, ante un portal con puertas pintadas de verde—. Por el papeluco del buzón vive en el primeru derecha.

Jordán Gutiérrez Rodríguez y Josefa Rodríguez Calvo, lleva escrito el papelito recortado con sumo cuidado que está pegado en el recuadro que indica el piso primero. Subes y golpeas la puerta dos veces. Una señora abre tímidamente la puerta.

—¿Qué desea?

—Preguntaba por Jordán Gutiérrez.

—No está —dice prudentemente la mujer.

—¿A que hora le podría encontrar?

—Hasta las tres no volverá de la fábrica.

—Entonces, volveré sobre las tres.

—Cuando regrese, ¿quién le digo que ha venido preguntando por él?

—Soy un amigo suyo. Ayer coincidimos en un funeral en Langreo, y quedé en venir a visitarlo hoy —parece que la mujer va cogiendo más confianza.

—En ese caso, puede usted acercarse hasta la fábrica.

—Es que desconozco dónde trabaja.

—¿No se lo ha dicho mi hijo?  —¿Su hijo? Algo no cuadra. La mujer tiene más o menos tu edad, ¿cómo podría ser Jordán su hijo?—. Trabaja en la fábrica de tabacos, aquí al lado. En la calle paralela a esta.

—Ah, ya sé dónde está. Muchas gracias.

Algo te está desconcertando. Luego, Josefa Rodríguez Calvo, la del buzón, es la madre de Jordán. Pero el que tú buscas debería tener una edad aproximada para ser su hermano. En fin, lo mejor será acercarse hasta la fábrica de tabacos. Cigarreras y pescadores, las dos profesiones del barrio, en eso, el tiempo no le ha afectado —piensas.

Un señor con un delantal azul fuma un cigarro puro a la puerta de la fábrica, ¿será un reclamo?

—Busco a Jordán Gutiérrez, me han dicho que trabaja en la fábrica.

—Ah, sí. Lo conozco. Pregunte por él en las oficinas de la derecha —te hace una indicación con la mano que sujeta el puro.

Te adentras por una puerta acristalada con un letrero que reza:

«Oficinas». Una chica de no más de veinte y un joven de unos treinta, teclean sendas máquinas de escribir, detrás de un estrecho mostrador.

—Buenos días.

—Buenos días —responden ambos al unísono.

—Preguntaba por Jordán Gutiérrez.

—Soy yo —responde el joven. Le miras, no puede ser él. Apenas llega a los treinta, el Jordán que tú buscas rondará los cincuenta y algo.

—Creo que me he equivocado. Yo busco a un Jordán que ayer estuvo dando el pésame por el fallecimiento de Leonardo…

—Fui yo —responde de inmediato el muchacho—. Ayer, fui a dar el pésame a la hermana del Lejía.

—Entonces, me he equivocado. Yo buscaba a otro Jordán Gutiérrez, que también era conocido del Lejía. Y que, según me habían dicho, también vivía en
Cimadevilla.

—¿No me diga que usted busca a Jordán, el facha? —exclama con cara de asombro ante el descubrimiento.

—Es posible, no lo sé. Lo único que conozco es que se llamaba igual que usted, que era también conocido del Lejía y que vivía por aquí.

—Claro —dice—, no hay duda, usted busca al facha. Me acuerdo de él, pues en el barrio se comentaba que ambos nos llamábamos de la misma forma. Pero somos muy diferentes, se lo aseguro.

—¿No sabrá dónde lo puedo encontrar?

—Tenía una empresa de pompas fúnebres. Y, hace dos años, se instaló en Cangas del Narcea. La Milagrosa, creo que se llamaba —supones que la denominó así porque resucitaba a los muertos de un solo bando.

—Muchas gracias —algo te corroe en el interior, por eso le preguntas antes de salir de aquellas oficinas—, ¿de qué conocía usted al Lejía?

—Le conocí en la cárcel —sonríe, ha visto tu gesto de sorpresa—. Pero no crea que yo estuve encerrado. Lo que ocurrió es que cuando él cumplía condena, trabajé en la prisión en el servicio de limpieza. Le cogí cariño al Lejía, era un pobre desgraciado.

Esto aclara un poco el pequeño lío en el que te has enredado. A ti el que te interesa es el otro Jordán, el que se supone se ha trasladado a vivir a Cangas del Narcea.

—¿P’ande vamos, paisa? —pregunta Pichi, nada más que os introducís en el vehículo.

—A Cangas del Narcea —respondes, rotundo.

—¿A Cangas? Pero si hay casi cien kilómetros.

—Por mí, como si hay que dar la vuelta al mundo. A Cangas, y sin detenernos —le ordenas.

—¡Ala, a cascala por ai!

El vehículo da la vuelta al Cerro y, al bajar, cruza por debajo de la efigie de Pelayo.

—Adiós, pelayín —dice Pichi, haciendo ademán de saludar a la estatua.

—Déjate de payasadas, y mira por dónde vas.

—Rediós, paisa, paece que atragantáronsele les fabes. Yé sólo una broma. ¿Puedo poner música?

—Puedes poner lo que te salga de los cojones.

—Pos sí que tiene usté un buen día.

