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Publicado el 16 de febrero de 2022, 23:55

Pero sus mandamientos no hacen mella en nuestro corazón, pues sus sacerdotes y su jefe supremo han decidido, desde hace ya mucho tiempo, servir al Mal a pesar de que sus labios no se cansen de profesar paz y amor —sus ojos penetrantes se fijaron en el público antes de proseguir con una voz aún más vehemente y profunda—. ¿Qué clase de paz, qué clase de amor pueden albergar quienes no muestran ni un adarme de piedad ante el sufrimiento, quienes consideran que la mujer es una hechicera, una bruja perversa, el receptáculo del mismísimo Satanás? ¡Personas capaces de celebrar un funeral por un leproso y, a continuación, expulsarlo de este mundo aún con vida en lugar de mitigar las plagas y hacer todo lo posible por curar a una pobre criatura martirizada por el sufrimiento! Han comenzado a ocupar el lugar de los señores feudales; se apoderan de los castillos, las ciudades y las naciones. Guerrean y creen que, por el solo hecho de pintar una cruz en los escudos, sus saqueos y sus matanzas están plenamente justificados. La lucha que han desencadenado contra nosotros, boni homines patarinos y cátaros, es feroz y despiadada. Pensad en nuestros hermanos valdenses, quienes aprueban por completo la doctrina de Roma, pero rechazan el lujo, la pompa, la corrupción… Sólo por esto se los persigue y se los quema vivos, ¡como a nosotros! Pero tenemos reservado otro final. El asesinato del legado pontificio Pierre de Castelnau es lo último que faltaba antes de llevarlo a cabo: el exterminio completo. Y todo porque nos volcamos no sólo hacia los pobres, los humillados, los ofendidos. No predicamos únicamente la caridad. Nosotros nos dirigimos a todos los hombres… ¡Todos, sin distinción! Intentamos despertar las conciencias. Predicamos la comunidad de bienes. La sencillez en las costumbres. Vivimos con nuestros hermanos, predicamos el conocimiento del mundo que nos rodea para descubrir sus más recónditos secretos, para que nunca más se convierta en motivo de estupor, maravillas o prodigios.

Nos tendió sus manos sarmentosas, en un intento de infundir fuerzas, aún más si cabe, en nuestras almas, completamente rendidas a él.

—Pero ya basta, hermanos cristianos. ¡Basta ya de milagros! No en vano decimos que el saber nos hará libres. Libres para pensar. Libres para decidir. Libres para gritar ¡basta! Al sacerdote y al patrón que nos oprime. A partir de hoy, ¡este trozo de tierra es mío! A ti no te vale de nada, pero a mí me permite saciar el hambre de mis hijos. Libres para tener en nuestra cabaña el Evangelio y leerlo sin correr el riesgo de acabar en la hoguera. Libres para cortar un bosque, arar la tierra, hacerla fértil, poner una colmena y… cuando venga el obispo a cobrarse el diezmo por los frutos de esa tierra que es de Dios, ¡gritaremos no! ¡Basta ya! ¡Basta, seas conde, barón, obispo o cardenal!

En sus ojos glaucos ardía una llama que llegó a abrasarme por dentro. Recordaba a mi viejo Girolamo.

El hombre de la túnica oscura comenzó a hablar. Toda su persona irradiaba una dignidad y una humanidad que infundían nuevas fuerzas a quien lo escuchaba.

