Capítulo XII 355-377

Publicado el 6 de marzo de 2022, 12:44

Las paradas eran numerosas: para charlar con los otros caminantes, para saludar a una mujer que lavaba sus platos de estaño en una charca del Jordán, para aceptar la hospitalidad de los pescadores y de los campesinos. A lo largo del camino y en las paradas nocturnas, además, el grupo se enfrascaba en largas discusiones apasionadas que entonces, debido a la juventud de casi todos sus integrantes, terminaban en encendidas trifulcas, pero casi siempre, por igual razón, en grandes carcajadas. En los primeros casos, Jesús estaba llamado a dirimir la cuestión, en los segundos se reía con los demás, y el sonido de aquella alegría, el eco de aquellas discusiones que terminaba por implicar a los ocasionales espectadores, hacían que a menudo el grupo engrosara sus filas tras breve estancia en una localidad.

Ahora ya eran una treintena los discípulos de Jesús el Nazareo, y quién sabe quiénes y dónde le habían también regalado una mula. Él la cabalgaba orgullosamente, pero a menudo y de buen grado la cedía si un comentario burlón salía del grupo para tratarle de haragán. Y así, lentamente, proseguía el viaje hacia Galilea en el verde paisaje del valle del Jordán, interrumpido ya por sencillas casas de piedra, ya por los fastuosos monumentos helenizantes con los que Herodes el Grande y sus hijos habían mostrado su distancia del pueblo de Israel.

Llegaron a la vista de la colina de Sartaba, en cuya cima el rey Alejandro
había construido un templo que Herodes había luego transformado en una prisión para encerrar en ella y ejecutar a su mujer Mariamne: la mujer por la que había cometido locuras y sacrilegios, llegando a nombrar al padre de ella sumo sacerdote para darle alguna apariencia de nobleza. Aquel triste edificio y aquella triste historia llevaron el pensamiento de Jesús a otra fortaleza y a otro prisionero, y dado que Herodes Antipas, sin haber heredado de su padre la terrible grandeza que todos le reconocían, era desconfiado y cruel como él, había pocas dudas de que la historia de Juan el Bautista, como la de Mariamne, no acabaría con la prisión.

Andrés trataba de consolarlo, pero sabía que los temores de Jesús eran fundados. Y además, ¿qué razón tendría aquella estirpe solo medio judía para ser generosa con quien le lanzaba acusaciones que la deslegitimaban aún más a los ojos de la población?

—Queda todavía una esperanza —decía Andrés—, es decir, que Juan encuentre el camino del corazón de Antipas.

Desconsolado, Jesús meneaba la cabeza:

—Ese camino, Andrés, está ocupado enteramente por Herodíades.

—Quizá —insistía el otro— el temor a que la muerte del Bautista desencadene una revuelta…

Pero tampoco esta esperanza parecía verosímil para Jesús.

—No, Andrés: por más peligroso que sea de muerto, Juan lo es aún más de vivo. Solo doblegándose, y comprometiéndose a no atacar más a Antipas, salvaría su vida, pero conozco bien a mi primo: no se doblegará jamás.

En aquel punto no le quedaba a Andrés sino callar, porque sabía que en una situación análoga ni siquiera Jesús, aunque pareciera más maleable que Juan, renegaría nunca.

Prosiguieron el camino. Ante el asombro general, un día Jesús dirigió resueltamente su montura hacia el valle que se adentraba a la izquierda del Jordán, en el llano ondulado de Samaria.

—¿Qué vamos a hacer en esa tierra de paganos? —le preguntaban algunos discípulos, en tanto que otros, indignados, decían:

—¡No tendrás intención de ir a
Sebaste, una ciudad que lleva el nombre del emperador romano y donde hayincluso un templo dedicado a él!

Pero Jesús replicó con firmeza:

—En su templo del Monte Garizín, antes de convertirse a los falsos dioses de los griegos, los samaritanos adoraban a Yahvé precisamente como hacemos nosotros en el templo de Jerusalén. Y casi todos ellos leen aún, como nosotros, el Pentateuco. Y también ellos esperan, igual que nosotros los judíos, a un Mesías.

—¡Pero su liturgia no es como la nuestra —respondieron aquellos—, celebran la Pascua de manera muy distinta!

—Tenéis razón… —dijo entonces Jesús después de haber fingido una profunda reflexión—, lo que cuenta son los detalles. Y además, en su dialecto hay algunas palabras distintas de las nuestras, y a menudo tienen el pelo rubio y los ojos celestes mientras que nosotros somos morenos de cabello y tenemos los ojos oscuros. Es cierto: ¡debemos ser enemigos suyos y negarles el derecho a entrar en el reino de los Cielos!

