—Algo maravilloso: infieles, cristianos, judíos… Gentes de todas partes del mundo viven sólo para la cultura. Se dedican a todo tipo de estudios, sobre todo a las ciencias. Traducen del griego al árabe y del árabe al latín. Entre tanto saber, ¡te creerías en el paraíso! La ciencia y la cultura derriban los obstáculos ideológicos, religiosos y raciales. Y, por la noche, todos a la taberna, donde hay un vino que es un verdadero néctar de los dioses. Y hay algo mejor: ¡las doncellas de Granada y Toledo! ¡Ay, amigo Giordano, cuán distinta parece la vida después de haber tomado un poco de aquella ambrosía! Son criaturas estupendas, con la sangre mezclada, una piel suave y de un color… Sus ojos prometen la felicidad eterna. ¡Y les traen sin cuidado los sones del laúd o los versos de amor! Viven de amor, se alimentan de amor, mueren de amor… Y a nosotros, los circuncisos, nos toca la parte del león, naturalmente.
—¿A qué viene esto, mi disoluto amigo?
Un leve velo de malicia cubrió la sonrisa de sus ojos.
—Porque nuestra sensibilidad no es tan fina ni tan sutil… ni breve como la vuestra. ¡Se trata de una sensibilidad áspera porque se ha encallecido con el tiempo! Pero ¡con qué alegría se ven juntos el infierno y el paraíso en los ojos de aquellas criaturas! Y solamente nosotros logramos no dejarnos vencer por la impaciencia y la gula, y no recoger de inmediato ese néctar del Edén, pues deseamos que nuestra compañera de viaje vuele a nuestro lado, libre como nosotros, en el viento del éxtasis. Ésta, amigo mío, ésta es la verdadera razón por la que se guarda tanto rencor contra nosotros, los judíos. Éste es el motivo por el que, valiéndose de acusaciones absurdas, intentan mover contra nosotros la simpleza de la gente. Las doncellas y las damas nos prefieren… y los hombres son celosos, y nos atacan. Ahora sabes por qué los circuncisos deben ser exterminados.
Una genuina risotada brotó de su pecho poderoso, serenando todo su rostro. Me alegraba verlo tranquilizado. Tras aplacar su alegría, añadió:
—Bien, espero que nos llevemos a casa los libros. Me desagradaría mucho privarme de ellos después de haber hecho tantos sacrificios para obtenerlos.
—Pero, dejando aparte el de Dioscórides, y lo digo con todo el respeto por Virgilio, Ovidio y Cicerón, esos libros tan sólo tienen valor por su encuadernación y las gemas que llevan incrustadas. Se trata de magníficos objetos para contemplar antes que para leer: sólo mercancías preciosas que pueden ser útiles a la hora de comprar los servicios de cualquiera.
—«Sólo mercancías preciosas»… ¡Dios santo! Menos mal que micer Jacobo no será tan tonto como para venir…
Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, de entre la neblina que se comenzaba a disiparse apareció una barcaza tripulada por hombres.
Todos iban armados. Al vernos, bogaron en nuestra dirección. Simón había
enmudecido de estupor y yo ardía de esperanza. Eran cinco. Uno de ellos saltó a tierra, tomó al vuelo la soga que le habían lanzado y la ató a un árbol. Avanzó con decisión hacia nosotros. Su aspecto era imponente, similar al de mi compañero: parecía uno de aquellos hombres que jamás dudaban. Se dirigió a Simón.
—¿Sois vosotros los que andáis buscando a micer Jacobo?
—Sí, señor —respondí—. Somos nosotros y, para ser más precisos, yo. ¿Es posible que nos encontremos para que pueda hablarle? —dije, estremecido por la emoción.
Nos escrutó mientras intentaba adivinar nuestras intenciones. Después, nos indicó que pasásemos delante. Esperó a que lo adelantásemos. La mano de Simón se aferraba a su cintura, justo donde había escondido un cuchillo, pero no ocurrió nada. Subimos; el caballero desató la amarra y, con la ayuda de un compañero, dirigió la barcaza hacia el centro del ancho río, bogando contra corriente. Los otros caballeros mostraban un aspecto y un comportamiento similar al suyo. Uno de ellos se volvió hacia mí.
—No sé quiénes sois ni por qué me buscáis. Soy micer Jacobo. Han seguido vuestros pasos desde Arles y, para ser sincero, todavía no estoy seguro de si sois las personas más tontas e imprudentes que haya conocido, si sois demasiado astutos… o, incluso, héroes. Sea como fuere, procurad ser convincentes, pues de lo contrario los peces del Ródano se darán un buen banquete.
El rostro de aquel hombre robusto, de cabello claro y liso, mantenía una expresión con la que pretendía dar una imagen huraña y algo fiera. Procuré ser lo más persuasivo posible. Le conté mi historia: la torre de Nemi, la conversación entre Inocencio III y Arnauld Amaury.
