En el año 409, por la época en que madura la castaña y el piloso jabalí hoza bajo las hojas buscando la sabrosa trufa, los bárbaros penetraron en la península Ibérica por la calzada romana que atravesaba los Pirineos por Roncesvalles. Los recién llegados pertenecían a dos pueblos germanos, rubios como la cerveza: suevos y vándalos. Detrás, llegaron los alanos, un pueblo asiático de pelo negro y lacio.
Todos ellos habían hecho un largo viaje. Los alanos habían partido del este de la actual Ucrania, junto a las costas septentrionales del mar Negro; los suevos, aunque procedían del norte de Alemania, habían cruzado el Elba cuando Roma estaba en sus comienzos y se habían establecido al sur de Alemania, donde hoy está Nuremberg; los vándalos procedían del norte de la actual Polonia y también habían ido descendiendo a lo largo de los siglos hasta situarse cerca del Danubio. En el tiempo de las grandes invasiones, el mundo era un gigantesco juego de ajedrez, en el que el movimiento de una pieza afectaba a todas las demás. Presionados por otros que venían detrás, los vándalos, los suevos y los alanos atravesaron las tierras al norte del Danubio, así como Alemania y Francia.
Los recién llegados se extendieron por la Península, saqueando ciudades y robando campos, hasta que el emperador de Roma, molesto por la riza que le habían organizado en su olvidada provincia, envió a los godos a desalojarlos. Estos godos (otro pueblo germánico originario del norte de Alemania) obligaron a los invasores a replegarse a las tierras más pobres y menos romanizadas del noroeste y, después, regresaron a las Galias, donde Roma les concedió un reino con capital en Tolosa. Poco después, los vándalos pasaron a África y se establecieron en las antiguas tierras de Cartago, que Roma había transformado en próspera provincia. Tampoco duró mucho. Acabaron difuminándose y desaparecieron de la historia como una sombra.
España quedaba, como iba siendo su costumbre, dividida en dos mitades. En la parte de Galicia y norte de Portugal, los suevos, y en la cornisa cantábrica, sus naturales de siempre, gente arisca y brava, los menos romanizados del conjunto hispánico, que habían aprovechado el desvanecimiento del poder romano para recobrar su autonomía. En el sur y el Levante, la parte más rica y poblada, quedaban los hispanorromanos, muy decaídos y venidos a menos, pero todavía alimentando la ilusión de pertenecer al Imperio romano. Poco más que ilusión, porque Roma no podía ya defenderlos y tuvo nuevamente que contratar a los godos para que contuvieran la rapacidad de sus vecinos. Los godos establecieron algunas guarniciones permanentes, los campi gothorum, que atrajeron emigrantes de sus tribus al reclamo de las buenas tierras ganaderas de Castilla la Vieja (y no sólo ganaderas, pues también llegaron agricultores que trajeron consigo la sabrosa alcachofa y la deliciosa espinaca, cultivos hasta entonces desconocidos en España).
En el año 476, el emperador de Roma fue depuesto, y la ficción que era el Imperio romano de Occidente se desvaneció para dar paso a la más completa anarquía. En el sur y el Levante de España, el vacío de poder fue prestamente ocupado por los romanos del Imperio de Oriente, es decir Bizancio (los hispanorromanos afectados quedaron encantados por haberse librado de la barbarie germánica), pero los godos permanecieron en el resto del país, incluso corregidos y aumentados por la masiva inmigración de sus hermanos de allende el Pirineo después de la caída del reino de Tolosa, el año 507, ante el empuje de los francos. Estos godos, que con el tiempo extenderían su dominio a toda la Península, fundaron un reino con capital en Toledo. Es posible que el escéptico lector recuerde la lista de los reyes godos desde los tiempos, no sé si añorados, de su bachillerato. Lo más seguro es que los tuviera ya medio olvidados y al adquirir este libro no sospechó que le brindaría ocasión de refrescarlos. Pues bien, aquí están, que el saber no ocupa lugar: Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodorico 1, Turismundo, Teodorico II, Eurico, Alarico II, Gesaleico, Teodorico el Amalo, Amalarico, Teudis, Teudiselo, Ágila, Atanagildo, Liuva 1, Leovigildo, Recaredo, Liuva II, Witerico, Gundermaro, Sisebuto, Recaredo II, Suintila, Sisenando, Khintila, Tulga, Chindasvinto, Recesvinto, Wamba, Ervigio, Égica, Witiza, Ágila II y Rodrigo.
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