14 Jaque a un asesino

Publicado el 19 de febrero de 2022, 21:26

La viuda abandona el despacho de Jordán en dirección a la calle. Pichi le abre cortésmente la puerta, para después bloquearla con el pie. Alguien desea entrar, Pichi asoma la cabeza y le espeta:

—Nun se recoyen más muertus hasta dientro d’un momentu —y gira el letrero de la puerta, mostrando la leyenda CERRADO hacia el exterior.

—¿Qué está haciendo usted? — pregunta Jordán, casi gritando. Hace ademán de dirigirse a Pichi pero le colocas la mano en el pecho y le empujas al interior de la oficina—. ¿Qué ocurre aquí? —pregunta, desconcertado.

—Siéntese —le ordenas, mientras desenfundas la Tokarev. Su rostro moreno adquiere tintes de lápida—. Y no hable hasta que yo se lo diga.

Comienzas a enroscar el silenciador en la pistola. Tomas asiento frente a él. Intenta abrir uno de los cajones de la mesa. Sospechas que su intención es empuñar un arma que seguro tiene allí guardada. Disparas, la trayectoria de la bala pasa a diez centímetros de su cabeza para incrustarse en la pared. Le haces un gesto con la pistola, moviendo el cañón de izquierda a derecha, indicándole que se aparte de la mesa. Te levantas y abres el cajón: una Luger, 9 mm. Recoges el arma y la guardas en tu cinturón.

—No tengo dinero aquí, si eso es lo que buscan.

—No quiero dinero. Sólo deseo respuestas.

—¿Respuestas? —su color lápida adquiere tintes rojos. El miedo deja vía libre a la ira—. Respuestas de qué. Usted está loco.

—Relájese —inclinas el cuerpo hacia atrás en la silla, sin dejar de apuntarle a la cabeza—. Primero voy a comprobar su identidad. Usted se llama Jordán Gutiérrez. Hace unos días estuvo en Mieres, en una convención para formar un sindicato nacionalsocialista.

—¿Es un pecado? —sonríe, posiblemente crea que eras un secreta, buscando información.

—En Mieres también se encontraba Leonardo Zapico, alias Lejía, que resultó asesinado.

—¿Y eso que tiene que ver conmigo? —las sospechas de que puedes ser de la secreta se incrementan en él.

—Tenemos un testigo que asegura que usted lo asesinó —lo que le has dicho le confirma que eres un chapa, sin que tenga que preguntártelo.

—¿Un testigo? No me haga reír —y extrae un cigarro de una cajetilla—. ¿Puedo fumar? —Asientes. Te ofrece tabaco. Lo rechazas—. Tengo cien camaradas del sindicato que jurarían porsu madre que esa noche dormí con sus hermanas.

—La conjetura que barajamos —adoptas pose de poli, al fin y al cabo ha sido él quien lo ha sugerido—, es más o menos la siguiente: alguien ofreció cien mil pesetas al Lejía por la identidad y localización de dos falangistas que respondían al nombre de Camilo y Jordán. Y el Lejía se trasladó hasta Mieres para preguntarle, con la seguridad de que uno de ellos era usted. Tal vez pensó que les encontraría a los dos en la convención. A usted no le gustó que alguien anduviera hurgando en el pasado y, menos, preguntando por usted o por Camilo. Por eso prefirió terminar con la vida del Lejía.

—Parece interesante eso que usted me cuenta, pero son sólo conjeturas. ¿Tiene alguna prueba? —sonríe de nuevo. Pero prefieres seguir hablando.

—La pregunta es: ¿por qué se prefiere asesinar al Lejía antes que dar el paradero de Camilo o de usted? —ahí se le esfuma la sonrisa. Vas por buen camino, sigue así.

—Si usted trabaja con hipótesis, no me extraña que llegue a conclusiones irreales —responde.

—Tal vez —prosigues en tono sosegado—, lo que está ocurriendo es que el señor Camilo es un importante hombre de esta nueva sociedad que está alumbrando…

—Una sociedad roja y masónica, que pretende el desmembramiento de España —tiene la respuesta preparada.

—Por ello, el nombre de camarada Camilo —mantienes el mismo tono— corresponde a un pasado que se quiere ocultar, incluso asesinando, si fuera necesario.