—Hermanos cristianos, después de lo ocurrido hace tres días en Saint-Gilles, no hay que hacerse ilusiones: Inocencio III llevará a cabo lo que se propuso desde el momento en que accedió al pontificado: la cruzada contra nosotros. Una guerra para exterminar un pueblo cristiano. Y bien sabemos cómo acabará todo. Lo único que espero es que se contente con mi vida, la de Jeanne y la de todos los boni homines. Espero que el exterminio de unos cuantos millares de personas aplacará la sed de sangre del ejército cruzado. Desde ahora mismo y hasta que llegue ese día, nos esforzaremos el doble en nuestra misión y nuestra predicación. Abandonaremos nuestros cuerpos a las espadas y el fuego de los cruzados. A vosotros deseamos entregaros unas pizcas de libertad. Si lo conseguimos, esta pobre vida terrena habrá valido la pena. Pero, antes de nada, querría recordaros quiénes son los principales enemigos de Inocencio III y sus obispos: los libros y el conocimiento —frunció el ceño y se mesó la barba, que cubría su huesudo mentón—. La Iglesia de Roma tan sólo se ha equivocado una vez. Ocurrió hace dos siglos, cuando eligió al papa Silvestre II, es decir, a nuestro humilde Gerberto. No había materia en la que no despuntase: latín, griego, retórica, gramática, filosofía, medicina, música, mecánica, astronomía… y, sobre todo, matemáticas. Amor por Cristo y por el saber, en esto se cifraba su vida. Se mostró incansable a la hora de difundir el saber entre el pueblo. Apenas elegido papa, sorprendió a toda Roma al promover el estudio de las letras. Su humilde y sincero amor cristiano lo llevó a otras victorias: buena parte de Polonia, Prusia y Hungría abandonaron la idolatría y se convirtieron al cristianismo. Pero la corrupta Iglesia de Roma y sus obispos, parásitos inhumanos, se mostraban incómodos y preocupados con aquel humilde gran hombre, pues había sentado las bases para el desarrollo moral y cultural del pueblo cristiano, algo extremadamente peligroso, porque inocular el saber en la mente humana quiere decir poner en marcha la máquina de las ideas. Cuando el hombre comienza a pensar, a razonar, a discutir sobre todas las cosas… Acaba discutiendo sobre las Santas Escrituras y la religión —frunció el ceño de nuevo—. En el cuarto año de su pontificado fue envenenado por una mano no demasiado misteriosa; una mano que apagó la llama de la esperanza que Gerberto había encendido.

La mano de Yolanda buscó la mía mientras los ojos hundidos de Guilhabert ardían tanto como su voz.

—Por esto, nuestro deber y el vuestro es conservar, traducir, copiar y divulgar el saber de los antiguos griegos. El pensamiento humano puede extenderse muy lejos, mas el pacto que los emperadores romanos sellaron con la Iglesia católica ha abrasado y ahogado. Han intentado borrar para siempre las huellas de su pensamiento porque los helenos habían descubierto un arma mortífera contra todos los falsos sacerdotes: la potencia del saber y de la razón —se oyó el viento que sacudía un postigo mientras el frío aullido del viento corría por las callejuelas—. Además de las mentiras que caen por su propio peso, las acusaciones que nos hacen los prelados de Roma son de naturaleza doctrinal. Nosotros decimos que el alma es luz creada por Dios, y el cuerpo una prisión obra del demonio. Ellos afirman que el demonio existe, si bien se trata de un ángel que se rebeló contra Dios y sembró el Mal entre nosotros. La diferencia, desde el punto de vista del dogma, es considerable, cierto, pero no deja de ser triste que la liberación del hombre tan sólo pueda conseguirse por la gracia de Dios, algo que el Cielo concede por mediación de un sacerdote. ¡Fijaos en lo que significa, por el contrario, atribuir al hombre la fuerza para luchar y liberar su espíritu de la materia y unirse a la luz de Dios! Mas el problema no depende de dónde coloquemos a Satanás, si un poco más arriba o un poco más abajo. Lo importante, creemos, es reconocerlo y combatirlo. ¡No se trata de un mero espantajo con el que atemorizamos con los peligros del pecado y la condenación eterna! La Iglesia de Roma, durante todos estos siglos, ha predicado y, sobre todo, propagado el pecado; ha forjado cristianos poseídos por el miedo y el terror. Ha atizado el fuego, abrasado las almas, golpeado las mentes hasta obtener hombres que han perdido la verdadera sensibilidad para reconocer el Mal que cada uno de nosotros lleva en su interior, junto con el amor. Y si pierde esta sensibilidad no se podrá reconocerlo más: nos convertiremos en personas insensibles que permanecerán frías ante cualquier forma de miseria o dolor que padezca nuestro prójimo. Y no tardaremos en estar dispuestos a cometer toda clase de horrendos delitos —la mirada luminosa de Guilhabert pareció abrazar a los presentes—. Nunca más debemos bajar la cabeza. Dejemos de seguir la voluntad de otros. Si verdaderamente queremos ascender por la escalera de luz, hemos de hacerlo no como miembros de un rebaño, sino como hombres libres, con la frente alta, ¡comportándonos como cristianos! Pues los cristianos no son quienes dicen serlo. Tampoco lo son quienes reciben el Consolament, la imposición de manos, los sacramentos o las bendiciones. Cristiano es quien intenta poner en práctica, cada día, las enseñanzas y el ejemplo de Cristo.

