Capítulo VI 122-126

Publicado el 15 de marzo de 2022, 21:21

Los rizos de oro de Sara descendían por el cuello. Con sus bracitos desnudos, me estrechaba los hombros, mientras sus manos intentaban quitarme la hoja de pergamino que leía y volvía a leer.

Yolanda estaba sentada sobre la hierba, un poco distante. Sonriendo, la reprendió:

—¡Sara, deja en paz a Giordano! ¿No ves que está estudiando?

Pero la niña, con voz clara, leía en voz alta: Si per diversarum obliquitatum vías dúo pondera descendant, fueritque declinationum et ponderum una proportio eodem ordine sumpta, una erit utriusque virtus in descendendo… ¿He leído bien, tío?

Emití una especie de gruñido y le lancé una burlona apreciación sobre sus ojos, le dije que a mi parecer, además de algo torcidos, eran feos. Se plantó a horcajadas sobre mí, me tomó el rostro entre las manos y escrutó con ansiedad mis ojos.

Intentaba que mi mirada conservase un poco de seriedad, pero al ver su carita inmaculada, realmente triste, comencé a sonreírle. Poco a poco vi cómo sus ojos se iluminaban de alegría. Sus bracitos volaron alrededor de mi cuello y me arrastró por la hierba con unas cabriolas mientras reía expresando con su voz cristalina la alegría de vivir. Conseguí liberarme de aquel fardo tan encantador y volví junto a Yolanda, quien miraba el lento discurrir del río Orb, los altos álamos y sauces llorones que se reflejaban en sus aguas.

Ante nosotros, la alta colina de Béziers y la muralla que la protegía. A la extrema izquierda, apenas se adivinaba la puerta de san Afrodisio, con el campanario de la iglesia. Más allá, la cúpula de nuestra Magdalena, la puerta de Grindes, la iglesia de san Félix, la puerta de Torre Ventosa, la cúpula de san Salvador y, poco más allá, la de la pequeña sinagoga. Luego, altas y poderosas, las torres de la catedral de Saint-Nazaire. A la derecha, y arriba, a la izquierda del Puente Viejo, se divisaban las torres del nuevo castillo de Trencavel. 

Agosto llegaba a su fin, si bien todavía hacía mucho calor. La sombra de los sauces detrás de nosotros nos refrescaba un poco. Sara había corrido al lado de su hermano David, concentrado en la pesca con la caña que le había construido. La niña intentaba tirar del sedal y David trataba de detenerla. La mirada de Yolanda se encontró con la mía.

—¿Te han robado el corazón, verdad, Giordano?

—Viendo a Sara y David, me olvido de todo. Nunca me había relacionado con niños. Es maravilloso verlos crecer, reír, aprender, desobedecer, llorar —miré los cabellos que caían sobre su fino cuello, el bellísimo rostro. Después, mi mirada se posó sobre los rojos labios apenas entreabiertos. Volví la cabeza hacia el río.

Un grito de felicidad. David comenzó a recoger el carrete de madera mientras el sedal se mantenía tenso… hasta que apareció una pobre trucha que intentaba liberarse dando coletazos.

—¡Sara, David! ¡Tened cuidado! ¡Podéis haceros daño! —exclamó Yolanda.

Sin hacer caso de la advertencia, entablaron una verdadera lucha con el pez y, al final, entre gritos y saltos, consiguieron que cayese en el cesto. Después se arrodillaron para ver sus últimos temblores… y la expresión alegre de los niños comenzó a desvanecerse a medida que comprendieron lo que pasaba. David tomó a su hermana de la mano y se dirigió a nosotros. Sus cabellos eran menos claros que los de Sara, pero igual de rizados. Sus ojos, castaños, adoptaban la expresión de todo un hombrecito.

La niña parecía apenada por la pobre trucha. La levanté en volandas y la senté en mi regazo. Besé sus manos prisioneras de las mías:

—Sara, un día construiré una máquina maravillosa y te llevaré al fondo del río para que veas cómo viven los peces, en sus casitas. Y después ascenderemos por los aires, como las golondrinas, y volaremos ligeros hasta donde nace el río y luego hasta donde acaba. Y te llevaré a ver el mar.

Mientras le hablaba, la niña me miraba con una expresión de ensueño: yo conducía la máquina para descubrir valles encantados y castillos construidos sólo para pequeñas princesas como ella. Entrecerraba las pestañas para contemplar mejor aquella fantástica visión. 

—Y después volaremos sobre una selva, de noche, y la calle estará iluminada por una gran estela de luciérnagas y seguiremos a un caballo blanco que corre como el viento y a su magnífico jinete, que le pregunta a todas las luciérnagas si han visto llegar a su princesa. Sus lágrimas, al caer sobre la hierba, se convierten en oro, reflejando la luz de las luciérnagas. El viento mueve las matas de hierba y crea una música dulcísima. Al final, la reina de las luciérnagas revela el secreto al caballero: la princesa bajará del cielo a lomos de un gran pájaro dorado. En ese momento, un pequeño enjambre de luciérnagas se elevará hacia nuestra máquina y la cubrirá hasta iluminarla por completo. Y yo dirigiré el pájaro hacia el final del camino de oro, hasta llegar a la entrada del castillo encantado. El caballero bajará y te reconocerá. ¡Tú, Sara! ¡Serás tú la princesa que estaba esperando! Te tomará entre sus brazos, montaréis en su caballo blanco y entraréis en el castillo encantado, acompañados por la música del viento.

