Obedecí sin replicar. Jacobo y yo colocamos los cuatro barriles al lado de una cabaña. Después, se cargó a sus espaldas dos grandes sacas y esperó. La criatura que parecía gobernar aquella comunidad, probablemente el tal Daniel que había mencionado, se dirigió hacia él.
—Adelante, micer Jacobo, llevad lencería inmaculada y alimento incontaminado a vuestra Elena. No temáis: la tratamos con mucha consideración. Continuad respetando el pacto pues, como veis, todo está yendo de la manera mejor, aunque estos monstruos han esperado y confían aún en que todo acabe mal para gozar al menos de vuestra encantadora dama.Id y procurad consolarla. ¿Os bastará, como de costumbre, el discurrir de esta gran clepsidra? —Un horrible estremecimiento se dejó oír en su voz.
Otro coro de horrendas muecas partió del grupo. Mientras Jacobo, con la mirada llena de ansiedad, se alejaba, el jefe del grupo se volvió hacia mí:
—Yo soy Daniel. En este valle, en esta montaña, tengo el poder de administrar la vida y la muerte de todos, salvo de la lepra, naturalmente —y soltó una amarga risotada.
Mientras el grupo se dispersaba, Daniel se me acercó. Una inesperada vaharada a podredumbre me llenó la nariz y la garganta. Con su voz gutural, que apenas lograba distinguir, me dijo:
—No temáis. Casi tenemos la certeza de que el contagio se da sólo por contacto directo. Decidme ahora por qué habéis venido a curiosear en este lugar. Y sed claro o de lo contrario permaneceréis aquí y un sano satisfará los residuales deseos de todo este pueblo. Tanto de hombres como de mujeres. Os lo garantizo.
Consciente de que no disponía de demasiado tiempo, me esforcé por penetrar en la mente y el ánimo de aquella pobre criatura:
—Daniel, ¿sabéis por que han apresado a Beatriz y Elena?
—No al principio, pero ahora ya lo sé.
—Liberad a Elena hoy mismo. Permitid que vuelva a casa. Quizá Jacobo pueda retrasar o evitar la guerra —estaba temblando.
Su ojo me miró fijamente. Su voz ronca me sacudió:
—Dado que estáis arriesgando vuestra vida y no teméis afrontar el fin que os he vaticinado, es evidente que estáis peleando por algo más importante que todo esto. Y también está bastante claro que no tenéis una compañera como la de micer Jacobo.
—No es cierto. La tengo y la adoro —yo mismo me maravillé de la pasión con la que mi voz había brotado.
—Entonces no sois más que un vanidoso suicida o un loco…
—No, Daniel. No tengo intención de sermonearos… No se me da bien. Pero el día en que nos comportemos y pensemos en nosotros como si no hubiese nada más, creo que será el fin de la raza humana.
—¿Y vos pretendéis que sobreviva? ¿Creéis que es justo? ¿Pensáis acaso que es bueno para la vida de este mundo que esta especie continúe su viaje?
—Y rió sarcásticamente.
—Sí, creo firmemente en ello.
—Bien, vos mismo tenéis la respuesta por la cual no liberaré a esa mujer, sino hasta dentro de bastantes meses, cuando la guerra ya esté lista para comenzar. Creo que la raza humana impide el camino de la historia. Que se extinga ya, pues no es digna de la Creación. Cuando no quede ni la menor huella del hombre sobre la Tierra, el Creador de todo esto lo intentará de nuevo con cualquier otro animal. Da igual si se trata de perros o leones. Lo ignoro, pero estoy seguro de que el experimento dará mejores resultados en ese caso —su mirada fulminó el azul del cielo.
—Daniel, decís eso sólo a causa de vuestra enfermedad. Sin embargo, a juzgar por vuestras palabras, la lepra no ha atacado vuestra mente.
