Otro rollo de papiro acabó en el mar, confiando su contenido a la buena memoria de Adunco. El viejo había pasado los largos días de navegación en la lectura de aquellos informes y sobre todo en las clases de arameo, gracias a las cuales había conseguido romper el círculo de desconfianza de los pasajeros judíos e intercambiar algunas palabras con ellos. Ahora sabía algo más del país en el que estaba a punto de desembarcar, pero al mismo tiempo las dificultades que le aguardaban le parecían mayores ahora que cuando se había visto forzado a aceptar el encargo de Tiberio. Miró el rollo que se mecía suavemente sobre la espuma de las olas, perdiéndose de vista: pensó que aquella última aventura, con sus desafíos, era como una pausa de juventud en el otoño de su vida, aunque en realidad estaba demasiado cansado para ser joven, y prefería el otoño.
En aquellos días, había leído en los informes que todos los prefectos de Judea, uno tras otro, habían tenido que lamentar disturbios y revueltas, y también que todos, uno tras otro, habían experimentado como único posible remedio el uso indiscriminado de la violencia y de las condenas a la crucifixión. En los veintitrés años que Judea había estado bajo el gobierno directo de los romanos habían sido cientos, miles, los judíos clavados en un madero de olivo por orden de los prefectos, y al viejo comisario le parecía que estaba a punto de desembarcar en un país cubierto por un inmenso bosque de cruces, todas cargadas con su trágico fardo humano.
En sus setenta años de vida, que el azar había desviado del oficio de las letras al de las armas, Adunco había asistido a todo tipo de atrocidades. A él, joven oficial encargado del informe a julio César Augusto, le había correspondido contar los miles de cadáveres sembrados en la selva de Teutoburgo por la emboscada del desertor Arminio. Recordaba el cuerpo de Quintilio Varo, con los ojos fijos para siempre en una mirada incrédula, los brazos extendidos en un gesto de entrega al destino, y ahora se preguntaba si no había sido aquella la némesis por los dos mil judíos, culpables únicamente de haber defendido su Templo profanado, y a quienes pocos años antes el mismo Varo, a la sazón gobernador de Siria, había hecho crucificar en los alrededores de Jerusalén.
Él, el legatus legionis Lucio Valerio Adunco, había participado en cruentas batallas en Germania y en Asia; había visto a mujeres y niños masacrados delante de sus casas arrasadas, saqueadas y entregadas a las llamas; había asistido a torturas indecibles infligidas a los prisioneros para que revelasen los planes de sus mandos; había dado la orden para la ejecución de los desertores o también, simplemente, de la gente que el ejército romano —por falta de medios, o de tiempo, o quizá solo de ganas— no podía llevar consigo. Él, finalmente, como praefectus urbi, había tenido que asegurar el orden en Roma, y los medios que brindaba la ley para castigar a los ladrones y a los asesinos que actuaban en la capital del Imperio no eran muy distintos de los que estaban en vigor en el ejército. Pero nada, nunca, le había parecido tan terrible como la crucifixión: aquella pena de muerte —summum supplicium— que los romanos reservaban a los bárbaros, es decir, a todo aquel que no hablase como ellos, y que Cicerón había definido la más cruel y espantosa de las condenas.
El mercader griego que enseñaba arameo a Adunco, y que pasaba en Palestina la mayor parte de su tiempo, entre las muchas charlas con las que compartía sus lecciones había incluido también una detallada descripción de aquel horror. Algunos de los condenados, contaba jovialmente, eran colgados de la cruz con los pies clavados uno sobre otro, o uno a cada lado del palo, mientras que los brazos a veces eran clavados y a veces solo atados al larguero.
—Cuando oscurece —continuaba—, los soldados rompen las piernas al que sigue aún vivo. ¿Crees que es para poner fin a los sufrimientos? Pues no: es solo para que no puedan escapar aprovechando la noche. Es increíble la resistencia de que son capaces algunos de estos judíos. Se dice que, entre ellos, los pertenecientes a una secta que llaman de los zelotas afrontan el dolor y la muerte con desprecio o incluso sonriendo. Yo no los he visto nunca, pero no me cuesta creerlo: ¡son unos locos!
La nave surcaba las aguas calmas del Mediterráneo, empujada por el ondear de sus velas latinas. Había pasado ya más de un mes desde que dejaran Brindisi, y a bordo, en las varias etapas, había ido subiendo todo tipo de pasajeros, que habían brindado al viejo comisario, aparte de compañía, ocasión para aprender cada día cosas nuevas, según la enseñanza de Solón. Debía admitir que se había divertido. Con los marineros no solo había aprendido el nombre de los vientos —para eso bastaban los poetas, en cuyos versos sonaban vocablos como Austro o Céfiro—, sino cuál era su influencia sobre las olas o las velas. Había tomado vino de Resina con los mercaderes griegos, que se lo cobraban como si fuese Falerno añejo; había jugado a los dados, perdiendo como un novato, con los reclutas que iban a reunirse con la guarnición de Acaya y de Judea; y había comprado a un precio exorbitante la pacotilla de un deshonesto orfebre fenicio, que le serviría para presentarse como mercader también él una vez en Palestina. Pero con un hondero balear, que había pretendido tomar el pelo a aquel viejo que frecuentaba a los judíos enemigos del jamón, Adunco había exhibido su habilidad en una competición de lanzamiento de cuchillo, después de la cual el mercenario había desaparecido.
