De aquellas casas la gente salía para asistir, primero con asombro y luego con alegría, a la llegada de un grupo cansado y más bien deslucido pero risueño, compuesto por muchos jóvenes que seguían a algunos hombres más maduros y a una mula sin jinete. Jesús la sostenía por el ramal, pero la dejó a Andrés para abrazar a José, Simón y Judas, que habían corrido a su encuentro, luego besó a las hermanas en ambas mejillas, y a la mujer y los hijos de José, luego se acercó a María, que le esperaba en el umbral, ante la que se inclinó para dejarse besar en la frente.
Había en torno una gran confusión y todos hacían fiestas a aquellos desconocidos que llegaban con Jesús, porque antes de ellos habían llegado, traídas por viajeros más rápidos, las noticias de su marcha, de la buena acogida que habían recibido en todas partes, del agradecimiento de la gente —los judíos pero también los paganos— por los buenos cuidados que algunos enfermos habían recibido. Cada familia quería uno de aquellos caminantes como huésped, a cambio de un largo relato que se verían obligados a repetir una y otra vez, y aquellos, riendo, se dejaban estrechar y abrazar, aunque no podían creer que tantas fiestas estuvieran realmente reservadas a ellos.
—¿Yo he hecho estas cosas? —preguntaba cada uno de ellos, y comenzaba a reordenar los recuerdos para alegrar la cena.
Llegó también un hombre de unos cuarenta años, que buscaba con la mirada entre toda aquella gente, y Andrés, cuando lo vio, salió de entre la multitud y corrió a su encuentro gritando:
—¡Simón! ¡Hermano!
Se fundieron en un gran abrazo, el más joven riendo porque el otro casi le ahogaba, y cuando consiguió liberarse le puso las manos sobre los hombros y con los ojos brillantes de alegría exclamó:
—¡Hemos encontrado al hombre que nos guiará, al Ungido del Señor, a nuestro Mesías!
Luego, en seguida, le condujo a Jesús, y aquel, después de haberlo mirado fijamente, le dijo:
—Tú eres Simón, hijo de Jonás. Pero yo te llamaré Pedro.
Al día siguiente, cuando los caminantes habían descansado y los hospitalarios huéspedes habían depurado en el sueño el entusiasmo por aquellas llegadas, Jesús quiso explicarle a Simón su decisión.
—Sé que te llamaban Bariona —dijo—, que es el nombre que dan a los zelotas porque significa «pájaro de bosque», pero yo no quiero formar parte de una banda de fugitivos, sino más bien de un ejército en marcha, y tú serás el primero de los oficiales. Como puedes comprender, una estructura semejante tenía necesidad, como base, de un nombre mucho más sólido.
Estaban en la orilla del lago, Jesús estaba sentado en el suelo a la sombra de un árbol y Pedro, que había vuelto hacía poco de pescar, inspeccionaba las redes junto con Andrés. Continuó su tarea, silencioso, haciendo pasar las redes entre sus dedos hasta que estuvieron todas en un solo montón, y entonces dijo:
—Pero ¿seré yo capaz de una tarea semejante?
Jesús se levantó. Se acercó a los dos hombres y los estrechó en un fuerte abrazo.
—Venid en pos de mí —dijo— y yo os haré pescadores de hombres.
Otras personas, desde una barca que estaba atracando, habían asistido a la escena, y una vez hubieron desembarcado se acercaron. Eran dos jóvenes, que Pedro y Andrés saludaron con los nombres de Santiago y Juan, acompañados por un hombre de más edad cuyos rasgos le señalaban de manera inconfundible como su padre, al que llamaban Zebedeo. La noche anterior, su familia había dado hospedaje a algunos discípulos de Jesús, y los dos jóvenes —pero también su madre, Salomé— se habían entusiasmado con sus relatos: cómo la gente les escuchaba y los honraba, los métodos de curación en que iban haciéndose expertos, y su firme voluntad de crecer en número y seguir un día a Jesús hasta Jerusalén para convencer también a los más escépticos —los saduceos, que no creían en la resurrección del cuerpo; los fariseos, que limitaban a la apariencia el respeto a la Ley; los mercaderes del Templo, que especulaban sobre la fe de la gente— de que el reino de los Cielos estaba próximo, y que solo los puros de corazón gozarían de la paz.
Cuando supieron que también Simón, como Andrés, iba a dejar el oficio de pescador para seguir a Jesús, los dos jóvenes decidieron inmediatamente hacer otro tanto; y lo hicieron con una alegría tan ruidosa que Jesús, riendo, declaró que también ellos merecían un nombre de guerra y los llamó Boanerges, «los hijos del trueno».
