El cura bueno, entre la realidad y la ficción

Publicado el 5 de marzo de 2022, 20:55

El trabajo pionero del colectivo AFAN (Asociación de Familiares de Asesinados Navarros) recogió los nombres de las localidades en las que el cura, aunque no siempre con éxito, intentó proteger a los vecinos: San Martín de Unx, Ustarroz, Arguedas y Milagro. Según Emilio Majuelo, que participó en la investigación, fueron muy pocas. En cuanto al tan traído discurso pacificador del obispo salesiano Marcelino Olaechea, conviene recordar que lo hizo a mediados de noviembre del 36, cuando el fascismo ya había casi dado por terminada la primera gran purga.

… ¡Perdón! ¡Perdón! ¡Sacrosanta ley del perdón! ¡No más sangre, no más sangre! No más sangre que la que el señor quiere que se vierta, intercesora, en los campos de batalla… No más sangre que la decretada por los Tribunales de Justicia, serena, largamente pensada, escrupulosamente discutida, clara, sin dudas, que jamás será amarga fuente de remordimientos. Y… no otra sangre. … Que mueran los odios. Ni una gota de sangre de castigo… Ni una gota de sangre de venganza [174] .

El recurso a los «Tribunales de Justicia» era frecuente pero olvidaba siempre que esos tribunales eran ilegítimos, que aplicaban el código de justicia militar anterior a la República y estaban dirigidos por golpistas. Lo de presentar la «justicia militar» como alternativa al paredón no es más que otra falacia. Esto se comprueba viendo los sumarísimos llevados a cabo por la Fiscalía del Ejército de Ocupación a partir de la ocupación de Málaga. Esta falacia protectora se extiende igualmente a Franco, del que siempre se ha destacado su sentido de la «justicia» y su firme apuesta porque fuera esta la única encargada de llevar a cabo la represión.

El mismo Olaechea, quizás el primero que llamó cruzada al golpe militar (también compiten los obispos de Zaragoza y Santiago), reconoció al dirigente del PNV Manuel Aranzadi que fue el miedo a los militares el que le llevó a posponer su llamamiento a no derramar más sangre. Comentario aparte merecería su visión de la justicia militar, que más parece la de un capellán castrense. Más destacable es el caso ya mencionado de Marino Ayerra Redín, párroco de Alsasua, volcado en la defensa de los más débiles hasta que se vio obligado a exiliarse [175] . Curiosamente también es de mediados de noviembre de 1936 otra llamada a la calma, la de Antonio García García, obispo de Tuy, uno de los mayores fusiladeros de Galicia:

No nos dejemos llevar en las presentes circunstancias de la pasión de la ira o de sentimientos de venganza particular que no armonizan con nuestra condición de cristiano… No atraigamos sobre nosotros la indignación de Dios disponiendo de la vida humana cual si fuéramos dueños de ella, ¡Cuán lamentable es que hasta en los periódicos serios que hacen alarde de su religiosidad se deslicen errores tan graves y perniciosos…! [176]

Jesús Vicente Aguirre nos proporciona también en su laboriosa obra citada Aquí nunca pasó nada información sobre algunos curas buenos de La Rioja: Manuel Sáenz Oliván (Aguilar del Río Alhama), Hipólito Ruiz (Alberite), Teodoro Caño (Fonzaleche), Francisco González Metola (Huércanos), Felicísimo Ruiz (Ojacastro), Florentino Hurtado (Ribafrecha), Cipriano Garrido (Logroño) y el del padre Bombín, al que se aludirá después. En la línea ya mencionada destaca el caso de Sáenz Oliván, quien se opuso firmemente a cualquier acto de violencia sobre los vecinos y declaró a los que buscaban la cuota de sangre que en caso de que alguno tuviera que morir el primero sería él. También el de Teodoro Caño, quien, una vez más, dijo a los que se presentaron en el pueblo con una lista de veintidós personas: «Aquí el peor soy yo, así que llevarme a mí el primero». Hipólito Ruiz acompañaba en el camión a los que eran detenidos para asegurarse de que no les pasaba nada. El caso de Florentino Hurtado fue también notable: se puso delante de la camioneta donde iban los detenidos e impidió su salida, lo que le trajo serios problemas con los fascistas locales (ya en democracia se dio su nombre a una plaza).