—A usted le gustan mucho las novelas de ciencia-ficción. Porque acaba de construir una, muy bonita por cierto.

—¿Y qué hechos pudieron ocurrir enel pasado que es necesario ocultar? Hagamos un repaso —de repente, adquiere un gesto preocupado—, es posible, sólo posible, que Camilo y su amigo Jordán, hace veintiséis años, pertenecieran a la Falange Universitaria. También, es posible, sólo posible, que pertenecieran a la contraguerrilla de las tropas acantonadas en los valles contra el Maquis. Y entre los desmanes que cometieran, se encuentre el asesinato del guerrillero Tuco —sigue serio, en silencio—, el asesinato de su hijo nonato, la violación, torturas y extirpación de un pecho a su esposa Carmen. ¿Quiere que siga?

—No conozco a nadie de los que usted está nombrando —está mintiendo, lo sabes, pero lo hace muy mal, su mano derecha está temblando. Es ahí cuando te fijas mejor en el anillo, lleva un dibujo de una especie de ene muy rara—. Será mejor que se marche, o…

—O qué —le dices de forma contundente—. ¿Va a llamar a la Guardia Civil? ¿Y qué les va a decir? No, usted no va a hacer nada, excepto lo que yo le ordene.

—Está claro que quiere conocer la identidad y paradero de Camilo, porque usted los desconoce. Por eso cree que me necesita vivo, pero no conozco a ningún Camilo.

Te levantas de golpe, le agarras con la mano izquierda el cuello y aprietas. La silla en la que está sentado se inclina hacia atrás, hasta que se detiene porque su nuca hace tope con la pared. El púrpura cardenalicio llega a su rostro. Le introduces la Tokarev en su boca, con el pulgar preparas el martillo percutor. Y con voz cavernosa le espetas:

—Si disparo, lo único que puede ocurrir es que tarde unas horas más en localizar a Camilo. Pero al final lo voy a encontrar. Por eso es mejor que colabore. Mañana a las doce, los quiero a los dos en la puerta de la catedral de Oviedo. Y exijo puntualidad.

Aflojas la presa. Tose. Respira con dificultad, intentando acaparar todo el aire impregnado de incienso del mortuorio.

—Y si no vamos, ¿qué ocurrirá? —sonríes. Enfundas la pistola. Y le das un golpecito en la cabeza, como si fuera un mal colegial.

—Que ya puede comenzar a elegir su ataúd, y la inscripción de la banda que rodeará su corona. No se olvide, mañana a las doce en la puerta de la catedral.

Le dejas solo, con sus miserias, preguntándose cómo es que la historia ha dado este vuelco. Cuando has llegado a la puerta de acceso a la calle, te pregunta:

—¿Y mi pistola?

—Mañana se la devuelvo —respondes sin mirarle.

—Le juro que veré su cadáver en uno de mis ataúdes —se despide con esa amenaza.

Giras, elevas despacio la Tokarev, como si de una vulgar práctica de tiro se tratara, y disparas. La bala atraviesa la cristalera que separa la oficina de la sala de espera, el cristal se derrumba, y la bala se incrusta en el cuadro con la efigie de Franco vestido de generalísimo de los ejércitos. El cuadro cae y Franco se hace pedazos.

Regresas a la oficina, Jordán camina de espaldas hasta que choca con la pared. El color lápida ha regresado a su rostro. Queda reducido a una esquina, vive el terror.

—Las llaves —le exiges—, ¿dónde tiene las llaves del local?

Abre el cajón de la mesa y, con manos temblorosas, te hace entrega de un llavero que porta dos llaves. Las recoges y, cuando Pichi y tú estáis en la calle, cierras la puerta. Arrojas las llaves a través de los barrotes del primer registro de desagüe que encuentras en dirección al coche.

—Cagüen mi mantu, paisa. Tiéneme acojonáu. Nun esperará que me siga creyendo que usté yé industrial.

—Puedes creer lo que te salga de los cojones, Pichi.

—Con ese temperamentu tendrá pocos amigus. El día de su entierru nun irá naide más que don Germán.

—Puedes estar seguro de que ese será el único que no estará presente.

