El cura bueno, entre la realidad y la ficción [163]

Publicado el 1 de marzo de 2022, 20:49

PERO NO TODOS los sacerdotes apoyaron el golpe militar ni se sumaron a la masacre. Algunos demostraron con su ejemplo que no solo hubo una opción, la del terror, sino que cada uno hizo lo que su conciencia le dictó. La historiografía franquista tuvo buen cuidado en ocultar estos casos que dejaban en evidencia la verdadera naturaleza de aquellos hechos, ya que no todos pensaron que aquello fuera una cruzada contra el comunismo que amenazaba con destruir la patria. Pensemos en casos conocidos y llenos de interés como los de José María Gallegos Rocaful (Cádiz, 1895-México, 1963), Leocadio Lobo (Batres, Madrid, 1887-Nueva York, 1959), Enrique Vázquez Camarasa (Almendralejo, 1880-Burdeos, 1946) o Basilio Álvarez Rodríguez (Orense, 1877-Florida, 1943) [164] .

Estamos ante sacerdotes demócratas que prefirieron el duro exilio a adaptarse a las circunstancias y esperar que llegaran tiempos mejores. Son sus propias obras las que nos hablan de ellos y nos explican su destino.

Incluso alguno hubo que murió luchando en el ejército republicano contra los fascistas, caso de Manuel Ramón Mendoza Hidalgo, cura de La Mamola (Granada), que caería como soldado en la sierra de Lújar el 25 de abril de 1937 [165] . Ángel del Río nos proporciona otro caso singular, el del sacerdote de origen almeriense Antonio Pérez Andrés. La fuente es Eduardo Escot Bocanegra, joven anarcosindicalista de Olvera (Cádiz), al que la guerra llevó primero al exilio y luego a Mauthausen. Según Escot, Pérez Andrés, una vez producido el golpe militar, ocultó su condición sacerdotal y se hizo pasar por maestro. Combatió en el ejército republicano en los frentes de Madrid y Aragón a las órdenes de Escot. Tras ser herido en la batalla de Teruel se pasó al lado franquista y acabó de capellán en los frentes de Andalucía. Después de la guerra escribió a los padres de Eduardo Escot para decirles que, si diera con él, haría lo posible para que regresara. Más tarde, a finales de los años cincuenta, cuando aquel deseaba visitar su pueblo y a su familia que no veía desde 1936, y para evitar contratiempos con las autoridades franquistas, firmó un certificado en su favor donde afirmaba que lo recordaba con afecto y que le pareció siempre «un muchacho educado y correcto» [166] . Ya en España, Escot no solo vio a Pérez Andrés sino que dio alguna charla en los ámbitos sociales donde se movía el cura. Este, por su parte, llegó a ser deán de la catedral de Granada, vicario general de la diócesis y rector del seminario. Murió en los años noventa y, como suele ocurrir con los canónigos, está enterrado en la cripta de la catedral.

Sin embargo, ha sido la investigación local la que, una vez más, ha penetrado en estos reductos a través de los testimonios orales, dándonos los nombres de muchos curas que, según la memoria de la gente, se atrevieron a decir no a pesar del riesgo que corrían o simplemente no se sumaron a la matanza. Sin embargo, en este nivel, que es el que aquí nos interesa, es mucho más difícil penetrar, ya que nuestra única guía es la memoria transmitida y no depurada que viene de la dictadura. Y es aquí donde, mezclándose la realidad y la leyenda, surge uno de los grandes mitos en torno a la represión franquista: el de que cierto personaje influyente impidió o aminoró la matanza. Naturalmente esta leyenda circula mucho mejor en zonas donde la represión no afectó a todas las localidades. Cosa lógica si pensamos lo absurdo que sería que en pueblos donde se acabó con la vida de decenas de personas se dijera que gracias al cura o a tal o a cual no acabó más gente en la fosa común. Por eso este mito está muy presente en regiones como Castilla o La Rioja y carece de peso alguno en zonas donde es casi imposible encontrar lugares donde no se acabara con la vida de algún izquierdista o con personas asociadas a la experiencia republicana. Lo que no quiere decir que no existan. En Sevilla, por ejemplo, hay casos. Hay que tener en cuenta el efecto que en los vencedores y especialmente en el numeroso personal relacionado con la represión tuvieron dos hechos ocurridos en junio de 1944: la llegada del ejército norteamericano a Roma y el desembarco de Normandía. Para muchos, esto abría la posibilidad de la caída de Franco y, la peor pesadilla, de acabar en una horca. Urgía pues una buena acción que mostrar.

