LIBERTAD DE ACCIÓN

Publicado el 23 de febrero de 2022, 22:20

La respuesta de Robespierre, en su proyecto de Declaración de los Derechos del Hombre, fue fulminante. Después de consagrar la libertad de resistencia a la opresión, el deber y el derecho de insurrección contra el gobierno que viola los derechos del pueblo o los de uno solo de sus miembros, y la legitimidad de la acción directa cuando falta la garantía social a un ciudadano, añadió este soberbio artículo 31: «En uno y otro caso, sujetar a formas legales la resistencia a la opresión es el último refinamiento de la tiranía.»

Por esta razón, el Acta constitucional de 24 de junio de 1793 se limitó a recoger la declaración retórica del derecho y del deber de insurrección, contra el gobierno que viola los derechos del pueblo o de uno de sus miembros, como derecho natural y no como derecho positivo.

La libertad de acción se convirtió desde la Revolución francesa en la bestía negra de la clase política. Derechos elementales como el de huelga y de manifestación, que no son expresiones de libertad política sino de la libertad sindical o del derecho de petición, han sido tratados con tal tipo de cortapisas que llegan a definir el «miedo legal a la libertad política del pueblo».

La obsesión contra las manifestaciones públicas llegó a tal extremo a comienzos del siglo XIX que la planificación del urbanismo inventó las anchas avenidas y la ciudad sin esquinas, para poder batir a cañonazos las aglomeraciones congregadas por la libertad de acción de los ciudadanos.

La retórica fascista de la acción directa, que nunca fue libertad de acción política, sino organización planificada de la violencia contra la libertad de opinión y la libertad de asociación, sirvió de pretexto a los partidos europeos, al término de la segunda guerra mundial, para acabar con la menor posibilidad de que la libertad de acción, que es ante todo libertad, pudiera dar cauce a nuevas formas de participación política ciudadana.

Aparte del egoísmo de partido, y de la calculada ambición de reparto del poder que anima a todas las formas de oligarquía, la razón del monopolio constitucional de la acción política, en beneficio exclusivo de los partidos, encuentra en el temor y desconfianza hacia la libertad de acción ciudadana la verdadera causa de la fundación del Estado de partidos.

Aunque la teoría de la democracia no es una teoría general de la libertad de acción, la importancia que concede a esta cenicienta de la filosofía política justifica que aborde la cuestión de su naturaleza en términos de poder, para saber si es una forma de poder intencionalmente democrático y si conduce por sí misma a la libertad política. Lo que obliga a establecer su diferencia con la naturaleza de la acción estatal.

La acción del Estado hacia la sociedad constituye un poder de tres dimensiones: la coactiva o legal; la delictiva o secreta, y la engañadora o ideológica. La libertad de acción de la sociedad hacia el Estado es una potencia unidimensional de la parte laocrática del pueblo que tiende a la libertad política.

En cuanto a su naturaleza, la libertad de acción es ante todo Libertad. Y este solo hecho la distingue de la acción directa contra la libertad, que ha caracterizado a todas las acciones políticas en pro del Estado total o totalitario. Para ser una acción libre necesita estar guiada, forzosamente, por la libertad de pensamiento. Y no hay pensamiento libre donde su lugar está ocupado por el consenso, la utopía o la violencia. Sin inteligencia, la acción es vana agitación. Sin acción, la inteligencia es estéril cogitación.

La libertad de acción se distingue por ello de la libertad de la violencia que inspiran el mito soreliano de la huelga general, las utopías anarquistas o comunistas, o la reacción nacionalista. Incluso Sorel, para no caer en la brutalidad de la fuerza proletaria, tiene que acudir al«mito» de la huelga política para que la intuición, como fuente del conocimiento, transforme la acción violenta en libertad, en acción libre.

Ninguna lógica del pensamiento determina el curso de las acciones políticas, de las que hay que esperar, sin embargo, que respondan a la dinámica de las pasiones colectivas. La libertad de acción de los individuos para cambiar la forma de gobierno y establecer la libertad política, más que una posibilidad lógica, es una posibilidad real, una probabilidad objetiva.

Cuando en una sociedad existen libertades públicas sin libertad política, y no hay posibilidad de retorno a la dictadura, cada rechazo de aspectos parciales del régimen político, cada acto de protesta social por causas particulares, cada acto de inmoralidad pública que divulga la prensa diaria, cada reivindicación aislada en la sociedad civil, se convierten en ratificaciones implícitas de la potencia democrática encerrada en la libertad de acción.

Pero si no hay puntos de referencia (autoridad informal) para la dirección laocrática de la libertad de acción hacia la libertad política de todo el pueblo, la potencia activa se desactiva en un recipiente de potencialidad pasiva que, como viejo pellejo de vino, ninguna última gota de amargura hará rebosar. Los pueblos tienen mayor capacidad pasiva de aguante de los gobiernos que los humillan que potencia activa para su liberación política. Y en el punto de saturación alcanzado por la sociedad, en su capacidad de encaje de la inmoralidad de los gobiernos, no se debe esperar ya que la transformación de su potencia pasiva en potencia activa dependa de nuevos y mayores escándalos políticos.