Pasearon por la orilla del mar de Galilea, charlando tranquilamente. Jesús exponía sus proyectos, pedía consejo, preguntaba por algunos conocidos que pudieran estar interesados en correr aquella aventura.
—Porque no debemos olvidar —decía— que, aunque pacífica, puede ser también peligrosa, lo sucedido con Juan debe servirnos de ejemplo.
Al día siguiente, Jesús se dirigió, por consejo de Pedro y de Andrés, que eran del lugar, a la vecina Betsaida, con la intención de encontrarse con un tal Felipe que ellos le habían mencionado. Lo encontró con una gran aguja de madera en la mano, ocupado en enseñar a sus dos hijos cómo se reparaban las redes, le dijo quién era y quiénes eran sus amigos comunes, le explicó su proyecto, y por toda respuesta Felipe se levantó, fue a la puerta de la casa de al lado y se dirigió al hombre que estaba sentado ante ella:
—Hemos encontrado a la persona que buscábamos, Natanael. Es el hijo de José de Gamala, él que murió con Judas el Galileo.
—¿Y cómo se llama? —preguntó elotro.
Jesús, llamado el Nazareo.
Natanael se encogió de hombros.
—¿Acaso de un nazareo puede salir algo bueno?—preguntó con escepticismo.
Pero Felipe insistió:
—Ven y decídelo tú mismo —dijo.
Se encaminaron hacia donde estaba Jesús, que los esperaba. Dio un apretón de manos a Natanael y le dijo:
—He aquí a un israelita genuino, de buena ley.
—Y tú —le dijo aquel mirándole con suspicacia—, ¿cómo lo sabes? Jesús se encogió de hombros.
—Te vi al pasar, antes de que Felipe te llamara.
El hombre le miró largamente, miró a Felipe, miró de nuevo a Jesús, luego volvió a casa y salió de ella al cabo de unos pocos minutos con una alforja colgada al hombro.
—Vamos —se limitó a decir.
La mujer de Felipe había salido al umbral y el marido le explicó qué estaba sucediendo. Le presentó a Jesús, y luego la besó, abrazó a los niños y entró en la casa para preparar una alforja como la de Natanael.
Llegaron a Cafarnaún hacia el atardecer, y fueron a casa de Pedro para contarle lo sucedido aquel día. Lo encontraron, junto con la mujer, a la cabecera de la madre de ella, que había sido atacada de fiebre alta.
—Te esperábamos —dijo Pedro—, se encuentra en este estado desde esta mañana, y ni Andrés ni los otros han conseguido que se le pasara la fiebre.
Jesús tocó la ardiente frente de la mujer y acarició el cabello blanco empapado en sudor. Sacó de su bolsa algunos paquetes, eligió uno y tomó un pellizco de hojas secas que alargó a la mujer de Pedro.
—Haz hervir agua —dijo—, y luego mete en ella estas hierbas.
Cuando la infusión estuvo lista, se la hicieron beber a la anciana, que no tardó en sentir un gran alivio. Uno de los hijos de Pedro se lanzó a la calle anunciando a gritos lo sucedido, y la gente, que delante de la impotencia de Andrés y de los otros había empezado a expresar dudas, se agolpó en la puerta de la casa manifestando su confianza en Jesús y en sus discípulos y pidiendo nuevos milagros. En vano Jesús lo eludía, negando que en lo que hacía hubiera nada de milagroso. Ellos continuaban tirándole de la túnica, le rogaban que fuese a curar a un hermano o a una tía, que enderezase una pierna o resucitase a un muerto.
Se refugió en casa de su hermano José, donde aún vivía toda la familia, y a la mañana siguiente se levantó antes del alba y se fue hacia la montaña para orar en un lugar apartado. Pero no era fácil estar solo, en un lugar tan pequeño y donde todos conocían cada tramo de la playa o cada escondrijo de los montes. Pronto Pedro y los otros, que habían ido a buscarle a casa, descubrieron su refugio.
Vamos, ven —le dijeron—, todos te buscan.
Cansado de aquel acoso, Jesús meneó la cabeza.
—Vamos a otra parte —dijo—, a los pueblos vecinos, porque yo he de predicar también allí y ayudar a cualquier enfermo a curarse.
Tomaron el camino que iba a Corozaín, y al salir de Cafarnaún pasaron por delante del puesto de tributos. Detrás de él estaba sentado Leví, hijo de Alfeo, que sabía leer, escribir y hablar griego y latín, y había decidido, cuando un adjudicatario romano de los tributos se lo había ofrecido, aceptar el encargo de recaudador de impuestos. Al hacerse publicano había adoptado el nombre de Mateo, lo cual, sin embargo, como era de esperar, no había bastado para camuflarle a los ojos de los conocidos, de modo que pasaba la mayor parte del tiempo discutiendo con aquellos que no querían pagar, o echando a los niños que le tomaban el pelo, o bajando la cabeza delante de los adultos que le llamaban carne de cerdo y renegado.