—¿Acaso os sorprendéis? ¿Os asombra que dentro de nuestros corazones haya tanta ira y odio contra el hombre? ¿Contra ese ser henchido de arrogancia y desprecio que nos ha negado la libertad, que ha destruido nuestra dignidad? Yo era un hombre respetado y amado del mismo modo en que yo amaba y respetaba a mi gente, a mi familia, a mis amigos. Apenas mis carnes comenzaron a marchitarse, me vistieron con una túnica y me colocaron una matraca en la mano para que la hiciese sonar con la mayor fuerza posible a fin de que todos me evitasen mientras me dirigía a la leprosería de los monjes. Intentaron quemarme vivo dos veces. Estuve a punto de ceder, deseoso también yo de acabar con todo. Nunca un ser humano que hubiese tenido un gesto que no mostrase su repulsión o su odio, nunca un hombre que hubiese pensado que bajo este pus había una mente y un alma. Y, sin embargo, ese poderoso germen de oveja que se esconde en cada uno de nosotros me empujó igualmente a refugiarme en aquel rebaño tan caritativo. ¿Sabéis qué me hicieron los monjes en primer lugar? ¿Antes de darme una escudilla con leche y un trozo de pan? ¡Me obligaron a escuchar una misa de difuntos! Celebraron mi misa. Solemnizaron la pérdida de mis derechos como ciudadano. ¡Me borraron del mundo! —tronaba como un endemoniado—. Sin embargo, me recordaron que debía elevar una plegaria especial por el difunto papa Alejandro III, que, aun oprimido por las innumerables y sagradas decisiones que se vio obligado a tomar para extirpar a salteadores y herejes… tuvo a bien, aquel grande y magnánimo papa, pensar también en los leprosos y mantener indisoluble nuestro vínculo matrimonial. Decían la misa de difuntos por mí, me echaban del mundo, ¡pero no disolvían mi matrimonio! Me escapé mientras celebraban mi ceremonia de despedida: tiré la matraca y, junto con los peores bandidos-leprosos, me refugié en esta montaña donde vendemos caro el pellejo. Sacamos provecho del horror que sentís por nosotros. Nos permite tener un poco de poder entre estas manos tan horribles. Y se trata de una sensación estupenda, que nos recompensa en parte de todas las humillaciones y sufrimientos —y alzó hacia mí sus manos, parecidas a las garras de un animal, en un gesto de fuerza.
Daniel, ¿sabéis quién es uno de vuestros principales benefactores? ¿No es cierto?
—Ya no importa. Sé quién es. Pero paga bien y eso es lo que cuenta. Ignoro de qué abadía procede la cerveza que nos manda, pero dicen que está bendecida directamente por san Arnaldo, el santo patrón de todos los monjes que la producen, ¡por eso es el mejor remedio contra la peste y la lepra! Naturalmente, apenas cura, pero es exquisita y sumerge la mente en la niebla. Después hay esos barriles que habéis traído vosotros ahora: algunos de ellos contienen un aceite inventado por los egipcios, obtenido con las semillas de una planta de África, y ese aceite ayuda a curar nuestras carnes martirizadas. Si además nos pide que le custodiemos unos libros, ¿qué más queremos? — Al decir esto, debí de sobresaltarme, porque añadió de inmediato—: ¿Qué hay? ¿También os interesan los libros, además de las bellas damas?
Emocionado, tomé las alforjas del caballo y saqué uno de los textos encuadernados:
—Ahí hay bastantes. Son objetos de valor y quizás útiles. Tomadlos, son para vos —y le entregué toda la bolsa.
Apenas echó una ojeada al libro:
—Además de la libertad de la bella dama, que ahora no puedo concederos, ¿qué deseáis a cambio de esta De universa medicina de Dioscórides?