Lo que convierte la potencia de la libertad de acción en potestad de la libertad política es el conocimiento público de que el Estado de partidos no está basado en la libertad política y de que se puede llegar a ella por medios legales y pacíficos. Pero al tener que partir de la libertad de acción, hay que saber cuál es el papel del conocimiento en la política. Porque una cosa es la libertad de pensamiento que necesita la libertad de acción para no estrellarse contra la dura realidad, y otra muy distinta identificar el poder con el conocimiento y la distribución del poder político con la distribución social del conocimiento. Saber no es poder, como creía Renan.

El conocimiento está peor repartido que la riqueza. Entre el saber y el poder ya no existe la relación que definió a las comunidades preestatales y a los Estados litúrgicos. Cuando se dijo antes que la acción liberadora sólo se activaría con el saber colectivo de que no hay democracia, y de que puede haberla, se estaba pensando en el saber no como poder, sino como preludio del querer, como umbral de la acción inteligente para ganar la libertad política y la democracia.

La teoría general de la acción humana propuesta por Von Misses en 1949 está basada en la hipótesis del homo oeconomicus, calculador del coste de sus acciones para conseguir lo que más conviene a su interés. A ese agente económico le propone una ciencia de los medios. Decid los fines que queréis alcanzar y la ciencia económica os dirá cómo lograrlos. Pero, aparte de que el homo politicus, como lo vio Schumpeter, no es un calculador racional, sino una especie adulta doliente de infantilismo, no hay elección o preferencia en los fines sin conocimiento previo de la probabilidad encerrada en los medios, y de sus costos.

Ninguna praxeología puede salir de ese círculo vicioso. Y, por ello, la economía de mercado no sirve como modelo teórico para la democracia, cuyo único medio de acción, la libertad política, es al mismo tiempo el único fin de su actuación. La libertad de pensamiento, como guía de la libertad de acción política, tiene una función más práctica y sensata: saber bien lo que hacemos y lo que emprendemos, para poder enfrentar las experiencias sin presupuestos erróneos.

La libertad de acción no es, sin embargo, un poder predemocrático porque además de libertad es acción. Y ésta, la acción en cuanto tal, permanece inmanente en su ejecución y se separa del proyecto indeciso de la libertad política. Al decir de Gramsci, la acción «se hace por hacer». Es el drama de la acción revolucionaria. «En la tempestad de la acción, ¡subo y bajo, voy y vengo! ¡Cuna y tumba!» (Goethe, Fausto). La inteligencia revolucionaria ha sido colada «en el molino de la acción».

Lo misterioso de las revoluciones no está en el pensamiento revolucionario, sino en la acción que las sitúa en su propia dinámica. No puede haber una teoría de la acción revolucionaria. La revolución tiene su propio discurso activo, y la reflexión sobre él, o es filosofía de la historia, como en el marxismo, o metafísica del mundo creado por el Verbo (Blondel), o sea, «una obra de Dios», como en Cromwell o Jomeini. Esto no significa que la acción política haya de ser ciega, sino que el pensamiento o la idea política que desarrolla permanece en el interior del proceso práctico, hasta que su resultado final nos permite ver su dirección y sentido teórico. Ha de triunfar para descubrir el movimiento espiritual de su innovación.

La diferencia entre Marx y Lenin está en que el primero descubrió el sentido de la acción proletaria después de la Comuna de París, y el segundo, después de la Revolución de 1905. Comprender la revolución, quién lo diría, es querer terminarla. Así, Mirabeau comprendió el sentido de la Revolución con los asesinatos del 14 de julio; Barnave, con la huida del rey a Varennes; Danton, con la invasión popular de las Tullerías; Brisot, con la ejecución de Luis XVI; Robespierre, con la liquidación de girondinos, dantonistas y hebertistas; y Sieyès, con la decapitación de Robespierre.

Al contemplar el fin de cada una se entiende por qué son posibles las teorías a priori de la rebelión y no las de la revolución. Una y otra obedecen a reglas diferentes. La rebelión trasciende la acción que la realiza. Las teorías revolucionarias son directrices dadas a posteriori a «inspiraciones locas de la historia» (Trotski). Hay una teoría implícita de justicia que no se manifiesta y una teoría explícita que la acción niega. Y los lazos de la acción encadenan la conciencia. La inteligencia de la revolución es como la de los grandes escritores. No precede a la obra. Se crea en ella y de ella se desprende.

La acción por sí sola no se trasciende a sí misma. La libertad de acción sin pensamiento libre ni autoridad de referencia o de dirección tampoco llega a la libertad política. La insurrección no termina donde la revolución empieza, como creía Mazzini. En cambio, la síntesis de ambas naturalezas, la libre y la activa, se realiza con naturalidad en la esfera de los derechos civiles, a causa de su carácter subordinado a una ley positiva que transforma la acción en potestad facultativa, en libertad civil.

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