—Micer Jacobo, tal como podéis ver, pongo mi vida en vuestras manos. A decir verdad, no es tan importante como la posibilidad de salvar a un pueblo. Ignoro la causa, mas sé que habéis asesinado a Pierre de Castelnau obligado por un hombre de cabellos rojizos, voz poderosa y cavernosa, y una cicatriz en forma de cruz en la parte izquierda de la boca. El legado pontificio Arnauld Amaury.
Mis últimas palabras le provocaron una vivísima sorpresa, aunque no pareció creerme.
—¿Qué habéis dicho? ¿El legado pontificio? ¿El abad de Cîteaux, Arnauld Amaury? Por Dios…
Dejé que su mente relacionase los acontecimientos de mi narración con sus recuerdos. Poco después, cuando se hubo repuesto del estupor, su rostro y sus profundos ojos negros expresaron una tristeza infinita. Parecía hablar consigo mismo:
—Dios mío… No pude evitarlo… No pude…
Me miró fijamente:
—Micer Giordano, podéis estar seguro que aquel hombre se habría salido con la suya de cualquier modo. Me escogió por mi cercanía al conde. Si hubiese fallado, lo habría logrado con otro —su mirada era triste.
—Jacobo, estoy convencido de ello. Y en modo alguno deseo que me reveléis como ha conseguido obligar a un caballero como vos a que apuñale por la espalda a Pierre de Castelnau. Apelo a vuestra humanidad. Os lo ruego, entregaos al conde, haced que pueda disculparse con el papa, id vos mismo a Roma y confesadlo todo públicamente. Inocencio III no podrá hacer otra cosa que acallar las trompetas de guerra. Quizá se obtenga una tregua. Os lo suplico. No está en juego sólo la salvación de un pueblo.
—No, Giordano. Ya es demasiado tarde. Nada ni nadie podrá detener la cruzada contra los países occitanos. Y no temo por mi vida, os lo aseguro. Pero quiero que sepáis: tomad vuestras cosas y venid conmigo. No pretendo que perdonéis mi gesto, pero deseo que al menos lo comprendáis —e hizo una seña a sus compañeros. En poco tiempo, la barcaza volvió a la orilla.
Descendimos del caballo. Jacobo nos invitó, a Simón y a mí, a entrar en la pequeña casa situada en el burgo más alejado de la ciudad. Poco después, bajó por las escaleras una joven de larga cabellera castaña. Abrazó a Jacobo, susurrando padre. La presentó: se llamaba Beatriz. En sus ojos, inocentes, se veía el miedo. Sus delicadas manos buscaron la protección de su padre.
Jacobo pasó un brazo sobre los hombros de la joven.
—Sólo la tenemos a ella. Tiene doce años. Su madre, mi Elena, se parece a ella. Hace unos tres meses, un día, volví a casa y no estaban. En su habitación, un mensaje: «si quieres volver a verlas, debes hacer cuanto se te ordene y guardar el secreto». Una noche tuve que acercarme a un lugar, solo. Un hombre de voz cavernosa y una cicatriz en forma de cruz en el lado izquierdo de la boca me dijo lo que debía hacer. Hubieran liberado a la niña de inmediato, reteniendo a la madre como rehén durante cuatro meses más para asegurarse mi silencio.
—¿Vuestra esposa todavía está en sus manos? —preguntó Simón.
—Sí, micer. No es posible liberarla. Y no se debe tanto al temor por su muerte lo que ha mantenido mi obediencia como al suplicio que habría precedido a su fin.
Al escuchar estas palabras, la joven rompió a llorar, escondiendo su desesperación y sus lágrimas en el pecho del padre. Jacobo esperó a que se aplacasen los sollozos. Después, prosiguió.
—No me fue difícil hacerlo: me pareció actuar en un papel trágico. Antes de que lo asesinase, Pierre me miró a los ojos y, sin haber visto el puñal, pidió al Señor que me perdonase del mismo modo que él lo hacía. Se dio la vuelta y se arrodilló. Apenas tuve tiempo para asestar el golpe, cuando aquella orilla solitaria del río se llenó de decenas y decenas de personas que aullaban tras un hombre de cabellos rojizos. Salté a la barca y vine a refugiarme aquí. Ahora sé quién era aquel hombre. Ahora me doy cuenta de todo. Mas debéis creerme, habría encontrado otra mano para aquel puñal.
Me sentí destrozado. Simón permanecía callado también. Después Jacobo se dirigió a mí:
—Seguidme… Pero sólo vos, Giordano. En cuanto a vos, micer Simón, aguardad aquí y proteged a mi hija. Estaremos de vuelta dentro de unos pocos días.
Tomé al vuelo la mirada de alivio de mi fornido amigo: el hecho de evitarse una aventura más le había iluminado el rostro con una sonrisa que apenas podía ocultar. Cuando vio que colgaba en la silla del caballo la bolsa con los libros, adoptó una expresión más sombría.