Aquella mañana, sin embargo, delante del pequeño puesto de Leví Mateo había solo una persona: un desconocido que ciertamente no era un judío, porque el color atezado de su piel se veía desmentido por los cabellos rubios, y que tenía con el adjudicatario una conversación en voz baja. Se fue tranquilamente cuando Jesús y sus amigos estaban a punto de llegar, atajando por un callejón que pronto le ocultó, y Mateo se quedó pensativo mirando el libro de cuentas que tenía sobre el mostrador.
Estaba tan absorto que respondió mecánicamente al saludo amable que Jesús le dirigió al pasar, y luego tuvo un verdadero sobresalto al darse cuenta de que lo habían saludado. No sucedía a menudo, a un publicano, que le dirigiera la palabra amablemente un judío, porque su profesión le excluía automáticamente de la comunidad: efectivamente, era considerada un crimen al igual que el bandidaje y, peor aún, el símbolo del sometimiento del pueblo de Israel al emperador pagano.
Naturalmente, también los compañeros de Jesús —menos Andrés, que labrado en las anteriores experiencias miraba divertido la reacción de sus compañeros— se quedaron asombrados del saludo dirigido a un publicano, y con tanto más motivo cuando este, abandonando su mostrador, corrió detrás del grupo y se arrodilló delante de Jesús cerrándole el paso. Trataba de aferrar el faldón de la túnica para besarlo, pero Jesús se apartó riendo para impedírselo, y luego dio un paso hacia delante para tenderle las manos y ayudarle a levantarse.
—Puedes demostrarme tu afecto de un modo mejor —le dijo sonriendo—, por ejemplo, invitándome a cenar esta noche. Y recuerda que me gusta la buena comida, el buen vino y la buena compañía.
Retomaron el camino, y en Corozaín, donde tuvieron un recibimiento festivo, encontraron a los cuatro que buscaban: Santiago, hijo de Cleofás, Tadeo, Tomás, llamado también Dídimo, y, por último, Simón, llamado el Zelota, que Jesús conocía bien porque había sido discípulo de Judas de Gamala. Todos aceptaron en seguida unirse al grupo, y sus conciudadanos les felicitaron por haber sido elegidos, pero entre tanto Jesús seguía mirando alrededor como si buscase también a alguien.
—¿A quién buscas, señor? —le preguntaron.
—No lo sé —hubo de admitir Jesús sacudiendo la cabeza—. Sé que falta uno al llamamiento, porque mis mensajeros en el mundo deben ser doce, como las tribus de Israel, pero no sé dónde buscarle. No importa, ahora volvamos: recordad que estamos invitados a cenar.
Así volvieron a Cafarnaún, y todos se sentaron a la mesa con publicanos y otra gente de mala fama porque Mateo había invitado a las únicas personas que, por su situación, le era dado frecuentar. Durante la tarde había llovido, uno de esos chaparrones que son la bendición de Galilea, pero pronto había vuelto la noche a tornarse seca y tibia, de modo que el banquete había sido preparado en un patio que daba a la calle. La conversación, comenzada de manera forzada por la incomodidad de muchos, se hizo general y alegre, y el sonido de las voces y de las risotadas se difundía por las callejuelas. Entonces algunos escribas del partido de los fariseos se acercaron y preguntaron a los discípulos de Jesús que también se habían reunido a comer en el patio:
—¿Por qué come y bebe con publicanos y pecadores?
Jesús, que lo había oído, se levantó de la mesa y se reunió con el grupo para responder personalmente:
—No son los sanos los que tienen necesidad del médico —dijo—, sino los enfermos: ¡no he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores!
Y estaba a punto de entablar con ellos una conversación, como era su costumbre, cuando vinieron a decirle que había llegado un caminante y que preguntaba por él, enviado por un amigo común. Jesús entró en casa y fue a la puerta, donde le esperaba un hombre con las ropas sucias tras un largo viaje. Estaba tan cansado que se apoyaba en su largo cayado y tenía la cabeza doblada como si durmiera, pero cuando tuvo a Jesús delante alzó unos ojos como brasas y le miró fijamente.
Ante aquella mirada, Jesús sintió una profunda inquietud, una sensación de alarma como ante un peligro, pero cobró ánimos y preguntó:
—Me dicen que te manda un amigo, ¿te importaría decirme su nombre?
El otro respondió sin que los párpados velasen una sola vez aquella mirada ardiente:
—Menajén, hijo de Judas, el jefe de los zelotas.
Jesús asintió.
—¿Y el tuyo? —preguntó—. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Judas —respondió aquel—. Judas de Cariot.
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