En medio del entusiasmo revolucionario, Manuel Azaña advierte el problema que se le plantea a la República: «Formar columnas de paisanos sin instrucción, sin armamento ni disciplina, exaltar su espíritu político, copiar en ellas la fisonomía y la jerarquía de los partidos y pretender que funcionen como ejército es enorme dislate (…) Dirigir una fuerza armada requiere enseñanzas previas (…) Si un ranchero impide que su batallón se subleve o el buzo de un acorazado logra que la oficialidad no se pase al enemigo, déseles un premio, pero no me hagan coronel al ranchero ni almirante al buzo. No sabrán serlo. Perderemos el batallón y el barco» (La Velada de Benicarló, 1937).
Azaña y alguna otra inteligencia privilegiada, como la de Prieto, lo vieron claro casi desde el principio: una guerra se gana con un ejército, y la República, que licenció el suyo, tuvo que transformar en un ejército, en plena guerra, las milicias indisciplinadas y cerriles de la primera hora. Sólo consiguió retrasar la derrota.
Los testimonios de los militares que permanecieron fieles al gobierno legítimo son concluyentes. El capitán Artis narra los inútiles esfuerzos de un teniente provisional llegado de la Escuela de Guerra de Barcelona por enseñar instrucción en orden cerrado a los milicianos:
«“No sé qué s’han pensat de nosaltres!”, comenta uno. “Acabaran fent-nos saludar els capitans!”. (¡No sé qué se figuran! ¡Acabarán obligándonos a saludar a los capitanes!)».
»El Reglamento Táctico de Infantería —continúa Artis— pasaba de unas manos a otras con fervor casi religioso; pero ninguno terminaría de leerlo antes del final de la guerra. Y lo mismo sucedía con los demás manuales: en los combates alrededor de Eyerbe, un oficial de Artillería se desgañitaba inútilmente dictando punterías con el ojo pegado al goniómetro; su sargento, un pastor aragonés, disparaba después de apuntar directamente por el tubo del cañón, sin hacerle el menor caso. Las improvisaciones eran no pocas veces de la mayor agudeza, como aquél que creyó que la táctica era el ataque de frente, y la estrategia, el ataque por la espalda… lo que no se aleja demasiado de la realidad. Pero —termina Artis— sentíamos que para ganar la guerra nos faltaba algo. No eran armas, ni soldados. Era nuestra impotencia para usar la brújula en una marcha nocturna, aunque todos llevábamos una en el bolsillo. Era el no saber para qué servían aquellos numeritos que se veían en los lados al mirar por el telémetro. Era, en resumen, que nos seguía pareciendo indescifrable el Reglamento de Infantería (…).» [32]
Franz Borkenau, escritor austríaco que asiste a los entusiasmos revolucionarios de la primera hora, escribe en su diario:
He cenado con un grupo de milicianos que hablaban sobre la instrucción militar y me he horrorizado al enterarme de que lo único que les enseñan antes de enviarlos al frente es el manejo de las armas; no reciben ningún entrenamiento para saber desenvolverse sobre el terreno. Enviar a los hombres en esas condiciones equivale a enviarlos a una carnicería [33] .
En el sur, la situación de los rebeldes es apurada. Queipo de Llano ha ocupado Sevilla, pero apenas dispone de fuerzas para conquistar los pueblos de la provincia en manos de comités revolucionarios.
En esta circunstancia crece la importancia de Franco. Las fuerzas de choque que pueden decidir la guerra están a su mando en Marruecos. Para llevarlas a la Península hay que cruzar el Estrecho, pero la escuadra, mayoritariamente en manos de la República, se ha concentrado allí para impedirlo. Franco envía sus tropas en un puente aéreo servido por los Ju-52 cedidos por Hitler y los Savoia facilitados por Mussolini. Este chorro de tropas, quinientos hombres diarios, con el equipo imprescindible, requiere mucho combustible. Las reservas se agotan rápidamente. Franco adquiere gasolina en la base aérea francesa de Tánger. Cuando también se agota esta fuente, los mecánicos resuelven el problema mezclando a ojo benzol con bencina en bidones que hacen rodar por las pistas para homogeneizar la mezcla. Con esa improvisación, el puente aéreo no se interrumpe. Incluso se incrementa el 5 de agosto, cuando, al elevarse la bruma matinal, un pequeño convoy formado por un mercante, dos motonaves y un remolcador, escoltados por el cañonero Dato, un guardacostas y un torpedero salen a la mar y toman la derrota de Algeciras. El convoy transporta dos mil quinientos soldados, una batería y pertrechos. La arriesgada operación se realiza al amparo de los acorazados alemanes Deutschland y Admiral Scheer, cuya amenazadora presencia ahuyenta a la flota gubernamental, mal operada por subalternos. Cinco trimotores italianos Savoia-81 sobrevuelan el convoy listos para intervenir.