En Zaragoza también tenemos constancia por las memorias del médico Pablo Uriel, que estuvo allí preso, de la historia del padre Gómez, un sacerdote que en 1936 intentó mediar por Leonardo Navarro, un joven de Izquierda Republicana recluido en la prisión militar de San Gregorio. Primero habló con los militares sin resultado alguno y luego se dirigió a su arzobispo, Rigoberto Doménech, quien un tanto molesto le dijo que «si el rigor de la represión era excesivo, esa era una cuestión en la que ellos no podían intervenir» y que «de ningún modo debía el sacerdote discutir con esas autoridades la legitimidad de su conducta en la represión». Navarro fue finalmente asesinado y el padre Gómez fue detenido después de varios sermones que fueron considerados poco acordes con el Nuevo Orden [177].

Por Luisa Marco Sola conocemos la triste historia del sacerdote oscense Cándido Nogueras Mateo, cura de Broto, a quien no solo le fue respetada la vida por las milicias revolucionarias sino que colaboró, vestido de miliciano, con el comité local en funciones de escribiente. Su hermano Julio, maestro y miembro de la Federación de Trabajadores de la Enseñanza (FETE), fue asesinado en Huesca a comienzos de agosto de 1936. En su huida al ser ocupada esa zona por los golpistas, Nogueras acabó en Zaragoza, donde fue detenido en abril de 1938. Pendiente del juicio, estuvo retenido en Torrero, donde todos los sábados se confesaba con fray Gumersindo de Estella, que lo apreciaba. Finalmente fue condenado a seis años por el delito de auxilio a la rebelión, lo que le llevó a cárceles especiales para religiosos como la de San Isidro de Dueñas, en Venta de Baños (Palencia), o a la de Carmona, en Sevilla. Salió de allí en julio de 1940
con destino obligado a Zaragoza. Sin embargo, el peso de los más de dos años pasados en prisión le causó un deterioro extremo que lo condujo primero a la locura y finalmente a la muerte en la soledad más completa [178] .

Finalmente, Aguirre menciona un caso muy interesante, el del presbítero Juan García Morales (su verdadero nombre era Hugo Moreno López), que escribía en la revista riojana de Izquierda Republicana y que publicó libros como ¡Hipócritas! ¡Farsantes! ¡Fariseos! (Visión de la España derechista), El Cristo Rojo y Tres años de lucha (a favor de los humildes), publicados por la editorial madrileña Castro en 1933, 1935 y 1936, respectivamente. De él es la frase: «No queremos quemas de conventos ni de iglesias pero protestamos enérgicamente de que las sacristías se hayan convertido en guaridas de conspiradores» [179] . Se ignora qué fue de él tras la sublevación. En La Rioja, según nos dice Jesús Vicente Aguirre, hubo ochenta y tres pueblos donde no hubo represión, en parte gracias a la intervención del clero, y noventa y nueve donde se produjeron asesinatos [180] .

[174] Véase Aguirre, J. V., Aquí nunca…, p. 935.

[175] De Navarra también es interesante, aunque dé una visión quizás un tanto idealizada del clero navarro, el trabajo del sacerdote Jesús Equiza, Los sacerdotes navarros ante la represión de 1936-1937 y ante la rehabilitación de los fusilados, Nueva Utopía, Madrid, 2010.

[176] Rodríguez Lago, J. R., Cruzados…, p. 142. La pastoral «Ven, Señor, tráenos la Paz» es de 11/11/1936.

[177] Uriel, P., Mi guerra civil, El Autor, Valencia, pp. 87-112.

[178] Marco Sola, L., Sangre de Cruzada, Diputación de Huesca, 2009, pp. 155 y ss.

[179] Aguirre, J. V., Aquí nunca…, p. 933. En la Sevilla de Queipo circularon clandestinamente escritos y discursos de Juan Negrín, José Díaz, Manuel Azaña y… Juan García Morales.

[180] Datos del prólogo de Paul Preston al apéndice de Aquí nunca pasó nada, 2, Editorial Ochoa, 2003, p. 4.

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