Heridos por la ironía, aquellos jóvenes habituados a las mil rivalidades de su tierra y de su historia experimentaron de improviso una sensación de vergüenza que les indujo a reflexionar, y luego los llevó a imitar la facilidad con la que Jesús atravesaba el país, se paraba a hablar con los habitantes, les invitaba a escuchar sus opiniones y se ofrecía, cuando sabía de la presencia de algún enfermo, a curarle con la imposición de manos o con las hierbas que llevaba en la alforja.

Sorprendidos por aquella actitud, tan fuertemente en contraste con el tradicional despego que los judíos mantenían respecto a ellos, muchos samaritanos se detenían a escuchar, ofrecían agua y comida a aquel extraordinario grupo de caminantes, e incluso algún joven decidió engrosarlo superando a su vez las diferencias litúrgicas y somáticas.

Lo mismo sucedía en todas partes, entre los samaritanos y entre los cananeos, y tanto era así que ahora, cuando llegaban a un centro habitado, encontraban a la gente esperándoles: querían escuchar las palabras de Jesús, y le pedían que empleara sus milagrosas dotes de curandero y sus infusiones para calmar los espasmos de algún epiléptico o aliviar los dolores de vientre de algún crápula.

Así llegaron a Siquén, llamado el cuadrivio de Palestina porque allí se cruzaban los caminos que llevaban al mar y al Jordán, a Galilea y a Jerusalén, y luego se dirigieron a Sebaste, aunque no entraron en ella. A la vista de la ciudad que desde lo alto de la colina dominaba toda la región, y a la que Herodes había puesto el nombre de Augusto traducido al griego, la mula de Jesús decidió que no tenía ganas de trepar por ella y, con la tácita aprobación de su jinete y el risueño entusiasmo de todos los demás, tiró recto hacia Dotán, donde muchos siglos antes los hermanos habían encerrado a José en una cisterna para luego venderle a la caravana que había de llevarle a Egipto. Llegaron a continuación a Jenin, en el corazón de un verde oasis de palmeras e higueras. Seguidamente, le tocó el turno a Megido, poderosa fortaleza en el camino que mil ejércitos habían recorrido desde Egipto hasta Mesopotamia, testigo de mil batallas, y donde aún se veían los restos de las inmensas caballerizas que el rey Salomón había hecho construir.

Así, durante el día caminaban a través de la historia de su país, y en las paradas nocturnas —la estación avanzaba y la temperatura se iba haciendo más fresca, pero bastaba algún fuego para calentarla— Jesús enseñaba a todos aquellos jóvenes los métodos curativos que había aprendido de los esenios y les explicaba el mensaje del libro de Daniel. En aquellas palabras cada uno podía ver cómo muchas batallas y muchos imperios no eran otra cosa que piedras miliares a lo largo del camino que llevaba al glorioso destino del pueblo de Israel; al reino de Dios, al reino de los Cielos, al reino de la paz que duraría para siempre.

Finalmente, descendieron al valle que apuntaba hacia Galilea, y se dirigieron hacia el lago. Todos estaban ansiosos por llegar, porque Andrés había dicho que allí se organizarían para difundir del modo más eficaz su mensaje, de manera que querían tomar por el camino más corto bordeando por el lado sur el Monte Tábor. Pero esta vez la mula de Jesús, siguiendo una orden precisa de su jinete, tomó decididamente el camino más largo, el que pasaba por Sepphoris.

El sol estaba en su cenit, y la ciudad, allá en el horizonte, parecía hecha de
luz. Brillaba como una aparición, como un espejismo, o quizá como un símbolo, y Jesús, contemplando sus recuerdos, no habría sabido decir si del bien o del mal, porque en ella los hijos de los doce hijos de Jacob parecían convivir pacíficamente con los descendientes de Rómulo y Remo, pero así también debía convivir el Dios de Jacob con los ídolos griegos y romanos.

Todo el grupo permaneció en silencio contemplando aquel espectáculo, sin saber muy bien por qué; entonces, en vez de proseguir, Jesús quiso que se hiciera un alto y dijo:

—Hay algo que se me escapa, y por lo tanto necesito vuestra ayuda.

Se sentaron todos en círculo, con él en medio. Sepphoris, contó Jesús, había sido destruida treinta y tres años antes por las tropas romanas de Varo después de que Judas el Galileo, a la cabeza de la revuelta, hubiera conseguido apoderarse de los arsenales de la ciudad. La revuelta luego fracasó y cientos de judíos fueron crucificados, pero Judas consiguió salvarse y esconderse en el desierto con su banda de zelotas.