Los nerviosos vigías otean el horizonte con sus prismáticos.
¿Acude la flota republicana?
Cuando están a cinco millas de Algeciras, el destructor republicano Alcalá Galiano intenta interceptar el convoy, sin gran entusiasmo, falto como está de medios antiaéreos con los que repeler a los bombarderos enemigos.
El «convoy de la victoria», como lo llamará la propaganda nacionalista, entra en Algeciras a los acordes de una banda de música.
Dos días después, la burlada flota republicana se toma el desquite. El acorazado Jaime I cañonea Algeciras con sus grandes piezas de 300 mm. Sin artilleros que dirijan adecuadamente el tiro, casi todos los obuses silban por encima de la ciudad y estallan en los montes. Sólo algunos aciertan en el caserío y provocan destrozos. El Consulado británico resulta destruido.
«Eso no le va a hacer ninguna gracia a Su Graciosa Majestad», piensa el escribiente Bernardo Afán en el ministerio al leer la noticia recibida en telegrama. Se lo muestra a su primo Anselmo.
—¡Qué se joda Su Graciosa Majestad! —opina el primo—. ¡Abajo la monarquía aquí o dónde esté!
Unos días después, el Jaime I escolta a la fuerza republicana que reconquista Ibiza. A Franco le desagrada que el enemigo avance, aunque sea poco. ¿Y si hundiéramos el molesto navío? A falta de aviones bombarderos, el capitán Henke (el entusiasta piloto del Ju-52 Max von Müller requisado que llevó la carta de Franco a Hitler, el mismo que desayunó con Franco al regreso de Berlín) se ofrece a intentarlo con un par de Ju-52 a los que acoplan un mecanismo de lanzamiento para bombas de doscientos kilos.
Los aviones sobrevuelan el puerto de Málaga, último fondeadero conocido del Jaime I, sin encontrarlo, pero poco después lo localizan en el mar. En la primera pasada, las bombas caen cien metros por delante del navío; en la segunda, una bomba le acierta en el puente; en la tercera, otra bomba en la popa. El acorazado no se hunde, pero sufre graves averías y tienen que remolcarlo a Cartagena.
—¡Nos han jodido el mejor barco que teníamos! —comenta el primo Anselmo en el ministerio—. ¡Los hijos de puta!
En tierra, el ardiente verano de 1936 se caracteriza por la guerra de las columnas. El corresponsal del Daily News se lo explica a sus lectores: «Es una disposición ofensiva típicamente colonial que los militares españoles han practicado en Marruecos: una fuerza mixta avanza con camiones y escasa artillería a lo largo de una carretera hacia un objetivo estratégico, y va suprimiendo, a sangre y fuego, los núcleos de resistencia que encuentra a su paso, con oportuna intervención de la aviación donde sea menester».
En el verano de 1936, tanto sublevados como leales forman columnas. Algunas son simples expediciones enviadas desde las capitales de provincia para ocupar los pueblos del entorno, armar a los individuos afectos y eliminar a los desafectos.
—¿Qué significa exactamente «eliminar» en español? —inquiere lady Pendelbury sosteniendo la taza de té en la mano, el meñique extendido, mientras con la otra lee la crónica de Peter Crosby en el Daily News.
En Penbroke hace un día soleado y la pareja desayuna en el jardín, un prado herboso que remata en el embarcadero del río Blent.
—Estos salvajes eliminan al contrario fusilándolo contra las tapias de los cementerios —responde distraídamente lord Pendelbury, segundo secretario del Foreign Office, mientras comprueba si sus rosas tienen pulgón—. Los eliminan como nosotros eliminamos los pulgones.
