15 La sorpresa de la Flaca

Publicado el 27 de febrero de 2022, 20:07

La pensión está tranquila. Son casi las once y, a esa hora, el que no está trabajando en el turno de noche, se ha acostado o se encuentra jugando la partida en el chigre. Mejor —piensas—, necesitas un descanso y reflexionar sobre lo que puede ocurrir en las próximas veinticuatro horas. Pero también debes hablar con los muchachos de la partida, quieres saber qué opinan de todo. Tal vez es el momento de intercambiar información.

Entras en la habitación y algo llama tu atención, la maleta ha sido movida de su lugar medio centímetro. Lo sabes, porque siempre colocas una señal, una pequeña astilla de madera debajo, de este modo si la ves desplazada es el síntoma de que alguien ha estado hurgando en tus pertenencias.

Abres la maleta. Todo está en su sitio. Destapas el doble fondo, en el que guardas diversas identificaciones personales y el mazo de viejas cartas y fotos. Alguien ha estado husmeando en ellas, tú siempre colocas las documentaciones por orden alfabético, y ya no están así. Lo que ocurre es que nunca has vulnerado la regla de que no se debe dormir dos noches seguidas en el mismo lugar, hasta ahora. Alguien ha sospechado algo y te vigila.

De momento no debes preocuparte excepto por el encuentro de mañana a las doce en la catedral de Oviedo. Coges el tinte del pelo y te encierras en el baño. Tu cabellera blanca va desapareciendo, y un color negro mate la sustituye. Estás preparado.

Pican dos veces en la puerta de tu habitación, y antes de que puedas preguntar quién es, la Flaca se introduce en ella.

—Por la mañana estuvo el gochu de Buenaventura —¿Buenaventura? Ah, sí, te acuerdas de él, es el policía de la Judicial que se comprometió a localizar a Jordán y Camilo—. Me dijo que tenía que ir a Madrid por unos días, que le hiciera entrega de esto —extiende un trozo de papel doblado—, y que le dijera que para cuando regrese, tenga usted el dinero preparado.

Desdoblas el papel, y lees: Prepare el dinero. Ya localicé a Camilo. Se hubiese ahorrado usted la pasta si se llega a fijar mejor en el nombre. Buenaventura. Inspector de primera.

Es un jeroglífico. Mejor lo dejas reposar, ya lo explicaría él a su regreso. Ahora lo que más te intriga era la actitud de la Flaca, que sigue en la habitación: apoyada en la puerta con el cigarro en la comisura de los labios y la bata abierta hasta la entrepierna. Le diriges una mirada interrogativa y responde con el lanzamiento de un dardo envenenado:

—Usted no es cazurro, ni es industrial. Usted se llama Andrés y está aquí buscando algo. Quiero que me lo cuente o que se vaya a la calle.

No hay respuesta para la Flaca. Abres la maleta y vas guardando la americana, después de doblarla con sumo cuidado. Arrojas dos sombreros a su interior y el Dobbs de ala media lo colocas en la cabeza.

—¿Qué hace? —pregunta la Flaca, con el cigarro en la mano y su mirada de desconcierto.

—Ir en busca de otra pensión —sentencias, vuestras miradas chocan como si de un desafío se tratara.

—Pero yo no quiero que se marche —dice, dubitativa.

—Acaba de decir que o le cuento no se qué cosas o que vaya buscando pensión.

—Lo que yo quiero es que me las cuente.

—Y lo que yo quiero es no contarle nada.

Tu actitud la ha descolocado de una idea preconcebida. Además, ¿a qué viene ese interés tan desmesurado por conocer tu identidad y tus intenciones?

—¿Puede escucharme un momento? —suplica.

—¿Usted ha estado husmeando en mi maleta? —le respondes con el inicio de un interrogatorio.

—Sí —agacha la cabeza, ya no parece la altiva Flaca—, pero tiene su explicación.

—Pues comience, soy todo oídos.

La Flaca toma asiento encima de una de las camas, apaga el cigarro en el cenicero que reposaba impoluto en la mesita, y enciende otro. Tú continúas de pie.

