Capítulo 19 Pobres y ricos

Publicado el 27 de febrero de 2022, 20:43

En los buenos tiempos de Roma, el Estado creador del derecho civil amparaba al ciudadano donde quiera que estuviese, pero cuando el poder central flaqueó, la ley perdió el apoyo coactivo del Estado, y el ciudadano común quedó a merced de los abusos del fuerte. Como en los tiempos anteriores a Roma, los humildes buscaron la protección de los poderosos, la influencia de los nobles terratenientes aumentó y se marcaron más claramente, si cabe, las dos grandes clases sociales, potentiores y humiliores. En el fondo, las de siempre: los que tienen y los que no tienen; los que necesitan protección y los que pueden ofrecerla. A cambio de algo, naturalmente.

Además, con la decadencia del comercio, las ciudades vinieron a menos, mientras que la vida rural fue a más. Eso explica que los mejores monumentos godos estén en medio del campo, esas coquetuelas iglesias de Quintanilla de las Viñas (Burgos), San Juan de Baños (Palencia), San Pedro de la Nave (Zamora). También explica que la otra gran manifestación artística de los godos, la orfebrería, resplandezca en tesorillos y piezas que se encuentran en el campo, nunca en grandes ciudades: las coronas votivas de Guarrazar (Toledo) o las bellísimas cruces de Torredonjimeno (Jaén).

El carácter electivo de la monarquía goda favoreció el final abrupto de muchos de sus titulares. De los treinta y cinco reyes de la lista, más de la mitad fueron asesinados, o derrocados por medios más sutiles; por ejemplo, decalvándolos, es decir, pelándolos al cero. Hay que tener en cuenta la importancia que los godos otorgaban a la cabellera. Jordanes (Getica XI, 72) nos dice que, según Diucineo, la clase civil de la nación goda se daba el nombre de cabelludos (capillatos; variante, capillutos). Por eso, el principal atributo de la realeza germánica era la cabellera. Lo más grave que le podía ocurrir a un godo era ser rasurado, pena que se aplicaba a los condenados por diversos delitos antes del paseo infamante. Al destronado se le tonsuraba y se le enviaba a un monasterio. Y ya podía darse con un canto en los dientes por haber escapado al veneno o al puñal, porque los tiempos venían recios y la vida se estimaba en poco.

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