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Publicado el 27 de febrero de 2022, 11:08

Los primeros clarores del alba comenzaban a disipar el manto de niebla azulada que cubría el Ródano y Beaucaire. La torre más alta del castillo, erigida sobre el grueso espolón de roca, destacaba en el cielo terso.

Nos hallábamos fuera de la ciudadela, a la orilla del río. Apenas se avistaba Tarascón. El invierno había acabado y, aunque la temperatura fuese agradable, Simón no dejaba de frotarse las manos con fuerza para calentarse. Yo permanecía sentado sobre un tronco mientras él, como un lobo enjaulado, daba unos cuantos pasos hacia la ribera para, poco después, volverse y acudir a donde yo estaba. Me miraba con sus enormes ojos negros —que parecían pequeños en comparación con su gran nariz y su amplia frente, siempre fruncida—. Inició un amago de conversación, se lo pensó y marchó de nuevo. Ni siquiera el lento discurrir de las aguas grises parecía calmar un poco su nerviosismo. De pronto, se me plantó delante. Su poderosa figura estaba a punto de estallar. Empezó a gesticular, se rascó su larga barba y, por fin, espetó:

—¡Estás loco! ¡Estás desafiando la paciencia del buen Dios!

—Y la del buen Simón…

—¡Por supuesto! Pero no la del buen Simón, sino la del tonto, ¡vergüenza de su tío Nathaniel y deshonra de su estirpe! Hasta ahora nos han acusado de todo, incluso de asesinar a Cristo y sacrificar niños. Cuando esté muerto, en cambio, dirán que los judíos son tontos también. ¿Por qué me dejé convencer por ti y por aquel felón de Bernard? ¿Por qué no está él aquí? ¡Al fin y al cabo es maestro armero! Lo sabes, ¿verdad? Porque, mi querido amigo catalán o de cualquier otra parte del infierno, en ésta perdemos el pellejo —su voz nasal era más ordinaria y quejosa de lo habitual.

—No, Simón, sabes que no es así. Bernard es el oficial en jefe de la guarnición de Béziers y está muy atareado estos días. Además, en esta región lo conoce mucha gente. En cambio, ¿crees que sospecharán de alguien como nosotros? Un mercader judío que comercia con libros de ciencia…

—¡Y un genio de los números en busca de una buena hoguera! ¿Podrías decirme por qué no nos largamos? ¿Por qué nos hemos quedado todos estos días en este maldito lugar? Hemos estado en Saint-Gilles, en San Egidio, te he llevado a Arles, has podido hablar incluso con el hermano del asesino, ahora ya sabes quién es... Ya estás seguro de que se trata de un escudero del conde de Tolosa y que odiaba a muerte a Pierre de Castelnau. Haya habido una conspiración o no, ¿qué más da? ¡Ya está montado el pastel! Inocencio III ya ha propuesto canonizarlo como santo. En el momento en que su idea se haga más o menos oficial, no tardará mucho en aparecer un milagro. Por otra parte, ha nombrado a Arnauld Amaury caudillo de la cruzada. Ya nadie puede detenerlos. ¿Qué he de hacer para que te lo metas en tu tozuda cabezota de héroe suicida?

En los últimos días se había convertido en una persona impaciente y cada vez me costaba más infundirle un poco más de tolerancia o de confianza.

—Mi querido Simón, si todo se debe o no a un complot entre el conde y su escudero, no es lo mismo.

—Quizá sea distinto a los ojos del buen Dios, pero no para nosotros. Ahora, la guerra es inevitable.

—Lucharé mientras quede una brizna de esperanza. ¡El conde no tiene nada que ver! Yo lo sabía todo antes de mi llegada a Béziers. Tú, en cambio… Tú que te tienes por tan sabio, dime por qué el conde, que supuestamente habría urdido todo esto, se propone dar caza a quien siguió sus órdenes para librarlo de su mayor enemigo.

—Está clarísimo: para asesinarlo y así evitar que revele la conjura.

—O quizá para que lo disculpe y diga que no ha habido ninguna.

—Admitamos que lleves razón, valiente caballero matemático, mas ¿quién creerá al escudero? —Sus ojos me miraron fijamente. Su voz parecía cansada.

—Simón, ahora sabemos cómo se llama este hombre. Pensemos que esta mañana acudirá a la cita y que conseguiremos convencerlo para que venga a Roma y se entreviste públicamente con el papa y el conde de Tolosa. El asesino implorará el perdón del pontífice y exculpará al noble. Quizá sea un sueño, pero puede que logremos retrasar esta guerra. Y un año más permitiría la unión de los señores occitanos —exclamé apasionado.