—Pasaron algunos años —dijo Jesús— y Herodes Antipas decidió reconstruir Sepphoris de modo espléndido, para hacer de ella sucapital. Esto significaba mucho trabajo para mucha gente: precisamente lo que entonces, después de las destrucciones y miseria dejadas en Galilea por las revueltas y por las represiones, hacía falta. Mi padre era carpintero y yo le ayudaba en el taller, pero íbamos tirando a duras penas. Recuerdo que él y mi madre hablaron largo y tendido, porque la idea de la separación les entristecía, pero al final convinieron en que era necesario: mi padre se iría a buscar trabajo a Sepphoris y yo con él, para ser su ayudante, pero también para volver a Gamala de vez en cuando y traer el dinero ganado a la familia.

Jesús continuó describiendo el bullicioso trajín de los grandes trabajos en la nueva ciudad que nacía de las ruinas de la antigua. Los obreros judíos daban vida a la arquitectura helénica que Palestina había heredado de los sucesores de Alejandro Magno, y que tanto gustaba a Herodes y a sus hijos, pero junto a los palacios oficiales y a los teatros, junto a las tiendas y a los bancos de los paganos, se construían también los baños purificadores de los verdaderos creyentes. Sepphoris era para todos.

—La gente trabajaba codo con codo —continuó Jesús— y nada acerca más que el trabajo común. En las canteras se oían muchas lenguas, pero casi todos los arquitectos hablaban griego y para trabajar bien era necesario comprenderles. Allí, junto a mi padre, aprendí los secretos del oficio, y aunque mis tareas fuesen limitadas, así como mis necesidades de comunicación, aprendía también un poco de griego.

Hubo un difuso murmullo, en algunos casos de evidente desaprobación. Jesús sonrió y dijo:

—Lo sé, lo sé: maldito sea quien cría cerdos y quien enseña a su hijo la ciencia griega. Pero mi padre no me la enseñó: la aprendí yo por mi cuenta, escuchando, de modo que ni siquiera desobedecí el precepto que prohíbe estudiar el griego, ya sea de día o de noche, porque escrito está que día y noche hay que estudiar la Ley. Pero lo conozco, y me siento dichoso.

Había hablado a sus discípulos dando la espalda a Sepphoris, pero ahora se levantó y se dirigió de nuevo hacia aquella visión brillante y ambigua. Se quedó en silencio unos instantes, y luego, mientras seguía mirando la ciudad, prosiguió:

—Me siento dichoso, y me alegra haber conocido a todas esas personas tan distintas de la gente entre la que crecí: los funcionarios romanos y los grandes terratenientes judíos, los mercaderes griegos y los banqueros fenicios.

Volvió a mirar al grupo, sonriendo:

—Porque pienso que todo lo que me permite acercarme a una persona, quienquiera que sea, cualquiera que sea su lengua o sus creencias, me brinda la oportunidad para hablarle del reino de los Cielos que está próximo, y de la manera de entrar en él, y esto me hace dichoso.

—Pero, entonces —preguntó uno de los jóvenes—, ¿cuál era tu duda? ¿En qué podemos ayudarte?

Se le acercaron, y estrecharon en torno a él ese círculo que parecía querer protegerle de la ciudad. Jesús aflojó la cuerdecilla y se quitó de la cabeza el pañuelo, que usó para limpiarse la frente del polvo y del sudor.

—Judas el Galileo era amigo de mi padre —dijo— y por su culpa Sepphoris fue destruida. Mi padre ayudó a reconstruirla, pero luego Judas volvió y mi padre fue con él y juntos fueron crucificados. Yo me pregunto: ¿quién se equivocó? ¿Cuándo? ¿En qué?

Un grito general se alzó del grupo:

—¡Se equivocan los tiranos, Jesús, los paganos! ¡Judas y tu padre fueron héroes, mártires!

Jesús les miró, pensativo, luego hizo un gesto de duda.

—Así es ciertamente —dijo— y sin embargo…

Se volvió de nuevo, y los jóvenes que formando el círculo se habían puesto entre él y la ciudad se apartaron instintivamente, para dejarle libre aquella visión de resplandeciente belleza que también él había contribuido a construir. Oían que repetía:

Y sin embargo…
Luego se dirigieron a Canaán y finalmente por la gran vía Maris que corría a lo largo del lago y más arriba hasta Damasco y Mesopotamia, pasando por los pequeños centros donde ahora, para Jesús y Andrés, las caras resultaban conocidas y el acento familiar: en Magdala, en Betsaida, y finalmente en casa, en Cafarnaún. Atravesaron las callejuelas en ajedrezado, que cortaban bloques de casas de basalto negro con las techumbres de caña y barro alineadas en torno a pequeños patios interiores. Las más ricas exhibían pórticos sostenidos por una simple columnata, y las otras —la mayor parte— exhibían la abundancia de flores que en el clima suave de Galilea no temen al otoño avanzado.

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