Cuando os introducís en el vehículo, extraes la Luger que le has quitado a Jordán y se la entregas a Pichi.

—Toma, para ti. Un regalo.

—Rediós, paisa, muchas gracies.

—¿Sabes disparar?

—Nun soy fatu. Enseñáronme en la mili, yera del grupo de zapadores, y…

—De acuerdo, pero ten cuidado de que no te la encuentren. Supongo que Jordán no presentará denuncia por la desaparición de la pistola, ya que la tendrá sin legalizar. Pero eso no quiere decir que tú tengas licencia de armas.

—¿Unos cantarines? —te pregunta Pichi. Te encoges de hombros, al final va a dar lo mismo lo que desees, pero prefieres música antes que escuchar predicadores y agoreros por la radio. Introduce una cinta—. Un poquín de Miguel Ríos nos vendrá bien… —dice, apretando el botón de inicio.

 

Si ves a Lucifer en un

baúl siéntate a conversar…

 

Está muy claro que te has alejado años luz de los gustos de los jóvenes. Pero, Mayor, ¿qué música te gustaba a ti, cuando tenías su edad? Inclinas la cabeza en el asiento, cierras los ojos y reflexionas. ¿Qué música escuchabas? Ni siquiera te acuerdas, tal vez fuera la que tocaban en las fiestas de los pueblos, cuando un grupo de músicos aficionados era contratado por la comisión de festejos, y subidos en un improvisado escenario cantaban un elenco de canciones de las que nunca mencionaron su origen. Y a su ritmo, bailabais con las muchachas del pueblo, era el momento de acercaros a ellas, de indicarles cuál os gustaba, con una simple petición de baile. Así conociste a Adela, ¿o me equivoco, Mayor?

 

pregúntale

y puede que te sorprenda.

 

Después llegó la guerra y las orquestas ambulantes desaparecieron de los pueblos, se había terminado el baile y la fiesta, todo se tornó en gris, como Franco, el gochu, como dicen en la Cuenca. A partir de ese momento sólo escuchabas música militar, fuese del ejército o miliciana. Y recitabais sus canciones, como aprendices de juglares marciales.

 

Diciendo que jamás ha visto
tanta miseria
y tanta desigualdad…

 

Luego, la montaña, y los compañeros en las cuevas a la luz de un candil, sin guitarra, ni tamborín, ni gaita, escribían poemas, y el paso firme por las rocas componía la música. Poemas, ¡ay!, los poemas. Guerrilla y literatura siempre fueron unidos.

 

Si ves a Lucifer en un baúl
siéntate a conversar…

 

Pichi ha cambiado la cinta, rescatándote de la burbuja del pasado.

—¿Pa qué busca al Camilo?

—Bástate saber que lo busco.

—Rediós, qué temperamentu. Se supone que somos colegas, y los colegas se lo cuentan tó.

—Es mejor que no seas mi colega, Pichi. Aún eres joven, tienes mucha vida por delante, y yo sólo soy un paisa, como tú dices, demasiado amargado y hastiado de lo que le tocó vivir.

—¿De verdá ese tipu asesinó a Lejía?

—Creo que sí. Además, cuando le acusé de ello no lo negó.

—¡Hostias, paisa!, si esto lo saben los mercheros, lo rajan.

—¿Quiénes son los mercheros?

—Un clan xitanu del valle, son mu peligrosos.

—¿Qué tenían que ver con Lejía?

—El Lejía era merchero.

Tal vez la información que proporciona Pichi pudiera servir en algún momento, no lo descartas. Es tarde para todo, pero en especial para comer. Le ordenas que se detenga en un pequeño restaurante a diez kilómetros de Cangas del Narcea, y aprovecháis para comer el menú del día. Después ponéis rumbo al valle del Nalón. Miguel Ríos se repite en el reproductor de música casi tanto como las truchas que habías degustado.

—Tienes el resto del día libre —dices a Pichi nada más que aparca al lado de la plaza de abastos de La Felguera, a cincuenta metros de la pensión de la Flaca. Pero aún le tienes que encargar otra misión—. Vete hoy, o mañana a primera hora, a ver al fotógrafo, al señor Beni. Le pides unas copias de las fotos que sacó alrededor del cadáver del señor Florencio en Pola Laviana. Me interesan, sobre todo las que sacó de las pisadas. Se hará de rogar, pero le dices que le compras las copias, que es para revenderlas a la prensa. Te pedirá bastante pasta, así que regatea con él.

