Al año siguiente, Valerio Grato lo sustituyó por José, llamado Caifás, todavía en el cargo. Él es yerno de Anás y devoto del suegro, que en realidad continúa representando la máxima autoridad tanto en la familia como en la clase sacerdotal.
Es obvio que esta familia se halla ligada al Imperio, en vista de que el sumo sacerdote es nombrado por el prefecto. Por tanto, las advertencias que a veces Caifás hace al que esto escribe en materia de situación social y política deben considerarse fiables, como se ha demostrado en varias ocasiones en el ámbito de la administración normal de la provincia. El último de estos consejos, sin embargo, ha parecido demasiado extraordinario para no hacer mención de él a las más altas autoridades.
El sumo sacerdote, tras haber hablado largo y tendido con uno de los muchos fanáticos que dirigían a la población acalorados discursos místicos, ha deducido de ello que, más que ser peligroso, aquel hombre podría resultar útil a la causa del Imperio. Se llama Jesús, llamado el Nazareo, y es originario de Gamala, igual que Judas. Ciertamente, ha tenido contactos con los zelotas y con otras sectas que predican la guerra de liberación, pero Caifás sostiene que su doctrina es muy distinta. Contrariamente a los judíos, que se consideran el pueblo elegido por su Dios para llegar a dominar el mundo, él considera —sostiene Caifás— que toda la gente es igual, de modo que no tiene una posición preconcebida contra los gentiles en general (los judíos llaman así a cuantos no creen en su Dios, llamado Yahvé) y a los romanos en particular. Considera además que la justicia no debe necesariamente hacerse realidad en el curso de la vida terrena, sino que puede ser remitida a la vida que habría después de la muerte, y muchas otras cosas que, de ser aceptadas por la población, contribuirían sin duda a distender de modo determinante la tensión entre judíos y romanos.
He aquí por qué el susodicho Jesús, más que arrestado y condenado, debería, según Caifás, ser apoyado y protegido. Pero sin que el propio afectado llegue a ser consciente de ello, porque de lo contrario podría cambiar totalmente de actitud, y para evitar que sea descubierto y muerto por los mismos judíos.
No cabe esconder, sin embargo, el riesgo que esta operación entraña. Si Caifás y Anás no estuvieran en lo cierto podría acarrear consecuencias contrarias a lo previsto y desencadenar la revuelta que se quiere evitar. Esta exposición no tiene por tanto solo la intención de informar, sino también la de pedir la conformidad y el consejo de las máximas autoridades.
Ave atque vale.
PONCIO PILATOS , praefectus Iudeae.
Adunco había leído ya al menos una decena de veces aquel informe, para convencerse de haber comprendido todos los matices e implicaciones, y se decidió a hacerle seguir el destino de los demás. El rollo fue a rebotar en la cresta de las olas, mientras el mercader griego aparecía, como por ensalmo, para conseguir el estuche de piel y también la cesta ya vacía como regalos. Esta vez, sin embargo, no se detuvo a intercambiar ninguna charla en arameo con Adunco, que era su manera de pagarle aquel precioso material: debía correr a preparar sus cosas para el desembarco, porque ya las grandes torres del puerto de Cesarea aparecían claras a la vista.
Los marineros habían comenzado a amainar alguna vela, y con la tensión del viento iba disminuyendo también el terrible crujido de la tablazón que había herido durante todo el viaje los oídos de los pasajeros. También el viejo comisario hizo sus rápidos preparativos para el desembarco; se puso en bandolera la alforja, a cuyo contenido
—alguna pertenencia personal, y algunas sustancias cuya utilidad había podido apreciar en el curso de los años— añadió las joyas falsas con las que se fingiría vendedor, y regaló el jergón al marinero que había vigilado su rincón. Comprobó una vez más que el cinturón de gruesa tela en el que había cosido el dinero estuviera bien asegurado, hizo otro tanto con la funda del puñal y estuvo listo.
Volvió a asomarse a la amurada, como todos los demás viajeros, para asistir a la maniobra siempre fascinante del atraque de un gran velero. Admiró la precisión con la que fueron recogidas las velas, de modo que la nave llegase a puerto con el último impulso que le restaba y fuera perfectamente equilibrada por el ancla, luego se puso disciplinadamente en fila para acceder a la pasarela de desembarco.
