LIBERTAD DE ACCIÓN

Publicado el 13 de febrero de 2022, 22:57

La libertad de acción, individual o colectiva, está comprimida habitualmente por la relación de poder político con el Estado. Y se desahoga en el activismo cotidiano que fomentan y amparan las otras libertades personales de carácter civil, mercantil o religioso. Pero a la libertad de acción, que permanece latente, le sucede como a la de los niños y animales domésticos: basta que disminuya la tensión en la acción de mandar para que aumente la intensidad del conato o de la acción de rebeldía. La libertad de acción no comienza, como creía Plotino, cuando cesa de actuar la libertad de pensamiento, la contemplación, sino cuando se afloja la acción opuesta del Estado que la comprime.

A diferencia de lo que ocurre en una organización jerárquica de tipo voluntario, en la que para permanecer en ella hace falta renunciar a la libertad de acción individual, en beneficio de la colectiva, la relación política del Estado con sus sujetos es de constitución involuntaria. Los gobiernos no existen porque sean útiles o lógicamente necesarios, sino porque son inevitables.

La naturaleza del Estado no permite la menor rivalidad interior con su libertad de acción. Pero esto no debería causar ningún problema a los particulares. Por el solo hecho de pertenecer a una comunidad estatal, los individuos no tienen interés ni ganas de actualizar su libertad de acción colectiva, o de rivalizar con la voluntad de poder del Estado, a no ser que un claro estado de necesidad o de legítima defensa les exija recurrir a la acción directa. El paso más difícil de dar en la mente humana es el que salva la distancia entre estar convencido de que una cosa social es buena y ponerse a ejecutarla contra la opinión dominante. La verdad y la belleza no pueden madurar sin la acción. Y por eso el poeta hizo de las acciones «perlas y rubíes para el discurso». Todo el mundo puede sentir de modo personal y directo el estado de impotencia y de humillación que produce la privación forzosa de libertad mediante la fuerza física o la amenaza de emplearla. Cada uno es juez de sí mismo para decidir si debe acudir o no a la acción directa para resolver esa conflictiva situación.

Pero no sucede lo mismo cuando se trata de privación de libertad política en todo un pueblo. Una parte se sentirá encantada y protegida. Otra, indiferente y acomodada. Y otra, humillada y ofendida. Y sólo ésta sentirá la necesidad de actuar con libertad de acción. Esta constatación histórica destroza la ilusa creencia en la soberanía del pueblo como fuente de la libertad política.

La experiencia de la falta de libertades bajo una dictadura hace madurar la idea de que la libertad moral sólo es real cuando se actúa y se obra precisamente allí donde se quiere actuar y obrar. Los poderes tiránicos y las personas que apoyan las dictaduras se sienten más libres que bajo ningún otro régimen político. Y las personas que se oponen a ellas tienden a sentir que el ser de la libertad está en la sustancia del poder. Para ser libres quieren tener el poder político. Y para conquistarlo ven en la libertad de acción de los individuos un «punto de fuerza», como en el sistema de la física de Leibniz, con el que procurárselo.

Algunos escritores critican las ideas especulativas sobre la libertad
intelectual y moral elaboradas por la filosofía, en nombre de la libertad real que descubren los que se ven privados de ella bajo las dictaduras. Es cierto que nadie ha luchado mejor por la libertad que sus combatientes clandestinos. Pero no se puede idealizar ese heroico combate hasta el punto de creer que sólo los que en él participaron saben lo que es la libertad política. Hay que haber estado entre ellos, y haber pensado sobre ellos y no como ellos, para no decir semejante disparate.

La vivencia experimental de la oposición clandestina a un régimen dictatorial está basada ciertamente en la libertad de acción, y esto es de por sí extraordinariamente positivo. Pero, al mismo tiempo, esa libertad de acción no está orientada por la libertad de pensamiento, y eso es extraordinariamente negativo. La lucha es instintiva y, aunque esté organizada, sus fines siguen siendo instintivos. Hay un poder que nos quita la libertad. Tomemos el poder y tendremos libertad. Éste fue el ideal «blanquista» de la conquista del poder. Éste ha sido el torpe mecanismo psicológico de los partidos de izquierdas que resistieron bajo el fascismo.

Cárceles y exilios no son buenas escuelas para la libertad de pensamiento. Y no es perdiendo la libertad como se aprende a ganarla. En lugar de pensar en las causas objetivas de tipo institucional que hundieron al sistema parlamentario, para no volver a reproducirlas cuando se conquistasen las libertades, el instinto primario de la acción, y el análisis abstracto de la situación en términos de lucha de clases, llevó a los dirigentes de los partidos clandestinos a identificar la libertad con el poder, y a éste con los aparatos de intimidación del Estado. No hay de qué extrañarse. Otros ilustres pensadores, como Hobbes y Marx, cometieron un error doctrinal muy parecido.

El aparato material del Estado no tiene más poder que el de una pistola. Hace falta que alguna voluntad la posea con ánimo de disparar contra otra para que nazca el poder de la pistola. El poder político no es nunca sustantivo, sino tan relacional como la libertad de acción. En el poder estatal hay, por definición, una relación de mando y de obediencia. Y la obligación política nunca deja, por ello, de ser relativa.