Una gran barcaza nos llevó —a Jacobo, a mí y a nuestros caballos— hasta Aviñón. Pasamos la noche en una posada y retomamos el camino. Poco antes de adentrarnos en el bosque, en la ermita de un pueblecito, Jacobo retiró cuatro grandes barriles que colocó en los caballos. Nuestra marcha era ahora más lenta y pude embelesarme con las maravillas de aquel espléndido bosque, con los animales salvajes que huían a nuestro paso. Me alegraba al contemplar la carrera alocada de las ardillas hacia la cima de los árboles. Después nos adentramos en gargantas angostas y profundas. Pasábamos por la orilla del río. El agua era oscura, casi negra. Por encima de nosotros descollaban las laderas de la montaña, rojizas y escarpadas: se apreciaban algunas oquedades en las altas paredes que hacían pensar en pequeñas cuevas. Reinaba un silencio absoluto, roto de vez en cuando por los gritos de algún ave de presa.
Seguimos un sendero empinado. Nos internamos por un pasaje estrecho hasta que se oyó un silbido. Jacobo me hizo una seña para que me detuviese. Nos encontrábamos cerca de la entrada de una garganta muy angosta. En la parte superior, excavadas por el tiempo y el viento, se adivinaban ciertos macizos afilados. El sol ya estaba alto.
Otros silbidos, muy agudos, retumbaron de una cumbre a otra. Poco después se oyó un galope: el caballero, completamente cubierto por una capa negra, nos miraba por los dos agujeros practicados a la altura de los ojos. Una voz ronca perforó la máscara.
—Él no. Debes ir solo. Ése era el pacto. Esperará aquí.
—Vendrá conmigo —respondió Jacobo con firmeza—. Ha de hablar con Daniel. Tiene algo que le interesa. Si Daniel no queda satisfecho, se quedará con él. Dejadnos pasar y guiadnos hasta allí.
Los ojos ocultos nos escrutaron en silencio. Hizo una seña a Jacobo, quien me dio una capucha negra y, al ver que se colocaba otra en la cabeza, lo imité. Oí cómo aquella horrible voz animaba a nuestros caballos. Comenzamos a movernos. No sé cuánto tiempo transcurrió. El hecho de cabalgar sin ver nada me indispuso. Tuve la sensación de que me ahogaba. Me di ánimo y, cuando estaba a punto de vomitar, oí un grito, un silbido, y nos detuvimos. Nos obligaron a descender del caballo y nos guiaron por un corto sendero. Intuí que entrábamos en una gruta. Poco después, noté cómo desaparecía la humedad. Nos conminaron a quitarnos la capucha.
Sólo la montaña podía poseer un aire y una luz tan puros. El contraste entre lo que nos rodeaba fue todavía más violento: un pequeño calvero bordeado por cimas más altas al cual sólo podía accederse a través de un pasaje estrechísimo. Casi enfrente, una abertura más grande. Sólo se veía el azul del cielo. Abajo, un precipicio… o una de las gargantas por las que habíamos andado un poco antes. En el calvero, en círculo, se habían instalado unas míseras chozas de madera. Cerca del paso mayor, un tanto alejadas de las otras, había dos cabañas.
Debía de haber llovido en los días anteriores, pues el terreno era un lodazal. Poco a poco, unas figuras encorvadas y terriblemente mutiladas por la enfermedad comenzaron a arrastrarse hacia nosotros. Horror y piedad: en mis ojos tenía que resultar evidente el fruto de esa lucha.
De entre el grupo de aquellos infelices se adelantó una criatura que debía de ser un hombre —aunque era harto difícil asignar a cualquiera de aquellos seres una edad o un sexo determinados—. Una voz ronca y decidida brotó de una llaga purulenta que alguna vez fue una boca.
—Es horrible ver la lepra tan de cerca, ¿verdad? En este momento tan sólo quieres huir y vomitar… ¿Me equivoco, gallardo héroe?
No había logrado recuperarme del escalofrío que me había asaltado. Mi mirada huía de aquellas manos deformes, sobre todo de los pobres rostros devastados por abultadas bubas que habían borrado por completo cualquier rasgo de humanidad. Encontré fuerzas para responder:
—No, señor. Desearía ayudaros.
Se elevó una risa mordaz. Un coro de muecas sarcásticas. La criatura que me había dirigido la palabra hizo una señal, obteniendo un silencio absoluto. Me miró fijamente con el único ojo que le quedaba. El otro había sido devorado por ampollas y tumores. Intenté recomponer su cara, pero me fue imposible. La frente y los cabellos eran un amasijo de costras e hilachas amarillentas; las orejas habían desaparecido y en lugar de la nariz quedaba un pequeño abismo rojizo y violáceo que se hundía directamente en la garganta. El cuello era un largo tronco de bubas negruzcas y la boca, una enorme llaga de pústulas, gránulos secos y costras impregnadas de un líquido purulento.
—¿Me has mirado bien? ¿Tu ánimo ya se ha visto colmado de horror y falsa piedad? Pues baja ahora y ayuda a tu amigo a descargar —tronó con rabia su voz gutural.
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