Las vallas de las fronteras
se pintan negras de mohosas…
Banderas al viento
engaño de pájaros bobos…

—¿Quién canta esto? —le preguntas, pues has reconocido la voz y la canción que escuchaste en aquel bar de Madrid.

—Paisa, ¿nun conoce a Miguel Ríos? ¿Ande tuvo usté metíu? ¿En un pozu? —no le respondes. De repente comienza a golpear el volante con las palmas de sus manos, a menear la cabeza y a berrear—. Más lí-ri-ca, me-nos rock. Más lí-ri-ca, me-nos rock. Más lí-ri-ca… —Este guaje yé fatu, piensas en su mismo lenguaje.

Ya no llora el mundo
no sabe llorar, no sabe llorar
Soy un vagabundo y sólo puedo
cantar…
No sabes como sufrí…

Y todo el viaje te está flagelando con las canciones de ese tal Miguel Ríos. En fin, como si coloca misa en latín o los últimos salmos evangelistas. Llevas tanto tiempo fuera de España, que no conoces nada de lo que se guisa. Y en gustos musicales, menos.

Llegáis a Cangas del Narcea al ritmo del Rock de la cárcel.

Un amargado no quiso bailar
se fue a un rincón y se puso a
llorar.
Llegó el carcelero y le dijo, si…

—Rediós, paisa, vaya acoyida que dan en este conceyu. Lo primero que hay que facer yé trasvesar un ponte que llámase Infierno.

—Detén el coche. Quiero ver una cosa.

Tus deseos son órdenes para el Pichi. Reduce la velocidad, y estaciona el vehículo antes de entrar en el puente. Bajas del coche, contemplas el río apoyado en la barandilla, y alzas tu vista hacia las montañas. Recuerdas, ¿verdad, Mayor?, cuando las tropas franquistas quisieron llegar al pueblo, los guerrilleros volaron el puente Infierno, para que la artillería no pudiera atravesarlo. Aquellos hombres, armados con escopetas y bombas caseras, formadas por dinamita y tuercas encerradas en botes a modo de metralla, quisieron hacer frente a un cuerpo de ejército que ocupaba el valle. ¡Qué gran coraje!

Tu vista se pierde por los bosques de hayas y robles. Sigue presente en ellos la imagen de los hermanos Chacón; del Caruso; de tantos otros, de los que ya no puedes pronunciar su nombre sin que el puñetero nudo de la garganta surja con fuerza. Demasiada sangre en la montaña —te repites.

—Vamos —ordenas a Pichi, que se queda observando el descenso de tu lágrima. Apaga la música, Miguel Ríos se va a Granada, y os deja solos.

Un gobierno fuerte es lo que se necesita en estos momentos en España, el actual no está dando nada más que muestras de debilidad constante. Hay que hacer frente al terrorismo, al avance del comunismo, al…

El senador Carlos Millán, el falangistín. Apagas la radio, no estás dispuesto a seguir escuchando a incendiarios y retrógrados.

—¿Tuvo usté antes por aquí?

—Es posible —respondes, como siempre, sin decir nada.

—¡Dígotelo, yo! Usté no yé quien dixe ser.

Regresa Miguel Ríos y su Granada.

Vuelvo a Granada
vuelvo a mi hogar…

Entráis en la calle principal del pueblo. Una pareja con un cochecito de bebé son los tres primeros habitantes con los que os encontráis.

—Por favor, preguntábamos por Pompas Fúnebres La Milagrosa —les dices.

—No tienen pérdida, al final de la calle —responde la chica. Y el bebé comienza a llorar.

Efectivamente, no hay pérdida. Ahí está La Milagrosa: un escaparate lleno de coronas y ramos de flores, con bandas púrpuras alrededor y todo tipo de inscripciones.

—Acompáñame —vuelves a ordenar a Pichi.

Atravesáis la puerta. Un olor a incienso rancio llega a vosotros, ni siquiera el aroma de las flores lo mitiga. Una pequeña salita, con seis sillas alrededor de una mesa de mármol con patas cortas, llena de revistas y de los periódicos El Alcázar y El Imparcial. Al fondo, una oficina acristalada, en la que podías contemplar a una supuesta viuda, vestida de negro, con pañoleta, llorar desangelada. Sobre la pared, un retrato de Franco. No puedes divisar muy bien al sujeto que la está atendiendo. Debes esperar.

—Cuando salga esa mujer, voy a entrar. Mientras yo esté hablando con ese individuo, no dejes pasar a nadie. ¿Has entendido? —le ordenas y preguntas, al mismo tiempo, a Pichi.

—Tranquilu, paisa, la portiella se cierra hasta pa los muertus.

La señora ha terminado de gestionar la lápida, la corona, las flores y las plegarias para el difunto. Se dispone a salir de la oficina, detrás de ella camina un sujeto que corresponde a la descripción que te habían dado de Jordán: alto, delgado, cincuenta y tantos, algo calvo y lleva un anillo enorme con una piedra de color rojo. Tienes ante ti al posible asesino de Tuco, al violador de Carmen y, a lo mejor, al asesino del Lejía. ¿Tal vez también al de Floro?

Compruebas que la Tokarev está en su sitio. Veintiséis años esperando este momento —te repites.

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