El poder del Estado, que es una organización involuntaria, está en los grupos y personas que actúan en su nombre desde cargos públicos. Si el Estado fuera impersonal, si la obediencia al Estado no implicara beneficio moral o material para los hombres de gobierno y los grupos sociales en que se apoyan, nunca se habría planteado el problema de la obligación política. Tampoco sería un problema si las dos partes de la relación política de poder, el que manda y el que obedece, ocuparan esas posiciones por azar o por necesidad. Pero la necesidad sólo está de la parte que obedece. Nadie está obligado a mandar o a ocupar una plaza de mando en el Estado.

El apetito de dominación de sus semejantes y la libre voluntad de satisfacerlo desde un cargo público hacen problemático el deber moral de obedecer a los gobernantes.

La filosofía clásica no se ocupó de la libertad de acción porque no concibió un momento constituyente del poder que pudiera estar en manos de la libre determinación del pueblo. Y cuando asomó a las imaginaciones, lo hizo en forma de ficción para fundamentar, en un fantástico contrato social, la obligación de obedecer a la soberanía absoluta de un rey o de una asamblea de legisladores. No es concebible la libertad política sin una previa libertad de acción que la conquiste. Aquí llamo libertad de acción a lo que Hobbes, Locke, Rousseau y Kant llamaron gratuitamente libertad natural. Porque la libertad de acción es real, contradictoria, histórica y permanente, mientras que la supuesta libertad natural es ficticia, armónica, ahistórica y transitoria. El contrato social funda simbólicamente la sociedad política. La libertad de acción opera ya en una sociedad política, autoritaria o liberal.

El contrato social es un pretexto ideológico para legitimar, en un mítico consentimiento de los gobernados, la soberanía del príncipe, del pueblo, de la nación o de sus representantes. La libertad de acción no atribuye la soberanía a nada ni a nadie, ni al pueblo ni a la mayoría de sus representantes. Tiene por finalidad, más allá de la conquista de la libertad política, garantizar su permanencia. Y eso no es posible si existe en el Estado algún poder que sea soberano, aunque sea el del pueblo.

La libertad de acción termina su actuación, y permanece en estado de latencia, cuando comienza la acción de la libertad política. No es un juego de palabras, sino la exacta descripción de la forma de establecerse la democracia, decir que a la libertad de acción sólo la sofoca o adormece la acción de la libertad. La libertad de acción de la sociedad se retira a sus cuarteles de invierno, sin que nadie se lo pida, tan pronto como deja de ser necesaria su actualización. Es decir, cuando discutida y aprobada en público la constitución del poder político de la sociedad en el Estado, por libre decisión del cuerpo electoral, comienza la vida política de la libertad.

Aun así, la libertad de acción de los individuos hacia el Estado no desaparece. Pero el ámbito de su actuación se reduce, bajo la libertad, a determinados asuntos concretos que sólo la juventud puede percibir en cada generación, por la frescura e insolencia de su sensibilidad moral. Cuando la libertad de acción consigue instalar a la libertad política en las instituciones, la potencia de sus «puntos de fuerza individual» se concentra en particulares objetivos sociales o en medidas concretas de gobierno, activando para ello la desobediencia civil, la insumisión pacífica o formas inéditas de cooperación civilizada a través de organizaciones no gubernamentales ni gubernamentables.

Estas formas espectaculares de llamar la atención sobre asuntos morales o de conciencia ecológica, habitualmente despreciados o ignorados por la clase política, no forman parte de la teoría pura de la democracia porque ésta no se ocupa de las leyes del gobierno, sino del gobierno de las leyes.

Aquí se trata solamente de acción política y de libertad como hecho. Y se cuestiona si es posible transformar una libertad de hecho en un derecho político, la libertad de acción en libertad política, la insurrección civil en verdadero derecho positivo de orden constitucional.

Tanto en la práctica como en la teoría, esa conversión del hecho en derecho ha sido el método usual de la jurisprudencia romana y anglosajona. Y en la tradición de los sistemas legalistas, la libertad de hecho vencedora se ha convertido en libertad de derecho institucionalizada. El problema sólo está, pues, en la evidente dificultad de incluir, entre los derechos democráticos constitucionales, el derecho de insurrección.

Aunque el reconocimiento de la libertad de rebelión figura en ciertas declaraciones de derechos, no pasa de ser una retórica proclamación idealista, sin trascendencia práctica en el campo de la protección jurídica de los derechos positivos. La única vez, a mi conocimiento, que la insurrección se trató como materia constituyente fue durante los debates para la fundación de la I República francesa, en la primavera de 1793.

En aquella memorable discusión, Condorcet, en nombre de los girondinos, presentó un proyecto de Declaración de Derechos en el que (después de reconocer el derecho natural de resistencia a la opresión; la legitimidad de la acción directa ciudadana contra los actos arbitrarios de la autoridad; y el derecho de revisar, reformar o cambiar toda la Constitución, porque ninguna generación tiene el derecho de sujetar, con sus leyes, a las generaciones futuras) incluyó un precepto articulado (artículo 32) en los siguientes términos: «En todo gobierno libre, el modo de resistencia a estos diferentes actos de opresión debe ser regulado por la Constitución.»

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