El Imperio romano obedecía la autoridad de un emperador con sede en Roma. Después de que el cristianismo se convirtiera en la religión oficial, parecía natural que el obispo de Roma o papa fuese rector religioso de ese Imperio cristianizado. El Papado, crecido en su poder, prohibió interpretaciones de la doctrina distintas a la suya y persiguió a los obispos que las profesaban. A todo esto, los misioneros de Arrio, uno de esos obispos herejes, habían convertido a los godos al cristianismo.
Los godos que se instalaron en España eran arrianos, lo que, a efectos prácticos, resultó peor que si hubieran sido paganos, dado que los hispanorromanos eran católicos. Mientras el mundo se venía abajo, los obispos católicos andaban a la gresca con los arrianos por el dogma de la Santísima Trinidad. Recordará el lector no suficientemente escéptico, si ha sido catequizado en los profundos e irracionales misterios del dogma (cuidado: irracionales en el sentido de que trascienden la razón), que, según la doctrina oficial de la Iglesia católica romana, en Dios se contienen tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con lo que, de modo inexplicable, dado que se trata de un misterio, Dios, sin dejar de ser Uno, es, al propio tiempo, Tres: uno en esencia y trino en presencia.
Los godos profesaban las enseñanzas del obispo Arrio, el cual sostenía que las tres personas de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, no eran del mismo rango, porque el Hijo era de naturaleza inferior al Padre, y desde luego no eterno. En cuanto al Espíritu Santo, salía todavía peor parado porque era apenas una sombra de menor entidad que el menoscabado Hijo.
Las diferencias sobre la Santísima Trinidad dividían el cristianismo español en dos bandos: los sometidos indígenas, que eran católicos, y los dominadores germanos, que eran arrianos. Había otra importante diferencia: los indígenas pagaban impuestos, y los godos, no. No les convenía a los godos, por tanto, mezclarse con los hispanorromanos. Durante un tiempo prohibieron los matrimonios mixtos, practicaron un cierto apartheid y se esforzaron por mantener su pureza tribal. Además, su sociedad, estructurada en clanes militares, se adaptaba mal a la cultura urbana de los hispanorromanos.
El mayor avance en la normalización del Estado ocurrió a partir de 569, en los trece años de reinado de Leovigildo. Este enérgico monarca pensaba a lo grande, admiraba a los romanos y hacía todo lo posible por vestir el cargo. Acuñó monedas de oro con su efigie, como hacían los emperadores de Oriente; adoptó las insignias reales romanas (la corona, el cetro y el trono), y hasta el título Flavius de los últimos emperadores. Este título sería después usado por los reyes medievales; para que se vea cómo el prestigio de Roma se va heredando por los siglos de los siglos. La presente Europa de las comunidades, que se abre camino a trancas y barrancas, no es, en realidad, más que ese genético deseo de volver a ser Roma la Grande. Lo malo es que parece que la única Roma posible va a estar al norte del Rin, en manos de los antiguos bárbaros.
Volviendo a Leovigildo. Sus otras decisiones fueron igualmente juiciosas. Se dejó de mezquindades tribales e hizo lo posible por eliminar las diferencias entre godos e hispanorromanos. Para ello, derogó la ley que prohibía los matrimonios mixtos, y en lo sucesivo no hubo más diferencias que las tradicionales de pobres y ricos. También conquistó las provincias suevas y bizantinas.
Es una pena que un estadista tan afortunado fracasara como padre. Cometió la torpeza de nombrar a su hijo Hermenegildo gobernador de la Bética, y el muchacho cayó en las apostólicas redes de san Leandro, obispo de Sevilla, que lo convirtió al catolicismo. Quizá tuviera algo que ver también su esposa Ingunda, o Indegunda, que era devota católica.
Fanático como todo converso, el príncipe se rebeló contra su padre y no tuvo inconveniente en dejarse manipular por los potentados béticos, todos católicos hispanorromanos, que añoraban los gloriosos tiempos del Imperio y soñaban con sacudirse de encima a los godos. Pero Leovigildo sofocó la rebelión, y el príncipe rebelde murió en la cárcel. Naturalmente, la Iglesia lo hizo santo, como también al obispo que lo convirtió, san Leandro, y al hermano del obispo, san Isidoro. Por cierto, este obispo de Sevilla fue la primera autoridad científica de su tiempo. Su magna obra, Las etimologías, es la última luz de Roma en la Bética, una enciclopedia que resume el saber antiguo, ya lastimosamente olvidado: gramática, dialéctica, aritmética, geometría, música, arte, medicina y jurisprudencia.