Los primeros en descender, naturalmente, fueron los soldados. Había venido a buscarles un cabo, que hizo un llamamiento rápido, los puso en fila y se los llevó con unas pocas órdenes secas haciendo resonar también un poco de latín en aquella babel de griego y arameo, siríaco y fenicio.
Adunco aprovechó la espera y la posición elevada para estudiar la bulliciosa agitación, solo aparentemente desordenada, que invadía el muelle y el ambiente circundante. Aprobó en su fuero interno la rapidez con que el personal del puerto contribuía al control de la carga y de los viajeros, y la disposición estratégica de los legionarios del servicio de vigilancia. Luego, a través de pequeños detalles, distinguió entre el gentío a algunos individuos que a cualquiera le hubieran parecido iguales a todos los demás, pero no a su ojo de policía. Vio que uno de ellos, que se mantenía apartado y cuyo rostro atezado contrastaba con los cabellos rubios, hacía de vez en cuando una señal tras la cual, infaliblemente, el centurión dejaba su posición para dirigirse hacia este o aquel pasajero.
En aquel momento la cola avanzó otro trecho y el descenso por la estrecha pasarela exigió a Adunco toda su atención, pero estaba convencido de haber captado, antes de bajar la mirada para controlar el paso, una señal que se refería a él; y efectivamente, en el momento mismo en que por fin ponía el pie en tierra de Judea, la mano del centurión se le posó rudamente en un hombro.
—Amigo —le dijo el soldado—, tú no tienes pinta de judío. Dime quién eres, de dónde vienes y qué has venido a hacer a este lugar olvidado por los dioses.
—Me llamo Valerio y soy español —respondió Adunco con calma—, vengo de Córdoba, y me he embarcado en esta nave en Brindisi.
Abrió la boca de la alforja, para mostrar el contenido, y prosiguió:
—Me dedico al comercio de collares, pero solo para recuperarme un poco de los gastos del viaje. He venido a rezar en la tumba de mi hijo, que era soldado como tú y murió aquí en Palestina.
—¿De veras? —preguntó el otro con aire irónico—. ¿Y cómo se llamaba tu hijo? ¿A qué legión pertenecía? ¿Quién era su comandante? ¿Y dónde murió?
—¿Le importa que me siente? — preguntó Adunco, y sorprendiendo al centurión se sentó en el borde del muelle sin esperar el permiso para hacerlo—. Los años pasan —continuó mientras el otro resoplaba impaciente— y el viaje ha sido largo y fatigoso. Así pues, veamos: mi hijo se llamaba Valerio, naturalmente: Gaio Valerio. La legión era la duodécima, llamada Fulminante, y el comandante era Aulo Sabino. Murió en Galilea —mi hijo, quiero decir— durante la revuelta de los judíos. Un compañero suyo me dijo que fue enterrado al pie de un monte llamado Tábor.
El soldado pareció desconcertado, y volvió un instante la cabeza. Adunco siguió con la mirada el movimiento y vio que el hombre del pelo rubio hacía una señal al centurión, el cual volvió en seguida a su interrogatorio.
—No sé si creerte, anciano —dijo rudamente—, ese puñal que llevas
colgado al brazo de manera tan profesional no cuadra mucho con tu aire sumiso. Ganas me dan de arrestarte y hacerte hablar un poco más.
Adunco se acarició con los dedos la punta de la nariz aguileña tan peculiarmente ibérica a la que debía el sobrenombre, un gesto que quienes dependían del praefectus urbi hubieran reconocido como una señal peligrosa, pero en el movimiento que hizo para levantarse no había prisa, y su voz, cuando habló, era absolutamente calma.
—No tienes en cuenta dos cosas, hijo —dijo al centurión mirándole directamente a los ojos—. La primera es que también yo he sido soldado, y esto explica el puñal. La segunda es que no puedes arrestarme a tu gusto, sin un motivo fundado, porque te lo impide la razón misma de tu presencia en este lugar, la base misma en la que se
sustenta el Imperio, es decir el derecho romano. No lo olvides, hijo: civis romanus sum.
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