Mientras en Europa se ven los toros desde la barrera, en España las columnas más poderosas se dirigen a Madrid, el objetivo principal de los rebeldes.
Según el plan de los sublevados, las tropas de Andalucía deben marchar sobre Madrid. El camino más corto, utilizado por las sucesivas invasiones históricas, es el que discurre por Despeñaperros y La Mancha, pero el general Franco opta por el más largo, a través de Extremadura.
Las motivaciones de Franco son todavía hoy objeto de enconada discusión. ¿Pretende enlazar lo más rápidamente posible con las fuerzas de Mola, como dice, o es que prefiere aplazar la llegada a Madrid, que puede ser hueso duro de roer?
Al historiador militar Blanco Escolá (que no simpatiza nada con el Caudillo) le parece que Franco toma el camino más largo por cálculo político, porque no le interesa acabar la guerra rápidamente, porque lo que busca es «ganar prestigio y poder» que le permitan situarse a la cabeza del nuevo Estado.
Pudiera ser.
El domingo 2 de agosto, por la tarde, la mitad de la columna Madrid, legionarios y moros en coches y camiones, sale de Sevilla y enfila la carretera de Extremadura. Al día siguiente sale la otra mitad de la columna.
La tropa africana va ocupando los pueblos que encuentra a su paso («liberando», en la jerga de los nacionales). El primer objetivo es Mérida, donde contactarán con las fuerzas de Mola, al que llevan siete millones de cartuchos que necesita urgentemente. A Franco le sobran cartuchos, pues cuenta con la fábrica de munición de Sevilla.
El lunes 3, ya de noche, se produce el primer enfrentamiento en la venta del Culebrín, cerca de Santa Olalla. Los africanos desbaratan a la milicia y matan a catorce hombres.
La columna progresa, ocupando los pueblos sin encontrar apenas resistencia. Los milicianos locales, pocos, mal armados con escopetas de caza y ayunos de todo conocimiento táctico, ponen pies en polvorosa ante los moros, que llegan precedidos de la leyenda de su fiereza. La leyenda tiene bases ciertas, pero además se magnifica en el verbo florido de algunos oradores del bando leal. Por ejemplo, la Pasionaria alude a la «crueldad salvaje, borracha de sensualidad que se vierte en horrendas violaciones de nuestras muchachas, de nuestras mujeres en los pueblos que han sido hollados por la pezuña fascista, moros traídos de los aduares marroquíes, de lo más incivilizado de los poblados y peñascales rifeños» [34] .
En el pueblo de Monesterio, un refuerzo de milicianos procedentes de Badajoz se enfrenta a la columna y pierde treinta y cuatro hombres. Cerca de Llerena, el autoblindado que encabeza la columna destroza de un cañonazo al miliciano Ramón Franco Escudero, Boquineto, que se le enfrenta en solitario, con un par, armado solamente con una escopeta de pistón. Los defensores del pueblo resisten enconadamente en la iglesia. Los africanos cañonean y dinamitan el edificio.
Está claro que los milicianos no son enemigo para las tropas de choque de África, fogueadas en una guerra irregular, en campo abierto. Los milicianos ignoran los principios básicos de la lucha en campo abierto, desaprovechan los emplazamientos idóneos, tienden a concentrarse cerca de las carreteras (para huir en cuanto el asunto se ponga feo) y resultan, en suma, incapaces de defenderse del enemigo experto que llega de África. Por el contrario, los africanos saben infiltrarse, saben emplazar las ametralladoras desde los flancos, saben avanzar con arreglo a los cánones, cubriéndose con barreras de artillería. Son profesionales, en suma.
[32] Artis, Brigada Mixta 556. Citado por Martín Díaz, «Una defensa numantina», en Grandes Batallas de la Guerra de España, Historia y Vida, Extra 1, Barcelona, 1974, p. 124.
[33] Franz Borkenau, El reñidero español, Península, Barcelona, 2001, p. 110.
[34] Fernando Díaz-Plaja, La vida cotidiana en la España de la Guerra civil, Edaf, Madrid, 1994, pp. 362-363.
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