No deja de llamar la atención la similitud con que el mito se repite en
todas partes. Básicamente la secuencia vendría a ser esta: los falangistas pretenden llevarse a algunos vecinos pero el cura valiente se planta ante ellos y les dice, como luego se verá, según los casos: «Aquí no se mata a nadie, así que ya podéis marchar por donde habéis venido», «Aquí no hay nadie malo», «Al primero que tenéis que llevaros es a mí, que soy el peor» o «Si hay algún comunista aquí, ese soy yo». Entonces los falangistas tienen que irse sin la presa y con el rabo entre las patas y el cura, victorioso, contará para siempre con el favor de sus renacidos y agradecidos feligreses, que nunca olvidarán la hazaña. En cierta forma, y en clave general, este mito cuenta entre sus principales beneficiarios con el mismísimo Franco en dos versiones: una muy extendida según la cual cuando supo lo que estaba ocurriendo cortó en seco la represión acotándola a su justa medida, y otra más particular, muy arraigada y que aún hoy circula, que mantiene que el Caudillo firmó numerosos indultos que desgraciadamente llegaron a su destino cuando solo hacía horas, incluso minutos, que el preso había sido ejecutado. La primera afectaría a la etapa de la violencia salvaje de los bandos de guerra y la segunda a la de los consejos de guerra sumarísimos. O sea que Franco no sabía y cuando supo tomó medidas; y además Franco, aunque rodeado de gente no mala pero sí muy rigurosa, era bueno y por eso, en cuanto pudo, exigió revisar cada condena a muerte para así asegurarse de que la justicia militar fuera realmente justa, pero la mecánica burocrática judicial militar lo impidió en muchas ocasiones. Franco era pues, como decía el escolapio Liborio Portolés, el capitán y el padre amante que se desvive por sus hijos y suaviza, cuando puede y debe, el castigo que merecen.

Pues bien, en cada pueblo hubo un Franco. Y cuando no había forma de  meter a ningún benefactor por la dimensión de la matanza, siempre aparece algún propietario bueno que salva a un obrero que ya ha sido seleccionado y va camino del matadero. Incluso falangistas aparecen en estas historias, como en el caso de Hinojos
(Huelva), uno de los tres pueblos de la provincia donde no hubo represión franquista. En estos casos en que no se asesinó a ningún izquierdista el problema radicaba en quién se apropiaba del mérito, si el cura, el alcalde o algún derechista. Esto no significa que no hubiera casos en los que realmente los curas o algunos derechistas influyentes actuaran en defensa de sus vecinos o a favor de alguno de ellos. Lo que ocurre es que debieron ser muy escasos, ya que lo que habitualmente hicieron tanto unos como otros fue exactamente lo contrario, es decir, sumarse a las tareas de limpieza y desinfección de inmediato. Solo desde esta posición se entiende que quien pudiera condenar también pudiera salvar. Lo que ocurre es que la creación de los mitos y leyendas que debían liberar a esta gente de sus responsabilidades en la represión dio comienzo cuando aún esta no había concluido. Para eso sirvieron historias tan recurrentes como que los rojos tenían ya preparadas listas con los derechistas que debían ser sacrificados e incluso abierta la fosa donde los iban a meter, que todo fue cosa de falangistas o de unos forasteros, que detrás de estas muertes lo que hubo fue líos antiguos o venganzas personales y no cuestiones políticas, que los que mandaban en el pueblo no pudieron hacer nada… Todo esto ha calado profundamente, de modo que hasta los descendientes de los vencidos creen en ellas e incluso piensan que este o aquel eran demasiado radicales o que algo habrían hecho cuando acabaron así.