—¿Y mi dineru? —le entregas sus mil pesetas diarias y otras cinco mil para los gastos en la operación de las fotos.

—Cuidado con la pistola. No se te ocurra cacarear por ahí lo que ha ocurrido, porque en ese caso lo más fácil es que aparezcas en una cuneta más tieso que un tronco.

—Usté debe pensar que soy fatu.

—Que tú eres bobo es un dato objetivo, que yo lo piense es subjetivo.

—¿Cómo yé, oh?

—Que mañana aquí a las ocho, como todos los días.

—Ah.

Ha sido un día agobiante: primero, Gijón; luego, Cangas del Narcea. Necesitas tumbarte en la cama, descansar y reflexionar. Pero no puede ser, todavía te queda informarte sobre la hora del entierro de Floro, y ver si la prensa ha averiguado algo más de lo que tú conoces. Y la mejor fuente de información en una cuenca minera es una sidrería, pero antes has de dar un paseo por el parque, llevas mucho tiempo sentado y debes facilitar que la sangre circule por tus piernas.

Un grupo de gente se arremolina alrededor del quiosco de la música, te acercas. El violinista ciego se encuentra rodeado de una docena de niños que están sentados en la hierba. Tres señoras hablan entre ellas alejadas cinco metros del corrillo. El ciego narra un cuento:

«… Y un día, los hombres, mujeres y niños del valle dijeron ¡basta! Todos juntos se apoderaron de las fábricas, de las minas. NI DIOS, NI AMO , gritaban. Expulsaron a los explotadores de las tierras y gestionaron ellos mismos la propiedad colectivizada, aquello se llamó la Revolución del 34. El gobierno preocupado envió las tropas moras. Desde aquella colina disparaban proyectiles contra los niños y mujeres…».

Una muchacha a su lado pasa los lienzos con grabados que ilustran las explicaciones del ciego. Los niños no pierden detalle de los monigotes allí dibujados.

—No sé por qué los de festejos contratan al ciego como narrador de cuentos a los niños. Su visión de la historia no me gusta, divide todo entre buenos y malos. Los buenos eran muy buenos y sufrieron mucho. Y los malos, muy malos —manifiesta una señora enjoyada a las otras dos que le acompañan.

—Catalina —dice otra, dirigiéndose a la primera—, no divide todo en buenos y malos, sino entre héroes y villanos. Y los villanos no éramos nosotros.

«Las tropas moras del Ejército arrasaron todo. El valle se cubrió de sangre. Tres años más tarde, llegó el Ejército de Franco y volvió a llenar todo de muertos. Sólo querían que fuéramos obedientes a su látigo. Y llenaron el valle, todos los valles de alrededor, de banderas extrañas que llevaban las tropas que trajeron para pacificarnos y conducirnos por el camino recto que nos llevara hasta su Dios. Pero los maestros, los mineros, los obreros de las fábricas, los agricultores y los ganaderos se echaron al monte para resistir…».

Un niño de no más de ocho años levanta la mano, como si estuviera en el colegio, cree que el ciego adivina su gesto, pero este ni se entera. Una niña sentada a su lado con cara de vivaracha interrumpe el relato.

—Señor Ataúlfo, Pedrito quiere hacerle una pregunta —dice la niña.

—Adelante, Pedrito. Puedes intervenir, esto es un cuento colectivizado, pertenece al pueblo —informa el ciego.

—¿Los que se echaron al monte son los que llamamos los maquis? —preguntó Pedrito, poniéndose en pie como en el colegio.

—Efectivamente, ahora os lo iba a contar…

—Dice mi abuelo que los mataron a todos —otra vez Pedrito.