Sara había inclinado la cabeza sobre uno de sus hombros, con una mirada soñadora. La alegría había vuelto a iluminar su rostro.

—Tío, venga. ¿Puedes tocar algo con la flauta?

Tomé el pequeño instrumento de diecinueve cañas que me había construido. Me sentía lleno de alegría y me las ingenié para tocar algunas notas despreocupadas. Aunque me inventaba el ritmo, era fácil de seguir. Sara tomó a Yolanda y a David de la mano, y comenzaron a bailar en corro. Disminuía el ritmo y luego volvía a aumentarlo. Las exclamaciones de felicidad y sus vueltas alejaban las sombras y el temor de mi espíritu. Mis labios volaban veloces sobre las pequeñas cañas y la airosa melodía se mezclaba con el soñoliento canto de las cigarras. Cuando sus rostros, encendidos por el baile y la alegría, se encontraban frente a mis ojos, no cesaban de indicarme que continuase. Tras aquella carrera tan alocada, los labios me ardían. El grupo de bailarines, exhausto, se dejó caer sobre la hierba.

Apenas recuperó el aliento, Sara se quitó el vestidito morado y se quedó con sus blancas enaguas.

—Pero, por Dios, ¿qué quieres hacer? —exclamó Yolanda.

—¡Bañarme! David, ¡vente también! ¡Ánimo!

Yolanda se me quedó mirando como si quisiera preguntarme qué opinaba… y yo permanecí inmóvil, perplejo. Me encogí de hombros. Pero, inmediatamente después, con un paño atado a la cintura, el niño también corrió hacia el río. Y comenzaron a gritar, a jugar, a echarse agua sobre sus cuerpos acalorados.

Yolanda se acercó y se sentó a mi lado. Sus mejillas ardían por el baile. Se la veía todavía un poco jadeada. La tela verde y ligera del vestido se alzaba sobre el pecho. Me fijé en su mano, abandonada sobre su cabello ondulado. El verde azulado de sus ojos estaba velado por una sombra de dulzura. Los labios, apenas un poco entreabiertos, me hicieron temblar. Cerré los ojos, torciendo la cabeza hacia el río. Ella debió de intuir mi turbación y distrajo mis pensamientos con una pregunta:

—Al menos por este año habrá pasado el temor a la guerra, ¿verdad?

—Sí, Yolanda. El invierno ya está a las puertas. Pero será difícil evitarla el próximo verano. Incluso el rey de Francia ha autorizado a los barones franceses que se cosan la cruz en el pecho. Nadie podrá detenerlos. Simón ha dicho que las gentes ya comentan que las ciudades del norte donarán voluntariamente la décima parte de sus haciendas a la Iglesia para financiar la cruzada, mientras Bernard ha mencionado los primeros encuentros entre Raimundo-Roger de Trencavel y el conde de Tolosa. Parece que no están logrando nada. El tolosano no quiere aliarse y probablemente ya piensa en la traición o en quitarse el problema de encima.

—Pero ¿no entienden que si están desunidos son más débiles?

—¡Siempre esperan que en el último momento, mediante un acto de sumisión al papa y alguna promesa vaga, puedan evitar el conflicto! No han entendido que nada ni nadie detendrá a Arnauld-Amaury.

—Pero ¿de quiénes hemos de defendernos en realidad? ¿Y quién nos atacará? Y, en nombre de Dios, ¿por qué? Te aseguro, Giordano, que se habla mucho, pero no acierto a reconocer el verdadero rostro del enemigo —la voz suave y melodiosa se desvaneció en un triste susurro.

—Yolanda, por primera vez en la historia un pueblo cristiano está organizando una guerra contra otro pueblo cristiano. He ahí la cuestión. En torno a ello pueden buscarse y hallarse muchas razones, como, por ejemplo, que el rey de Francia da su permiso a los barones para que participen en la cruzada.

—Pero, por Dios, ¿por qué?

—Felipe Augusto mira a lo lejos. Desea tanto la Provenza como los países occitanos. Proyecta la construcción de un gran reino y éste es el primer paso. ¿Los condes y los barones del norte? Ya están acostumbrados a guerrear en Tierra Santa. Para ellos es como una partida de caza. ¿La otra gente? La Iglesia promete las mismas indulgencias que para las cruzadas en Tierra Santa. Además, perdona las deudas de cuantos participen y les permite salvaguardar sus bienes. Ya sabes que las propiedades de los cruzados son inviolables. Y, para terminar, promete escapar del castigo de Dios al perdonarles sus pecados, así como de sus acreedores. Además, los llena de orgullo al coserles una flamante cruz escarlata sobre el pecho y les ofrece la posibilidad de dar rienda suelta a sus deseos de matar al santificar el asesinato.

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