Por todo esto, lo que se va a contar a continuación refleja la memoria oral que sustenta tanto la realidad como la leyenda. Obsérvese que hay casos muy conocidos, como el de César Lozano en Mérida, que han caído o han sufrido una severa matización simplemente con la consulta de documentos antes vedados.

Veamos pues algunos.

Según nos ha contado Fernando Romero en sus trabajos sobre Cádiz, el cura de Villamartín (Cádiz), Eduardo Espinosa González-Pérez, se desmarcó de los represores cuando vio cómo eran asesinados varios socialistas amigos suyos de la época de la Federación Católica Agraria. También protegió a un  concejal socialista del vecino pueblo de Puerto Serrano que había sobrevivido a su fusilamiento. En otro pueblo de la Sierra gaditana, El Gastor, el párroco Cristóbal Garrido Barrera intentó sin éxito librar de la muerte a su hermano Fernando, líder de la reforma agraria en Espera, pero no lo consiguió. Garrido, además, fue uno de los curas —también participaron Antonio Tineo Lara y Francisco Carrión Mejías, el confesor de Blas Infante— que dieron protección en Sevilla, en sus propios domicilios, al diputado de Unión Republicana Gabriel González Taltabull, que sería finalmente detenido y asesinado en 1938. Este papel moderador también lo menciona Ángel Iglesias en el caso de los párrocos de algunos pueblos salmantinos como Villarrubias, El Payo y La Encina, en ninguno de los cuales se produjeron asesinatos.

Sin embargo, según la declaración del propio Carrión Mejías, párroco de San Andrés, cuando González Taltabull le pidió que le proporcionara refugio, él  le dijo que en su casa no podía pero recurrió a los curas de la parroquia de Omnium Sanctorum Antonio Tineo y Cristóbal Garrido, que sí le ayudaron. Lo que ya no es tan conocido es que al mismo tiempo comunicó el hecho «a la Autoridad», desde la que se le dijo que no hiciera nada hasta recibir órdenes, o sea que gracias a Carrión Mejías, que cuenta con calle en Sevilla y que mantuvo que Gabriel González Taltabull estaba de acuerdo en que él negociara la entrega, la policía supo que aquel estaba escondido en Sevilla [167] .

En el caso de Segovia, Santiago Vega ha detallado las localidades en las que los vecinos de izquierdas fueron protegidos por los curas, que dijeron responder por ellos: Mudrián, Brieva, Torre Val, Escalona, La Cuesta, Riofrío de Riaza, Boceguillas y Zamarramala. Al párroco de Valleruela de Pedraza, contrario igualmente a la represión fascista, los falangistas le destrozaron el huerto. Sin embargo, el de Riaza, cuando tuvo que informar sobre el médico Pedro Gaona en septiembre de 1937 escribió: «… yo creo que el pueblo recibirá mal que se le otorgue la libertad tanto absoluta como condicionada». Luis
Castro menciona algunas localidades de Burgos, donde lo que primó fue lo contrario. De los pueblos de la Ribera del Duero pocos se libraron de la cuota de sangre. Dos de ellos fueron Villafranca de Montes de Oca y Tubilla del Lago, que contaron con párrocos que protegieron al vecindario.