Adunco comparó su viaje con el de los cursores que habían llevado a Tiberio la última relación de Pilatos: de Cesarea a Alejandría parando solo para cambiar de caballo en las postas, y luego, cuando estaban demasiado exhaustos para continuar, entregándola a otro correo, y así hasta aquel que subía a la nave militar del servicio oficial de Alejandría al puerto de Ostia con parada oficiosa en Capri. Siempre corriendo, siempre evitando cualquier encuentro, callando también con los colegas: veloces, secretos, habitantes de un mundo distinto del mundo en el que la gente tenía una familia, bebía en una taberna, charlaba en una plaza, rezaba en un templo. Los correos del poder, pensó Adunco, furtivas imágenes del poder mismo.
También a él le parecía haber vivido así, durante muchísimos años, y ahora aspiraba con delicia la brisa marina llena de los chillidos de las gaviotas, pero también de las charlas de sus compañeros de viaje, de sus carcajadas, de algún altercado que tenía principio y fin en una gran francachela. Su viaje en aquel microcosmos había sido mucho más largo que el del correo de Pilatos, al menos tres o cuatro veces, y ciertamente, para un hombre de su edad, todo menos descansado. Pero ahora que llegaba a su término, ahora que se divisaba en el horizonte una bruma que quizás era ya Palestina, Adunco hubiera querido que continuase, que continuase para siempre, en vez de tener que regresar, correo rápido y secreto, al mundo más vasto en que cada palabra podía ser un peligro, cada risotada un engaño, y cada altercado la oportunidad brindada a un enemigo mortal.
Meneó la cabeza, para ahuyentar de sí aquellos pensamientos en los que reconocía la señal del cansancio y de la debilidad, y sacó de la cesta el último rollo. Lo extrajo del estuche y le pareció insólitamente grueso, lo desenvolvió y leyó.
A Tiberio Julio César, emperador
De Poncio Pilatos, prefecto de Judea
Informe 744
Categoría: Secreto
Fecha: mes de septiembre, año 782 de la fundación
Asunto: Jesús de Gamala, llamado el Nazareo
Opinión: debe ser apoyado y protegido
La situación en la prefectura de Judea se mantiene muy tensa, tanto en el orden público como en los fermentos políticos. En el primer caso es de reseñar la presencia de bandas de malhechores de tal entidad que son capaces, a veces, de enzarzase en verdaderas batallas con las fuerzas regulares del Imperio. Hay territorios, como la Traconitide, donde el bandidaje, a pesar de la depuración llevada a cabo en tiempos de Herodes el Grande, representa aún la ocupación principal de la población. Parte de las fuerzas de guarnición debe comprometerse en las funciones de escolta cada vez que un funcionario o un personaje de rango elevado atraviesa la región por la margen oriental del Jordán.
Muy a menudo, sin embargo, estos fenómenos de bandidaje son solo la fachada para los grupos de insurgentes cuyo fin no es la rapiña, sino la revuelta. Los ejemplos son numerosos, pero citaré solo el principal: la banda de los zelotas de Menajén de Gamala. Es este el hijo de Judas llamado el Galileo, el hombre que en los tumultos que siguieron a la muerte de Herodes consiguió apoderarse del arsenal real de Sepphoris y que diez años después encabezó la sublevación contra el censo, acabando ajusticiado. A su vez, Judas era hijo de Ezequías, un bandido que fue asimismo ajusticiado con su banda al comienzo del reinado de Herodes, pero que los judíos consideran un mártir. Es fácil ver que se forman dinastías propiamente dichas, cuyos miembros sostienen que son enviados por el Dios de Israel a luchar contra los romanos.
Recientemente, los episodios de bandidaje político y las revueltas han aumentado, causando preocupación tanto en el mencionado prefecto de Judea como en la clase patricia del país, representada por el partido de los saduceos. Estos son, efectivamente, favorables a la paz y a la estabilidad, que favorece sus negocios. La familia más representativa es la de Anás, hijo de Set, que fue nombrado sumo sacerdote del Templo de Jerusalén por el procurador Publio Sulpicio Quirinio y conservó el cargo hasta el año 768, cuando el prefecto Annio Rufo puso en su puesto a su hijo, Eleazar.
Añadir comentario
Comentarios