—Verá, lo primero que pensé cuando le vi fue que usted era un nuevo ingeniero que se incorporaba a alguna de las fábricas de la Cuenca. Pero se identificó como industrial que buscaba terrenos para la instalación de su empresa. Al día siguiente, fue a preguntarle a mi marido por unos falangistas. Luego llega la Judicial a interrogarle porque usted tuvo una entrevista con una persona que resultó asesinada. Y usted le ofrece doscientas mil pesetas al gochu de Buenaventura para que localice a dos falangistas, que se deben llamar Camilo y Jordán.

—¿Cómo sabe que yo le encargué ese trabajo a Buenaventura?

—No sabe lo que soy capaz de hacerle cantar a ese putero si me lo propongo.

—Prosiga —ahora estás intrigado con lo que quiere decir, por eso tomas asiento en la otra cama, enfrente de ella.

—Si usted era un industrial, ¿para qué quería localizar a un falangista? ¿Para hacer negocios? No lo creo. En ese caso usted sabría cómo encontrarlo. Luego usted tenía necesidad de dar con él por otra razón. ¿Cuál es el motivo que vale doscientas mil pesetas? ¡El sueldo de cinco meses de un ayudante minero! —extiende su mano abierta, mostrándote sus cinco dedos separados entre sí—. Tal vez la venganza, pensé. ¿Pero venganza de qué? Me preguntaba. Llegué a la conclusión de que usted lo buscaba para vengarse de algo del pasado. Era la única explicación por la que hoy se puede buscar a un falangista —te está gustando su forma de razonar, como un investigador en busca de la solución de un caso enrevesado—. No se puede querer a un falangista sino es para devolverle todo el daño que hizo.

—Usted está casada con uno — interrumpes su exposición.

—Amancebada, que no es lo mismo. Pero ahí tiene un ejemplo de lo que le decía. ¿Qué cree, que no le estoy haciendo pagar gran parte del mal que hizo? —¡Vaya!, ahora resulta que la Flaca se ha unido al excombatiente para hacerle tragar toda la quina que pudiese.

—Sí, creo que el estanquero no está muy a gusto con su forma de comportarse —sonríes.

—Que se joda ese cornudo. Como se deberían joder todos los que piensen como él. Todos los que creen que las mujeres no somos más que floreros o la puta costilla de Adán.

—Me estaba usted diciendo que… —da otra calada al cigarro y te arroja el humo en la cara, como una vampiresa venida a menos.

—Pues que todo me hizo sospechar de usted. Por eso abrí su maleta.¿Y qué encontré? Un estuche con bigotes postizos, gafas sin graduar con monturas de diferentes colores, cientos de cartas devueltas a un remitente en el extranjero que venían dirigidas a una tal Adela, y que sospecho se trata de la tía de Pepín, la viuda.

—Espere, ¿por qué dice usted la viuda? —ha tocado tu punto débil, Mayor.

—Adela se casó con un oficial de la Guardia de Asalto de la República. Su marido debió morir en la guerra, creo que no llegó a conocer a su hijo. Hay quién asegura que se unió a los maquis. Incluso, llegaron a decir las malas lenguas que estaba por el extranjero, pegándose la vida padre.

—Ya, entiendo —intentas mantener la compostura, pero casi te resulta imposible. Debes cambiar inmediatamente de conversación

—. Estaba diciéndome lo que encontró en mi maleta.

—Además de lo que le he dicho, también tenía usted ¡una sotana! Amén de varios pasaportes de diferentes países, todos con nombres distintos. Pero he pensado que el único documento válido era un libro de familia expedido en los tiempos del rey Carolo. En el que leo que al matrimonio formado por Nicolás y Josefa le nacen dos hijos, Andrés y Francisco. El domicilio que figura en el libro de ese matrimonio es en Santa Bárbara. ¿Quiere que le diga la cantidad de hombres de Santa Bárbara con los que me he acostado?

—No es necesario. Creo en lo que usted me diga.

—Pues verá, no tuve nada más que llamar a uno de ellos. ¿Sabe lo que me dijo?