—Daniel, querría sólo ver los textos que tenéis aquí…
No contestó. Me indicó que lo siguiese. Entramos en la que debía de ser su cabaña. En una esquina, sobre una caja, había un pequeño montón de libros bien encuadernados, con riquísimas orlas: ninguno de ellos me recordaba a los que había visto en la torre de Nemi. Estaba a punto de tocarlos cuando Daniel me lo impidió con un gruñido.
—Dejadlos ahí. Yo los hojearé por vos. ¿Qué libro buscáis?
—¿Los habéis leído todos?
—Del primero al último.
—¿No hay comedias de Plauto?
—No.
—¿Y escritos en griego…? Epístolas, por ejemplo —mi corazón galopaba.
—No. Todos están en latín, no hay ni una sola línea en griego o árabe. Se trata sobre todo de libros de remedios y plantas. Incluso está el Papiro Ebers… Pero las compresas de moho que se recomiendan, y que hemos probado en nuestro pus, no han hecho más que enmohecerse más. Todos esos textos son de escaso valor literario, salvo uno de Aristóteles, o al menos así se le atribuye, el Secreta Secretorum. ¿Lo conocéis? —Y me miró con su ojo torcido, torvo.
—No, Daniel. ¿De qué trata?
—De conjunciones de planetas maléficos, de Saturno y Júpiter, que de
vez en cuando se abrazan y sofocan la atmósfera superior y liberan vapores envenenados. Esos vapores entran por nuestros poros y, de ese modo, la peste y la lepra aumentan. ¡Que Satanás bendiga la estupidez humana! ¿Tanto cuesta admitir abiertamente que la lepra la trajeron los fenicios en la Antigüedad tras uno de sus viajes?
—¿Y tanto os cuesta, Daniel, admitir que quienes la han traído a Europa en estos días son los cruzados a raíz de sus guerras santas en Oriente? ¿O albergáis cierta predilección por la Iglesia de Roma?
Al parecer, no oyó mi última pregunta. Su ojo se había fijado en la decepción que yo no había logrado ocultar.
—¿Tan importantes son los libros de Plauto y las epístolas griegas?
—Podrían cambiar el rostro del mundo, Daniel; podrían evitar la extinción de la raza humana o, por lo menos, de aquella parte que merece la vida, podrían así alterar el curso de la historia y evitar otro experimento, por emplear un término de vuestro agrado. Y esos libros los oculta el mismo hombre que os manda custodiar a mujeres inocentes: vuestro patrón —me sentía confuso, pero no vencido—. Daniel, en el mismo centro de la ciudad en la que vivo, a no muchas jomadas de camino de aquí, hay dos leproserías, sin monjes ni curas. Decidme: ¿vale la pena que también desaparezca en el reino de la nada mi mujer, que dedica su juventud a curar con cariño heridas como las vuestras? ¿Deben desaparecer todos los perfectos cátaros que luchan y dan la vida por la libertad de los demás y hunden sus manos en las llagas de los leprosos para curarlas?
—Se trata de casos aislados. De vez en cuando aparecen locos o soñadores…
—Como Cristo, ¿verdad?
—¡Por supuesto!
—¿No aprobáis nada de cuanto hizo?
—¿Qué pretendéis de mí? Cristo vino al mundo equivocado. Se trató seguramente de un error. ¡Quién sabe a dónde estaba destinado!
—¿Tan horribles fueron las cosas que predicó, Daniel?
De su ojo torvo brotó una mirada furiosa.
—No he dicho eso, si bien hay algo cierto: amor, fraternidad, igualdad y eso de no matar a nadie… Bellísimas palabras. Pero era mejor el Dios antiguo, el Dios de la justicia, el Dios implacable con los hombres, ¡el que fulminaba a los inmundos! ¿Qué pasó tras la venida de Cristo? La Iglesia de Roma se apropió de sus ideas, pero no de su ejemplo. Desde los púlpitos predica amor, bondad, fraternidad y paz. Intenta cautivar el corazón de las gentes con la palabra de Cristo para dominarlas y expoliarlas. Y si alguien osa alzar una voz que llame a la rebelión, se la acalla y se lo envía a la hoguera. Eso es lo que ha hecho Cristo: ha tejido una túnica resplandeciente e inmaculada para enmascarar los corazones inmundos y corruptos de sus sacerdotes. Por eso afirmo que jamás podrá repararse el daño que la venida de Cristo ha ocasionado a la humanidad.