»Oh, hermanos, nada valdrá la pena si no conseguimos resolver el
misterio del Espíritu y la Materia, del Bien y del Mal. Si luchamos para transformar nuestro rebaño en un pueblo cristiano, nos encontraremos más cerca de dilucidar este misterio y además habremos hallado una razón para nuestro breve viaje material. En verdad, habremos dado un sentido a nuestra existencia.

Yolanda se apoyaba en mi brazo mientras nos adentrábamos en la penumbra de los callejones. Mi pensamiento vagaba muy lejos, en una cabaña sobre un peñasco de lava, ante un lago. El buen Girolamo, ¡lo que habría dado por escuchar una prédica como la de Guilhabert! Mi viejo… Sus jeremiadas, que tantas veces había fingido atender… Su poderosa mente, su rabia contra aquel mundo tan injusto… Qué bien lo entendía ahora. Con cuánto cariño lo recordaba. En aquel momento me daba cuenta de los errores que había cometido en Nemi, con la cabeza metida sólo entre mis libros, sin mirar nunca a mi alrededor.

Desde que llegué a Béziers, cambié por completo. Las palabras de Guilhabert habían iluminado de una manera completamente distinta, pero decisiva, mis números y mis libros. Ahora, más que nunca, me daba cuenta de cuán importantes eran. Y supe lo que haría durante el resto de mi vida: me aferraría a mis volúmenes como si fuesen espadas y combatiría con ellos. Los convertiría en mis armas, tan temidas por ellos. Me sentí con ánimos renovados. Era plenamente consciente de lo que me esperaba y, para combatir con un enemigo como aquél, necesitaba echar mano de todo cuanto tenía, excepto el heroísmo.

Y ése era el peligro al que debíamos enfrentarnos aquellas gentes y yo. Siendo muy joven, soñaba con empuñar algún día una espada de acero y lanzarme a la batalla, pero mi mente frenaba mi entusiasmo.

También debía refrenar, e incluso sofocar, el afecto que mi corazón sentía por Yolanda, pero no lo conseguía.

Mientras atravesábamos un angosto soportal excavado bajo una casa y nos sumergíamos en la oscuridad más completa, oí el leve chapoteo de la nieve fundida y me acordé del canal central con el que se recogía el agua de lluvia. Yolanda también debió de pensar en lo mismo en ese mismo momento.

Y, de este modo, mientras la acercaba a mí, ella intentó saltar el canal. Sin saber cómo me la encontré entre los brazos. Un mero instante, pero lo suficiente como para aspirar la fragancia de unos cabellos que rozaban mis mejillas y un perfume de virginidad que me incendió la sangre.

Nos separamos con pesar y proseguimos mientras bromeábamos con voz discordante sobre la humorada del cónsul que había dado a aquel angosto y oscuro callejón un nombre como calle del Sol.

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