—Prosiga —es buena investigando, piensas.

—Que hace muchos años vivía en el pueblo esa familia. Y que sus hijos se echaron al monte. A uno lo mataron, al más joven, que se hacía llamar Tuco, y el otro consiguió huir con la partida del Lobedu.

—Siga —esa mujer pretende llegar a algún destino, debes dejarla que continúe.

—De repente, después de veintiséis años aparece usted preguntando por dos falangistas. O muy equivocada estoy, o usted está buscándoles para vengarse.

—Y todo esto, ¿para qué te interesa, Flaca? —de repente has comenzado a tutearla.

—¿Sabe cuántos años tengo? —te ha descolocado su pregunta.

—Supongo que unos treinta.

—Treinta y tres, la edad en la que murió Cristo. ¿Sabe cuántos tenía hace veintisiete años? —¡Vaya!, ¿a qué estarájugando?, piensas.

—Supongo que seis.

—Esa es la edad que tenía cuando se presentaron dos hombres en mi casa. Uno acuchilló a mi padre, porque había cometido el grave delito de darle comida a los del monte. Otro violó a mi madre y luego la colgaron de una de las vigas de madera de la casa. A mí me raparon el cabello para marcarme. Sobreviví a base de mendigar y de prostituirme. Aún tengo la imagen de aquellos hombres con camisas negras y boinas rojas. ¿Sabe a qué grupo pertenecían? —tiene los ojos encharcados, ya no es capaz de expulsar el humo. Comienza a llorar. La acercas a ti, la abrazas. Otra víctima de la guerra fratricida, piensas.

—Desahógate, Flaca. Te sentirás mejor —dices, mientras la abrazas.

—Eran los Caballeros de la Muerte —y rompe a llorar. Otra vez alguien nombraba a esos sujetos. Y era la tercera en muy poco tiempo.

Te abraza. Llora. Deben transcurrir cinco minutos, pero parecen horas, hasta que la Flaca se desprende de ti y se seca las lágrimas.

—No quiero que se vaya. Sólo quiero que me diga si está buscando a los Caballeros de la Muerte para ajustar cuentas con ellos. Porque en ese caso, quiero ayudarle —¿quién te lo iba a decir, Mayor? Una ayudante espontánea.

—Relájate y mañana hablamos.

—No. Quiero una respuesta, ahora. Mañana a lo mejor ya no estás —ahora es ella la que comienza a tutearte.
—Mañana seguiré aquí, no te preocupes —sigue abrazada. Ha detenido el llanto. Silencio en la habitación.

Buscas una salida para la Flaca, alguna tarea en la que pueda ser de utilidad. Tu mente es rápida analizando las situaciones. No hay método de búsqueda, que nadie asegure que existe un método. Todo vale, ese es el único válido, y por eso lo has elevado a regla de conducta.

La Flaca, ¿y qué haces con ella? Tal vez pueda servirte de ayuda, ¿pero no la condenarás a más sufrimiento? Pichi es distinto, te ayuda porque es su trabajo, le pagas para ello, pero en cuanto todo se vuelva peligroso, lo debes alejar de ti, no puedes poner su vida en peligro. ¿Qué haces con la Flaca? Y llegas a la conclusión de que la única forma de ayudarla es dejando que te ayude. Has tomado una decisión.

—Flaca, mañana tengo una cita con un antiguo dirigente de los Caballeros,un tal Jordán …

—¿Jordán? —se seca de nuevo las lágrimas.

—Sí. Me puedes ayudar, pero puede ser muy peligroso.

—Me da igual. ¿Qué debo hacer? —ha regresado la Flaca de siempre.

—Ponte muy guapa, pero con vestido negro, como si estuvieras de luto. Y mañana a las diez nos vamos hasta Oviedo a su encuentro. Ya te iré explicando cuál es tu papel.

—Quiero quedarme a dormir aquí, contigo.

—No, Flaca. Vete a tu casa. Todo debe seguir como siempre.

—Prométeme que mañana estarás aquí.

—Tienes mi palabra.

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