LIBERTADES CIVILES Y LIBERTAD POLÍTICA

Publicado el 3 de marzo de 2022, 9:57

El comienzo de la libertad de acción no está en el puro verbo, sino en el Verbo de la autoridad. La palabra del Rey Lear vale menos que la de «un perro en plaza» de mando. El efecto de las palabras no es, como creía Bertrand de Jouvenal, «la acción política fundamental». El verbo es acción si lo respalda un poder o una autoridad moral. Enrique VIII replica al cardenal Wolsey: «Bien decir es una manera de bien obrar y, sin embargo, las palabras no son acciones.» Y a renglón seguido, requerido por dos lores para que entregue el gran sello, Wolsey responde: «¿Dónde están vuestros poderes? Simples palabras no tienen tan grande autoridad» (Acto III, escena II).

La libertad de acción individual puede dejar su impronta personal sobre la Naturaleza, sobre las cosas o las personas. Cuando este sello tangible de la personalidad fue reconocido como imputable a la libre voluntad creadora del autor (auctoritas), y rechazado o respetado por los demás miembros de la comunidad, surgió la noción del delito y del derecho privado, del status y del contrato, del Estado y de la libertad civil del mercado.

Nunca he llegado al extremo de pensar que las libertades civiles deban supeditarse a la libertad de emancipación de la Naturaleza, de la pobreza o de la tiranía, entendidas como distintas manifestaciones de una sola y única libertad de acción. Pero tampoco se debe olvidar la advertencia de Whitehead: «Cuando hablamos de libertad tendemos a limitarnos a la libertad de pensamiento, de prensa, de opinión religiosa... La exposición literaria de la libertad se limita a detalles secundarios. En realidad, la libertad de acción es la necesidad humana más primaria.»

Esta advertencia se olvida cuando consideramos a la libertad política como una consecuencia natural de las libertades civiles o derechos individuales de carácter público, identificándola en general con las libertades y, en concreto, con el derecho de sufragio. La libertad política, como libertad colectiva, no tiene nada de natural. Es un producto tardío y artificial de ese proceso permanente para meter y retener lo cívico en la acción del Estado, al que llamamos civilización.

El debate actual sobre la autonomía de los derechos civiles y de los derechos humanos se limita a reproducir en términos modernos la vieja cuestión, tan extraña a la historia y a la antropología, de la existencia de unos derechos naturales anteriores al Estado. Aunque la idea de fundar las libertades civiles en los derechos naturales, y no en convenciones legales del derecho positivo, se fraguó a finales del siglo XIV en la obra de Gerson, no encontró la oportunidad de desarrollarse hasta que recibió el formidable desafío del esceptismo lanzado por Montaigne.

Las ideas del humanista holandés Grocio alcanzaron amplio eco en Inglaterra gracias a John Selden (1640), célebre parlamentario amigo de Hobbes, quien basó en la libertad moral absoluta del hombre su facultad de contratar la sumisión a un soberano, con renuncia total a su libertad política a cambio de protección de su derecho a vivir y a gozar de los derechos civiles. Aquí nace la extraña idea moderna de la libertad civil como contrapuesta y asesina de la libertad política. La idea liberal del Leviatán no conducía al liberalismo político, sino al absolutismo.

Sobre esta base de partida de los derechos naturales, John Locke desarrolló en el Segundo Tratado (1689-1690) su idea de libertad civil y de libertad política. La idea religiosa de que todos los hombres son «naturalmente libres, iguales e independientes», que no tiene nada de evidente, la convirtió Locke en el axioma de las libertades civiles. El propio consentimiento (aunque sea tácito) al contrato originario de la sociedad de las leyes y los jueces es el único fundamento de los derechos civiles y de la obligación de someterse al poder político de otro. Como nadie presta su consentimiento a un poder absoluto y arbitrario, los derechos naturales irrenunciables se oponen a la pretensión hobbesiana de absolutismo. La libertad política nace, pues, como las libertades civiles, del mismo seno de los derechos naturales. No a modo de desarrollo lógico de las mismas, sino por caminos distintos y separados, pero igualmente naturales.

El hombre tiene dos clases de poderes o derechos en el estado de naturaleza: el de conservar su vida, su libertad y su propiedad, y el de castigar los delitos contra ellos. Mediante el contrato originario transmite esos dos poderes a la sociedad para que ésta los concentre en un poder de conservación de ella misma o de sus miembros y en un poder de ejecución de la ley positiva, civil o penal.

Esta necesidad natural de separación de esos dos poderes da lugar al poder legislativo y al poder ejecutivo. Los derechos naturales subsisten a partir de la creación del Estado con la nueva función de impedir el abuso de esos dos poderes del Estado. Pero ¿cómo? La teoría empírica del conocimiento, desarrollada por Locke en el Ensayo sobre el entendimiento humano, le obligó a buscar un criterio de experiencia para determinar cuándo había abuso del poder político y con qué medios prácticos se podía evitar.

La renuncia del empirismo al conocimiento moral instintivo, y la necesidad de probar objetivamente el hecho de que los derechos naturales han sido violados, llevaron a Locke a la conclusión de que no puede haber ninguna autoridad sobre la Tierra que decida esta cuestión. Sólo quedaba el arbitraje de Dios, la conciencia religiosa o, en sus propias palabras, «el derecho de examinar si hay justo motivo para apelar al cielo». O sea, el derecho natural de resistencia a la autoridad absoluta, el derecho natural a la insurrección civil, ¡basados no en la razón natural, sino en la razón divina! Para encontrar el fundamento último de la libertad política y de los derechos naturales, Locke no acude a su teoría empírica del conocimiento, sino a la teología protestante.