Leovigildo implantó un Estado multirracial, en el que convivían hispanorromanos, godos y vándalos. Hubiera unido la Península bajo una sola autoridad de no ser porque nunca llegó a ocupar Vasconia. Ya estamos notando que los vascos han defendido fieramente su independencia desde que existe memoria histórica, contra todo y contra todos. No deja de ser aleccionador y quizá motivo de reflexión. El caso es que ellos y sus vecinos de la cornisa cantábrica tampoco se quedaron en sus montañas, sino que aprovecharon el río revuelto para lanzar expediciones de saqueo contra las tierras del interior. Se reprodujo la misma situación que medio milenio antes había estimulado la conquista romana: el poder central se veía obligado a contrarrestar aquellos ataques con expediciones punitivas. Para contenerlos, fundó una plaza fuerte en sus mismos límites, Victoriaco, hoy Vitoria.
En un país donde la mayoría de la población era católica, resultaba absurdo que la clase dominante goda siguiera siendo arriana y que una minucia teológica causara problemas de orden público. Leovigildo lo comprendió así, y al parecer, en su lecho de muerte, aconsejó a Recaredo, su hijo y sucesor, que se convirtiera al catolicismo.
Recaredo se convirtió y también convirtió, por decreto, a los obispos arrianos y al pueblo godo (Tercer Concilio de Toledo, en 589). El último escollo que dificultaba la fusión de la minoría goda con la mayoría hispanorromana había desaparecido.
Con esta decisión se inicia el contubernio entre trono y altar, es decir Iglesia y Estado, que será una constante de la historia española hasta nuestros pecadores días.
Gardingos y obispos
La monarquía visigoda era electiva. El rey tenía que ser de estirpe goda y buenas costumbres, pero, como lo elegían los magnates y los obispos, se cuidaban de que la elección recayera sobre algún pariente. El rey gozaba de poder absoluto y se rodeaba de un séquito de magnates, los gardingos o convites fidelis, cuya fidelidad se recompensaba con donaciones de tierras. De ellos y de los obispos, escogía al gobierno u officium Palatinum, cuyos ministros o comes se encargaban del tesoro (Hacienda), de la cancillería, etcétera. Este comes es el origen del título conde. En la Edad Media, ya pasados los godos, todavía el jefe del ejército se llamará condestable, es decir, comes stabuli, el conde de los establos; de los establos reales, por supuesto.
A partir del siglo VI, existió también una Aula Regia o consejo asesor del rey, integrado por magnates ajenos al gobierno. De este modo, todo el mundo alcanzaba su tajada. Otra institución política de creciente importancia fueron los concilios eclesiásticos, de los que hubo muchos, casi siempre en Toledo, la capital. Los concilios de los obispos se convirtieron en una especie de Cámara Alta que regía la vida nacional. Desde esta posición de fuerza, la Iglesia acabó por erradicar los últimos vestigios de la cultura pagana; por ejemplo, los juegos circenses, que san Isidoro consideraba culto al diablo, o el teatro, al que relacionaba etimológicamente con la prostitución. Prohibidos los espectáculos institucionales, sólo le quedaban al ciudadano las alegrías particulares, pero tampoco éstas agradaban al celante episcopado. Por ejemplo, la festividad pagana de Año Nuevo, tal como se celebraba entonces, le parecía a san Isidoro un vergonzoso espectáculo, en el que «se entonan impúdicas canciones, se danza frenéticamente, y coros de los dos sexos, ahítos de vino, se juntan en repugnante promiscuidad».
Esta creciente injerencia de la Iglesia en la sociedad civil era su premio por apoyar a la monarquía. El rey, a menudo un golpista que acababa de alcanzar el poder destronando a su antecesor, convocaba concilio, y los obispos lo legitimaban. En justa correspondencia, él les firmaba decretos para perseguir a los judíos y a los paganos. Iglesia y trono eran como uña y carne, o una mano lava a la otra. La tolerancia religiosa de los reyes arrianos, la que había favorecido la pacífica convivencia de judíos, católicos, arrianos y paganos, dio paso a las persecuciones de la Iglesia católica contra paganos y judíos. Esta represión se iría recrudeciendo hacia el final de la monarquía goda.
El dominio de la Iglesia tuvo también sus aspectos positivos. Ya comenzaban a florecer los monasterios, que durante el largo eclipse del medievo serían guardianes y transmisores de la cultura clásica (convenientemente censurada y expurgada por los clérigos, claro está).
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