Y el ciego le responde insertando la contestación dentro del relato:

«Pedrito, a los maquis no les puedes matar, parece un chiste, pero son inmortales. Viven en las montañas, entre los acebos y los robles, no duermen, siempre están vigilando y lo ven todo. Son amigos de los lobos y de las liebres, compañeros de duendes y de hadas, de trasgus y xanas. Hay quien dice que los ha visto cabalgando en las nubes con el Nuberu. Ellos están ahí, esperando a que alguien venga otra vez a disparar contra el pueblo, entonces volverán…».

El ciego detiene su discurso un momento, olfatea algo en el aire. Debes alejarte, ese extraño ciego te huele y es capaz de pronunciar tu nombre. Sigues camino hasta la sidrería.

Dos grupos en la barra, siete individuos en total, más el cura que abulta por ocho; tres mesas ocupadas, seis clientes en ellas, más el camarero y Pepín paseando sus tirantes. Hoy no han regado la entrada, el olor a sidra seca se hace insoportable, no estás acostumbrado a su aroma rancio. Recoges un periódico doblado mil veces por los clientes y buscas la noticia. Lees deprisa, al fin y al cabo la conoces, no necesitas que nadie te la cuente. Asesinado por dos tiros de una escopeta. Las postas habían formado un círculo de más de un metro de diámetro que terminó impactando en la pared… Los investigadores no descartan el robo fuera el motivo, pero su viuda no detectó… Así mismo han descartado cualquier motivo económico, pues… La razón de este asesinato continúa siendo un misterio para… Al estar ubicada la casa y la finca a las afueras de Pola Laviana ningún vecino…, no dicen nada de su entierro. Buscas las esquelas, nada.

—Pepín —te diriges al guaje, por si ha oído algo—, alguno de tus clientes comentó cuándo es el entierro del señor que mataron en Laviana.

—Yo no me preocupo de los entierros, no dejan dinero —es la primera vez que te dan ganas de partirle la cara.

—¿Quién lo puede saber? —no te das por vencido.

—Supongo que don Germán —dice, mientras se dirige a él—. Don Germán, ¿cuándo entierran al que mataron ayer en Pola?

—Ay, no lo sé, hijo mío —dice, con la boca llena.

—Podemos llamar al párroco de allí —sugiere Pepín.

—Ay, pero no conozco su teléfono —se excusa el párroco—. Es que no me llevo con él, es de esos curas modernos, curas obreros, les llaman. Por eso no me hablo con él, la misión de un sacerdote es llevar la palabra de Cristo, no ponerse a trabajar.

—El día que usté tenga que doblar el llombo, vuelve a rezar por otra santa cruzada —manifiesta uno de la barra.

—Mi misión como sacerdote es el trabajo espiritual con las almas —dice ofendido.

—Y llenar la panza y pañar perres —otra vez el de la barra.

—Oiga, que esos curas obreros defienden la Teología de la Liberación, que alega que el paraíso será para los pobres. Y el Vaticano ya se ha posicionado en su contra.

—¿Pero eso no lo dijo Jesucristo?

—A Jesucristo hay que leerlo entre líneas e interpretado por sus pastores.

—Y a seguir viviendo de la comedia —otra vez el de la barra, que se ha propuesto sacar de quicio al cura.

—Gonza —interviene Pepín, para restar tensión en el ambiente, dirigiéndose a uno que está sentado en una mesa—, tú eres de allí, ¿no sabes nada?

—Creo que es mañana por la tarde. Hoy no ha podido ser porque el juez no dio la autorización, tenían que hacerle la autopsia y no sé qué más —informa Gonza.

—¿Contento? —pregunta Pepín, con sus manos estirando los tirantes, mostrando la satisfacción de haber cumplido con el deber de tener contentos a sus clientes.

—Gracias —dices, dirigiéndote al que responde por Gonza.

—Pepín, cuando tú te mueras te enterrarán en una caja de zapatos —dice el de la barra, entre las carcajadas del resto.

—Babayu —sentencia Pepín, como siempre—. Y usted —dice, dirigiéndose a ti—, ¿ha entrado a calentarse o para hacerme gasto? —encantador guaje.

Nadie tiene más información que la que te han aportado o de la que trae la prensa. El entierro será al día siguiente. Lo mejor será que vayas a descansar, mañana te espera un día muy duro. Pero el descanso tendrá que aplazarse, porque la Flaca tiene reservada una sorpresa.

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