—Supongamos que conseguimos hablar con el asesino. ¿Por qué habría de ir a Roma? ¿Para evitar una guerra… y arriesgarse a terminar en la hoguera? Y aunque logremos retrasar esta maldita guerra, el conde de Tolosa nunca conseguirá unir a los señores occitanos. Mira, mi pobre Giordano, esta tierra espléndida es un amasijo de comunidades aisladas. Cada señor y cada ciudad piensa sólo en su propia independencia. No les interesan las alianzas políticas. Lo más grave de todo es que carecen de guarniciones fuertes y de amigos. El pueblo occitano, como has podido comprobar, sólo piensa en pulsar las cuerdas de un laúd y entonar versos de amor. Y puede permitirse vivir de esta manera porque, mientras tanto, dos tontos van en busca de asesinos para impedir guerras santas —alzó la vista y las manos al cielo. Me esforcé por ver algo a través de la neblina que cubría el río con la esperanza de que apareciese una barca o una chalana.

Nos rodeaba el silencio más completo. De vez en cuando lo rompía el trino de los pájaros que levantaban el vuelo al encuentro del alba. Mi mente se refugió en el recuerdo de Yolanda, de su dulce figura, que se alejaba mientras mi caballo seguía al de Simón y atravesaba la puerta de Torre Ventosa, de su último saludo mientras sonreía… sin poder apagar la ansiedad de su reluciente mirada.

Hacía unos meses que nos alojábamos en la casa de los cátaros. Yolanda ayudaba a Jeanne a curar a los enfermos, mantener todo en orden y preparar las comidas. También se dejaba caer por la casa de los niños y la leprosería. Por mi parte, cada mañana intentaba poner a prueba mis conocimientos con mis atentos alumnos.

No habíamos abrazado por completo la doctrina cátara, pero nuestro ánimo estaba con ellos.

Cada uno se alojaba en una pequeña habitación sobria y limpia. Y era tanta la alegría de continuar viviendo tan cerca el uno del otro, que cada vez que nuestras manos se rozaban, o nuestros ojos se hablaban, nos esforzábamos por disimular nuestra turbación.

Cuando podía, Simón acompañaba a Sara y a David, sus hijos, a la casa de los cátaros para que siguiesen mis lecciones. Lo hacía bromeando, diciendo que su Dios de la justicia, aconsejado por el sumo Maimónides, no le perdonaría nunca que, en lugar de llevar a sus criaturas a Narbona o Montpellier para que estudiasen en las academias del Talmud, o ponerlos bajo la custodia de su tío Salomón para que se convirtieran en excelentes traductores de Averroés, los llevaba a una cueva herética para entregarlos a un pagano desconocido como yo. Después observaba el ascético respeto que mostraba a Yolanda y, entre bromas y veras, me decía: «El aire de esa casa os está envejeciendo. La perfecta Jeanne ha tomado el Consolament, ha ofrecido a Cristo su vida y su castidad, ¡pues nadie, salvo vosotros dos, la pretende! Oh, amigo Giordano, estáis ahogando vuestro amor y eso no es bueno. No, no».

Quizá Simón estuviese en lo cierto. Quizá la proximidad de Jeanne, su voluntad por no permitir ni la menor flaqueza a su cuerpo, su completa entrega a los demás, aquellas paredes blancas y desnudas, la atmósfera de serenidad… O quizás el concepto de amor ligado al de la culpa que la Iglesia nos había inculcado desde pequeños; la idea de que sin el sacramento del matrimonio estaríamos viviendo en el pecado…

La voz plañidera de Simón me distrajo de mis ensoñaciones.

—Estabas pensando en tu dama, ¿verdad? Por si quieres saberlo, yo también estaba abstraído con mi Marta. ¡También! Deseo volver a verla y abrazarla y tener con ella un pequeño ejército de párvulos… y por fin dejar esta tierra. Tomaré una galera y, con toda mi familia, me iré a vivir con los infieles sarracenos. Ya estoy harto de Europa. ¡Harto!

En su voz no había ni rastro de la ironía juguetona con la que aderezaba sus palabras y que lo hacía aún más afable. Estaba verdaderamente triste y preocupado.

—Simón, si para vísperas no nos hemos visto con nadie, ensillamos los caballos y volvemos a casa. Te lo prometo.

Sus ojos negros y las arrugas de su frente amplia parecieron relajarse un poco.

—De acuerdo, de acuerdo. Es cuanto puedes concederme, ¿verdad? Y si fuese necesario debería dejarte todos los libros, ¿me equivoco?

—No, amigo Simón. Estás en lo cierto —y sonreí.

—Mira, el problema es que eres muy joven y, aunque no lo parezca, dentro de ti hay un verdadero volcán. Pero ese fuego arrastra también a los inocentes. Si de vez en cuando vinieses conmigo a Granada o a Toledo, te enseñaría cómo encauzar parte de tu ardor… en vista de que has decidido que Yolanda se convierta en una beata o una santa.

Mars et Venus! ¿Qué pasa en Granada y Toledo?

Me miró con sus ojos brillantes.

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