La voz ronca se hacía cada vez más viva y rabiosa. Capté el conflicto entre su ánimo y su mente. Inútilmente yo intentaba penetrar en aquella barrera de prejuicios y dolor.
—Perdonad mi franqueza, pero viviendo tan alejado del mundo, quizás habéis perdido el sentido de la realidad. Daniel, vos y vuestros compañeros habéis huido para preservar la dignidad humana en un mundo que deseaba arrebatárosla. Habéis rechazado las leproserías de los monjes a cambio del aire puro de esta montaña. Pero empleáis esta atmósfera límpida y libre no para vivir dignamente vuestro dolor, sino para prostituiros a los mismos sacerdotes inmundos y corruptos que os exponen al mundo entero como el fruto del pecado. ¡Dignos sólo de ser abandonados en brazos del ángel exterminador de la Biblia! Vuestras palabras sólo pretenden enmascarar el único rostro de vuestra realidad: os valéis de la lepra para justificar, ante vuestra conciencia, la vida tan poco digna que vos, libremente, habéis escogido —mi voz vibraba con pasión y sinceridad.
La piadosa máscara purulenta pareció reaccionar y aquel ojo encajado en el rojo violáceo de las bubas y las costras me lanzó toda su rabia y furor.
—No conozco vuestro nombre.
—Me llamo Giordano.
—Debe de valer bien poco para arriesgar vuestra vida de este modo.
—No, amigo mío. Tal vez te parezca demasiado retórico, pero te aseguro que soy sincero. Prefiero reventar antes que perder mi dignidad. No puedo traicionar a mi naturaleza. Daniel, debes convencerte: ni la enfermedad ni las plagas justifican tu elección.
Calló unos instantes. Su mirada inhumana parecía hundirse en el fango, más allá de la ventana que daba a la parte trasera de la cabaña.
—Al comenzar esta sucia historia, creía que se limitaría a una disputa entre señores feudales. La posibilidad de admirar la belleza de Elena y Beatriz era motivo de dolor, pero también de alegría, como la que siento muchos atardeceres al admirar la infinita paleta de colores de un ocaso. Lo lamento, Giordano, pero es demasiado tarde para retroceder —me indicó una pequeña ánfora sellada—. ¿Sabes qué hay dentro? Un poderoso veneno de serpiente. Ése es nuestro segundo trabajo: damos caza a los reptiles, tanto en invierno como en verano, sacándolos de sus nidos. Poco pueden hacer contra nuestros cuerpos podridos. Lo vendemos y nos pagan bien. Dicen que sirven para curar algunas enfermedades, si bien creo que se emplea para envenenar el agua de los pozos en tiempos de guerra y acabar con las gentes de las ciudades. Has vencido tu pequeña batalla cotidiana —y, tras decir esto, tomó las ánforas y las vació fuera de la ventana, una tras otra.
Mientras el gajo de iris claro, todavía intacto, buscaba desesperadamente un residuo de la dulzura de otro tiempo, Daniel me dio la espalda y tan sólo me dirigió una voz sumisa, llena de dolor.
—Nada puedo prometerte. Dios mío, este valle se hundirá en el fango, sin la belleza de Elena. A pesar de todo, gracias por los libros… y por ese amigo mío. Aunque habría preferido no encontrarte: has menguado un poco el odio que sentía por el mundo… que me ayudaba a soportar este calvario. Adiós, Giordano. Ve y espera a tu amigo junto a los caballos.
Salí de la cabaña mientras el sol secaba el barro del pequeño valle.
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