De Zamora tenemos noticia del caso de Quintanilla, cuyo párroco don Basilio, fiel al mito y según nos cuenta José Álvarez Junco, criado en el vecino Villalpando, se plantó ante los falangistas que venía en busca de algunos vecinos y les espetó: «Aquí el más rojo soy yo; ¡fuera de este pueblo!». El mismo Álvarez Junco reconoce que este caso de Quintanilla constituyó una excepción en Zamora [168] . Un acercamiento más real a la ocurrido en  Zamora, centrado en la comarca de Toro, lo tenemos en la obra ya mencionada de Cándido Ruiz La espiga cortada y el trigo limpio. Aquí se relacionan pueblos donde funciona el mito del cura bueno, caso de Valdefinjas, Pinilla de Toro, Villalonso o San Miguel de la Ribera, y otros donde la memoria popular sitúa al cura en el corazón mismo del terror, integrando los comités que decidían cada día quién debía morir, como ocurrió en Villavendimio y Morales de Toro. Ruiz nos da matices interesantes. En Valdefinjas, por ejemplo, aparece el cura diciendo a los asesinos el consabido «El primer comunista que hay en el pueblo soy yo» o «Al primero que tienen que matar es a mí», pero la realidad es que los que iban a morir, obligados a elegir entre paredón y frente, optaron por partir como «voluntarios» a primera línea. Esto parece que fue un hecho frecuente. En los casos de Villalonso y San Miguel el milagro es obra del cura y otro derechista. Solo el caso de Pinilla parece que tiene base real: la camioneta que debía llevarse a varios vecinos estuvo en el pueblo y se fue de vacío. Otros pueblos con curas buenos serían Matilla de la Seca, Villardondiego, El Pego, Villalazán y Venialbo.

No obstante, hay que decir que ninguno de estos casos contempla el papel de los comandantes militares, atribuyendo a Falange un poder muy por encima del que realmente tenía. De hecho, la ignorancia de la mecánica represiva constituyó la primera condición para que estas leyendas pasasen a formar parte de la memoria de la represión. En realidad, los únicos casos buenos que pudieron darse solo pudieron provenir de los propios comandantes militares o de los informes proporcionados a estos por el «personal de orden», cura inclusive.

En su trabajo sobre Jaca, Esteban C. Gómez deja constancia también de los curas bien recordados: mosén Tomás Buesa Grafiella, párroco de Villanúa; al de Banaguas, Feliciano Álvarez, que salvó ocho vidas, y a otros sacerdotes heroicos como mosén Andrés, de Ena; Ramón García, de Bailo, o Martín Lanceta, de Bescós. Jerónimo J. de la Torre menciona dos casos: el párroco de Castrillo del Duero (Valladolid), que intervino para que no se matara a nadie, y el de Cuevas de Provanco (Segovia), que intercedió varias veces para salvar la vida a una persona. Por su parte, Cabañas González destaca la «excepcionalidad» de algunos párrocos bañezanos como el de Castrocalbón, Constantino Román Carracedo; el de Villamañán, Guillermo Marcos López, multado y desterrado; el de Ribas de la Valduerna, Guillermo Turrado, que estuvo a punto de ser asesinado en La Bañeza junto con cuatro jornaleros en agosto del 36; el cura Lucas Castrillo, crítico con la represión y que fue sustituido por otro más acorde con la «Nueva España» (Ángel Riesco Carbajo: «camino hoy de los altares», dice Cabañas), y el sacerdote (cura secular) y profesor de Literatura en el Instituto de Astorga Bernardo Blanco Gaztambide, asesinado a fines de octubre de 1936 en Villandangos. Blanco, suspendido unos días después de empleo y sueldo, fue acusado de no tener licencia de sacerdote y de ser «azañista rabioso y lector de periódicos extremistas». En julio de 1937 causó baja definitiva en el escalafón [169] . Su final fue descrito en la novela Todas las noches amanece (1979) por su sobrino el escritor Ramón Carnicer, quien contó cómo primero fue obligado a tomar ricino y, ya una vez abandonado por el obispo Senso Lázaro, que le prohibió decir misa, fue conducido a San Marcos y de allí a la muerte [170] .