Este fracaso lógico de la teoría liberal arrastrará hasta Kant la imposibilidad de justificar los derechos naturales en un racionalismo ético. Pero incluso Kant, que ha identificado el republicanismo con la facultad de los pueblos libres «de no obedecer a otras leyes exteriores (jurídicas) que aquellas a las que haya podido dar su asentimiento» (Proyecto para una paz perpetua, 1795), tiene que acudir a la capacidad de decisión sobre la guerra y la paz para saber si un pueblo tiene o no libertad política. Este arbitrario criterio le llevó al error de considerar libre al pueblo francés bajo el Directorio, que es el prototipo de régimen liberal de libertades civiles sin libertad política.

El liberalismo no llegó a comprender la naturaleza colectiva de la libertad política. A lo más que alcanzó fue a confundirla con la libertad de acción de los partidos. Por eso Kelsen vio una emancipación de lo democrático respecto a lo liberal en el hecho de que «la libertad básica del individuo retrocede poco a poco para dar paso a la libertad de la colectividad que ocupa el primer puesto en el escenario» (1920).

La filosofía liberal razona con mala fe intelectual cuando traza las diferencias entre liberalismo y democracia. Sirva de botón de muestra el aberrante texto de Ortega y Gasset. «La democracia responde a esta pregunta: ¿quién debe ejercer el poder público? La respuesta es: la colectividad de los ciudadanos. Pero en esa pregunta no se habla de qué extensión deba tener el poder público. Se trata sólo de determinar el sujeto a quien compete el mando. La democracia propone que mandemos todos, es decir, que todos intervengamos soberanamente en los hechos sociales. El liberalismo, en cambio, responde a esta otra pregunta: quienquiera que ejerce el poder público, ¿cuáles deben ser los límites de éste? La respuesta suena así: el poder público, ejérzalo un autócrata o el pueblo, no puede ser absoluto, sino que las personas tienen derechos previos a toda injerencia del Estado» (El Espectador, V, págs. 416-417, t. II, Obras completas).
Primer error. El liberalismo y la democracia no se diferencia ante la cuestión del titular último del poder público. Ambas atribuyen la titularidad a la colectividad de los ciudadanos.

Segundo error. La democracia nunca ha propuesto que todos mandemos e intervengamos en «los hechos sociales», sino en los hechos políticos.

Tercer error. La democracia representativa, única que puede ser comparada con el liberalismo, no propone a los ciudadanos que intervengan «soberanamente» en el poder político, sino a través de representantes elegidos, tal como propone también el liberalismo.

Cuarto error. El liberalismo político no es indiferente ante la forma de gobierno. Su fórmula genuina es el parlamentarismo. Y no es tan ingenuo como para esperar que su dogma de los derechos naturales de la persona sea respetado por un autócrata o por el pueblo, en el caso de que éste gobernase como en Atenas.

Quinto error. El parlamentarismo liberal no puso límites constitucionales a la mayoría de la Asamblea. Por eso Hitler lo utilizó como plataforma. La democracia de Estados Unidos y Suiza impone severas limitaciones al ejercicio del poder público y establece, por primera vez, auténticas y reales garantías de libertad política. Siendo «el único método efectivo de educar a la mayoría», como dijo Tocqueville y repite al pie de letra Hayek, el papa actual del liberalismo.

El error congénito de la teoría liberal, en tanto que fundamento imposible de la libertad política, se pone de relieve en su caricatura anarquista del derecho sin Estado o de la ley sin coerción y en la de un Estado mínimo reducido a vigilante de la vida y de la propiedad, derivadas de la doctrina del laissez faire de los fisiócratas, que volvió a ser actualizada en 1974 por la ideología conservadora de Robert Nozick, contra el Estado de bienestar.

Tan hermosa obra literaria se limita, sin embargo, a exagerar la teoría de los derechos naturales y especialmente el de propiedad, como base de la libertad civil, en los mismos términos que Locke. Por eso no puede evitar su misma contradicción lógica de tener que justificar el derecho de «pertenencia» (propiedad), al que considera derecho natural primario, en la legitimidad de sus transferencias históricas. ¡La Naturaleza fundada en la historia! Es inútil buscar en la teoría liberal, clásica o moderna, un fundamento racional a la libertad política y a la necesidad de su garantía.

La democracia moderna hubiera sido inconcebible si no pudiera haber sido ideada como una coronación del liberalismo, como su florón político. Por esta razón aqui no tenemos que ocuparnos de describir o justificar el cuerpo liberal que sostiene a la cabeza democrática. Lo damos por supuesto. Ningún demócrata puede ser antiliberal sin amputarse a sí mismo.

Sin embargo, la democracia no se construye como un desarrollo de la libertad civil hasta la libertad política, sin saltos ni rupturas. Entre una y otra se interpuso, en la historia de los hechos y de las ideas, otra clase impura de libertad que se puede llamar, a causa de su falsedad, libertad ideológica, o seguir llamándola, con sus defensores, libertad de los modernos. Ésa fue la libertad espuria que transformó la Monarquia constitucional en parlamentaria, con la corrupción de la clase gobernante; la que fundó la confusión de poderes en el terror institucional o en el pacto de las ambiciones con las finanzas (Directorio), por miedo a la libertad política. La democracia no advino en América como un desarrollo del liberalismo parlamentario, aunque esto sea lo que se divulgue, sino como una rebelión contra él.

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