Capítulo 20 La pérdida de España

Publicado el 5 de marzo de 2022, 18:40

Cuando los bárbaros del norte conquistaron el Imperio romano de Occidente, otros bárbaros surgidos del desierto arábigo invadieron el de Oriente, es decir, Bizancio, y el imperio sasánida que ocupaba el solar de la antigua Persia. Los bárbaros orientales eran una confederación de tribus nómadas recientemente convertidas a una nueva religión, el islam.

En el breve espacio de un siglo, los musulmanes se extendieron por los territorios actualmente ocupados por Jordania, Siria, Israel, Iraq e Irán. Después, el impulso conquistador los llevó hacia el este, por Asia central, hasta cruzar el río Indo y alcanzar Pakistán, y hacia el oeste, por la ribera mediterránea de África. La plaza fuerte bizantina de Cartago y las ciudades costeras cayeron una tras otra. Sólo Ceuta se mantuvo en manos cristianas porque los invasores llegaron a un acuerdo con su gobernador.

Cuando los musulmanes alcanzaron las playas del Atlántico, aún les quedaba cuerda. Entonces, se replantearon la situación: al frente, tenían el ancho mar impenetrable; a la izquierda, el inhóspito desierto; a la derecha, cruzando el Estrecho, la invitadora costa europea, un verdor que atraía a los hombres del desierto.

¡Europa! La tierra que mana leche y miel, el paraíso que recorren cuatro ríos, se ofrecía al invasor como abierta de patas, ustedes disculpen la cruda metáfora. La monarquía visigoda padecía a la sazón una grave crisis económica y social. A la peste reciente, que había causado una gran mortandad, se unía una pertinaz sequía, con su cortejo de hambrunas y desórdenes.

En el año 711, los moros cruzaron el Estrecho e invadieron España. La conquistaron en sólo unos meses y se establecieron en ella durante ocho siglos.

El escéptico lector no ignora que, según la versión oficial, el reino godo se perdió por la cobarde venganza de un gobernador de Ceuta, despechado porque el rey le había desgraciado a una hija. En algunos lugares se dice que la sedujo; en otros, que la violó, que resulta más melodramático.

El conde se llamaba don Julián; su hija, Florinda (de apodo la Cava), y el rey, don Rodrigo. Un romance sugiere que el encalabrinamiento del monarca se produjo una tarde soleada, en un alto mirador de Toledo, cuando la inocente muchacha estaba sacándole aradores con un alfiler de oro. El arador es el ácaro que produce la sarna, padecimiento muy común en aquellos tiempos escasamente higiénicos. Esta versión es muy romántica.

El conde don Julián, cuando supo que le habían desgraciado a la niña, disimuló y preparó su venganza en secreto, aprovechando que Rodrigo estaba enemistado con medio reino. En 709, cuando murió Witiza, el penúltimo rey godo, antes de cumplir los treinta años, el clan que ostentaba el poder, al que llamaremos partido witiziano, intentó perpetuar su privilegio haciendo recaer la corona en Ágila, hijo de Witiza, que todavía era un niño. Entonces, una facción nobiliaria impuso a su propio candidato, el duque y general Rodrigo. El conde don Julián, conjurado con los witizianos, entró en tratos con sus vecinos moros. El plan era que los moros ayudarían a los witizianos a derrotar a Rodrigo y luego regresarían a Marruecos con el botín que hubieran ganado en la batalla. Nada de eso; los moros se alzaron con el santo y la limosna, y los cristianos tardaron nada menos que ocho siglos en expulsarlos.

Naturalmente casi todo esto es falso. Lo de la violación es pura literatura: un calco casi exacto de un relato escandinavo de las Eddas. Seguramente el partido witiziano se acogió a la leyenda después del desastre, para disculpar su cómplice participación en la ruina de España.

La conquista obedeció a un motivo prosaico, que constituye, sin embargo, el gran motor de la historia: la codicia de la ganancia. Los árabes esperaban encontrar a este lado del Estrecho un rico botín. Circulaba la leyenda de que en España se ocultaban grandes tesoros; entre ellos, la fabulosa Mesa de Salomón, que los visigodos habían arrebatado a los romanos. Además, los viajeros alababan las fértiles tierras, las huertas regadas por caudalosos ríos, los frescos jardines y los espesos bosques; un paraíso para el que procedía del árido desierto. Y aquel país de Jauja se hallaba casi indefenso: el Estado godo, sumido en una profunda crisis económica, debilitado por recientes hambrunas y epidemias, y por las luchas intestinas de clanes político-familiares, la nobleza y el clero divididos, el pueblo descontento, abrumado por la presión fiscal... La fruta estaba en su punto para que alguien la recogiera.

En 710, Musa ben Nusayr, emir de África del norte, solicitó permiso al califa de Damasco para conquistar el reino godo. En su carta le elogiaba la belleza de al-Andalus, sus méritos, sus riquezas, la variedad de sus regiones, la abundancia de sus cosechas y la dulzura de sus aguas. Quizá contaba de antemano con el apoyo de los witizianos, capaces de cavarse su propia tumba con tal de destronar a Rodrigo.

En abril de 711, Rodrigo estaba guerreando contra los irreductibles vascos en el otro extremo de España. Fue el momento que aprovecharon los moros para invadir el reino. Tariq, gobernador de Tánger, desembarcó en Gibraltar con un ejército de nueve mil bereberes (y dio su nombre al lugar: Gibraltar es Gebel Tariq, «la roca de Tariq»). El caso es que el historiador Vallvé sostiene que los árabes no desembarcaron en el Estrecho, sino cerca de Cartagena. Todo podría ser.

Tampoco está claro dónde se riñó la famosa batalla llamada del Guadalete o de la Janda, en la que naufragó el reino godo. ¿Qué más da? El caso es que la batalla fue larga y peleada, como escribe un cronista, se podía pensar que era el fin del mundo: «Los huesos de los muertos permanecieron allí largo tiempo.» El ejército de Rodrigo resultó aniquilado, y con Rodrigo pereció la flor y nata de la aristocracia goda, los que llevaban anillos de oro en los dedos, que los distinguían de las categorías inferiores, que sólo los llevaban de plata o cobre.

Otra leyenda asegura que Abdelazis, el virrey del califa en España, se casó con Egilona, la viuda todavía suculenta del rey Rodrigo. «A rey muerto, rey puesto», pensaría la práctica viuda, o quizá la obligaron, vaya usted a saber.

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