Otras personas que, según Cabañas, procuraron mantener los preceptos evangélicos fueron el clérigo y político Luis López Doriga, deán de la catedral de Granada y militante de Izquierda Republicana, excomulgado y suspendido y que acabó sus días en México; Pedro Martínez Juárez, diputado por la CEDA, marginado por los sublevados por su intento de mediar a favor del gobernador civil Emilio Francés y del pastor evangélico Eduardo Turrall; y el que fue obispo de León, José Álvarez Miranda, quien al tiempo que apoyaba el golpe militar solicitaba al mando militar que salvaran la vida de las autoridades republicanas leonesas. No solo no consiguió nada sino que fue amonestado, multado y arrinconado en el Palacio Episcopal, donde moriría poco después. Cabañas cita a otro obispo, el de Calahorra, Fidel García Martínez, muy crítico con el nazismo y contra el que el franquismo realizó una campaña de desprestigio iniciada en 1943, con motivo de la publicación de una pastoral que fue considerada un alegato antinazi, y que concluyó diez años después con un repugnante montaje que lo hizo pasar por proxeneta, lo que motivó su cese como obispo y la reclusión en un monasterio [171] . Finalmente, también cabría recordar a los leoneses Victorio Campos, Antonio González de Lama y Luis López Santos, quienes según Victoriano Crémer «no se entregaron atados de conciencia a los desmanes santificados de los cazadores de cabezas, y gracias a sus intervenciones se salvaron algunas gentes  acosadas» [172].

En el mismo sentido habría que citar a varios sacerdotes gallegos que con sus informes intentaron suavizar la dureza de los consejos de guerra. José Ramón Rodríguez Lago menciona entre otros a Juan Blanco Albuide (Doñides, Ferrol), Serafín Álvarez (San Simón), Manuel Fernández Cambeiro (Santa Uxía de Ribeira) y Fernando Quiroga Palacios (Santa Eufemia, Orense). Labor especialmente meritoria si tenemos en cuenta que varios obispos gallegos, con Muniz de Pablos a la cabeza, fueron muy duros con los tibios y caritativos [173] .

[163] Los planteamientos de este apartado deben mucho a Cándido Ruiz González y al tratamiento de la represión que hace en su obra La espiga cortada y el trigo limpio. La comarca de Toro en la II República y el primer franquismo (1931-1945), El Autor, Oñate, Guipúzcoa, 2011.

[164] Hilari Raguer cita también el caso del canónigo Carles Cardó, quien en el 36 pudo salir de Cataluña gracias a la ayuda de la Generalitat pero ya no pudo volver, pues en su exilio suizo escribió una obra en la que «acusaba a las derechas católicas españolas de ser responsables de la guerra civil, sobre todo por su desobediencia a la doctrina de la Iglesia y a las consignas concretas de la Santa Sede de acatar el régimen republicano» (véase Raguer, H., «Nadando…», pp. 121-122).

[165] García Márquez, J. M., Trabajadores andaluces muertos y desaparecidos del ejército republicano (1936-1939), Fudepa, Córdoba, 2009, p. 22.

[166] En noviembre de 1939, y en relación sin duda con el caso de Pérez Andrés, circuló un informe entre Berja (Almería) y Olvera en el que, entre otros datos sobre la trayectoria de Eduardo Escot, se leía: «Frente a estos hechos figura el haber tenido conocimiento de que en puestos de confianza del ejército rojo existían infiltradas personas de derechas, con las cuales tenía relaciones de amistad, no denunciándolas ni ocasionándoles molestia alguna» (Documentación proporcionada por Ángel del Río).

[167] Causa 5002/1938 contra Luis Ruiz Olmo, funcionario municipal en cuya casa se produjo la detención del político republicano.

[168] Álvarez Junco, J., «Discurso de la reconciliación», El País, 19/07/2009.

[169] Álvarez Oblanca, W., La represión de postguerra en León. Depuración de la enseñanza 1936-1943, Santiago García Editor, Madrid, 1986, p. 86.

[170] Véase «Hábitos de tragedia», artículo de Ernesto Escapa en el Diario de León de 16/07/2011.

[171] La figura del obispo de Calahorra ha sido objeto de una tesis doctoral reciente realizada por María Antonia San Felipe Adán en la Universidad de La Rioja.

[172] Citado por Cabañas González, La Bañeza…, p. 127.

[173] Rodríguez Lago, J. R., Cruzados…, pp. 150-151.

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